Capitulo XII

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Cuando Cristo preguntó a sus discípulos: "¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?", ellos contestaron: "Algunos dicen que eres Elías, otros que eres Juan Bautista". Entonces él les preguntó: "Y ustedes quién dice que soy?" Pedro contestó: "Tú eres Cristo, el Hijo del Dios Viviente". Y él les contestó, diciendo: "Eso no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos".

Teniendo en cuenta que el salir de la razón terrenal para entrar en la encarnación de Cristo es un trabajo que debe ser familiar, íntimo y natural a los hijos de Dios y en el cual deben ejercitarse diariamente y a cada rato, para así en esta vida miserable nacer a Cristo, he tomado la responsabilidad de escribir sobre este alto misterio, de acuerdo con mi conocimiento y con mis dones, como un memorial. En vista de que yo también, junto con otros hijos de Dios y Cristo, permanecemos en este nacimiento, lo he tomado como un ejercicio de fe, por medio del cual mi alma pueda, como una rama del árbol de Jesucristo, vivificante con su savia y vigor.

Y esto no con la sabia y alta elocuencia del arte, o de la razón de este mundo, sino acorde al conocimiento que tengo de Cristo. Pero aunque busco sublime y profundamente y trataré de escribirlo muy claramente, debo decirle al lector que sin el Espíritu de Dios, esto será para él un oculto misterio.

Debemos entender lo de la encarnación de Cristo, el Hijo de Dios, así; él no se hizo hombre en la Virgen María solamente, de modo que su divinidad no está limitada a aquello. No, es de otra manera.

Así como Dios, que es la plenitud de todas las cosas, no puede morar en un solo lugar, tampoco podría decirse que Dios se ha manifestado a sí mismo por una sola chispa de su luz.

Dios es inconmensurable; para él no se encuentra lugar en la naturaleza a no ser que se haga un lugar él mismo en una criatura; y sin embargo de estar el totalmente dentro de esa criatura, también está fuera y más allá de ella. El no es divisible, sino que se halla totalmente por doquier; donde se manifiesta allí él está totalmente manifestado.

Compréndanlo claramente; Dios ha deseado hacerse carne y sangre; y aunque la pura y clara Deidad continúa siendo Espíritu, se ha convertido en el Espíritu y Vida de la carne y opera en la carne. Así podemos decir que cuando nosotros con nuestra imaginación entramos en Dios; nos entregamos totalmente a él, nos hacemos carne y sangre de Dios y vivimos en Dios. Por que el Verbo se ha hecho carne y Dios es el Verbo.

Así no estamos negando la creatura de Dios, el hecho de que haya sido una creatura. Les daré aquí una similitud con el sol y su brillo, y compréndanlo así: en esta similitud comparamos al sol con la criatura de Cristo, la cual es efectivamente un cuerpo, pero haremos similar a todo el abismo de este mundo el eterno Verbo del Padre.

Podemos perfectamente percibir que el sol resplandecer en todo el abismo y le comunica calor y poder. Pero no podemos decir que en el abismo, más allá del cuerpo del sol no subsista también el poder del sol; si eso no estuviera allí entonces el obispo no recibiría el poder y el brillo del sol. Un poder y un brillo recibe al otro; el abismo con su brillo está escondido.

Si Dios lo quisiera, todo el abismo entero podría ser un sol; entonces el brillo del sol resplandecería por todas partes.

Sepan también que entiendo que el Corazón de Dios ha descansado por la eternidad, pero que con el movimiento y su entrada en la Sabiduría se hace manifiesto en todas partes, aunque en Dios no hay lugar ni seña, sino solo en la criatura de Cristo; donde toda la Santa Trinidad se ha manifestado en una criatura, y así por intermedio de ella al cielo entero.

El se ha encaminado hacia ese fin y ha preparado un lugar para nosotros, donde podamos ver su luz y residir en su sabiduría y compartir su divina sustancia.

¿No fuimos acaso hechos desde un principio de la sustancia de Dios? ¿Por qué no podemos nosotros también morar allí dentro?

Para eso el Corazón de Dios se ha movido, ha destruido a la muerte y regene rado la Vida.

Así ahora para nosotros el nacimiento y encarnación de Cristo es un asunto dichoso y trascendente. El abisal Corazón de Dios se ha movido, y de este modo la sustancia celestial, que estaba encerrada en la muerte, ha adquirido vida de nuevo.

Así podemos decir ahora con fundamento que Dios mismo ha resistido su cólera, y con el centro de su Corazón que ha llenado la eternidad, se ha abierto a sí mismo de nuevo, extrayendo el poder de la muerte; y quebrando el aguijón de la fiera ira, en la medida en que el amor se ha abierto a sí mismo y anulado el poder del fuego.

En nuestra imaginación nos impregnamos de su abierto Verbo y del poder de su celestial y divina sustancia, la cual en realidad no nos es extraña, aunque lo parezca así a nuestra envoltura carnal.

El Verbo se ha abierto a sí mismo por todas partes, en la luz de la vida de cada hombre; y lo que se necesita es solamente esto, que el alma-espíritu practique renunciamiento en pro de aquello. En esa alma-espíritu nace Dios.

 

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