Capitulo II

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Soy un pecador y hombre moral como tú y debo, cada día y cada hora, desgarrarme, luchar y combatir con el Diablo, que me aflige en mi naturaleza corrupta y perdida, en ese poder colérico que existe en mi carne, como en todos los hombres, continuamente.

A veces, súbitamente, logro imponerme y otras pierdo la partida; a pesar de lo cual él no me ha vencido ni conquistado, sino que solamente ha adquirido cierta ventaja sobre mí. Si me abofetea, entonces me repliego, pero el poder divino me ayuda de nuevo; entonces él recibe un golpe y a menudo pierde la partida en la lucha.

Pero cuando él es vencido, entonces la puerta celestial se abre en mi espíritu y el espíritu contempla el divino y celestial Ser, no exactamente más allá del cuerpo, sino en la fuente del corazón. Allí surge un resplandor de la Luz en la sensibilidad o pensamientos del cerebro, y allí el Espíritu contempla.

El hombre está hecho de todos los poderes de Dios, extraído de los siete espíritus de Dos, como los ángeles. Pero como es material corruptible, no siempre el poder divino se manifiesta y desarrolla sus poderes, operando en él. Y aunque se despliega en él, e incluso resplandece en él, es incomprensible a la naturaleza corruptible.

Porque el Espíritu Santo no se sujeta en la carne pecadora, sino que estalla como un relámpago, en la misma forma que la chispa de fuego relampaguea en una piedra cuando el hombre la golpea.

Pero cuando este resplandor es captado en la fuente del corazón, entonces el Espíritu Santo se alza en los siete espíritus -fuente hacia el cerebro, como el amanecer del día, como la rojez del amanecer.

En esa Luz el uno ve al otro, lo siente, lo huele, le toma el gusto y lo escucha como si la Deidad estera surgiera en él.

He aquí que el espíritu se asoma a la profundidad de la Deidad. Porque el Dios próximo y lejano es todo uno; y el mismo Dios está en su aspecto triple tanto en el cielo como en el alma del santo.

Es de este Dios de quien tomo yo mis conocimientos y no de ninguna otra cosa; ni quiero saber ni conocer otra cosa que no sea ese mismo Dios. Y él es el que me da esta seguridad de mi espíritu, y por eso yo creo y confío firmemente en él.

Aunque viniese un ángel del cielo a decírmelo yo no lo creería, mucho menos me aferraría de eso, pues dudaría siempre sobre su verosimilitud. Pero el Sol mismo se alza en mi espíritu y por lo tanto de ello estoy absolutamente seguro.

* * *

El alma vive en perpetuo peligro en este mundo; por esta razón esta vida está muy bien definida como valle de miseria, lleno de angustia, un ajetreo constante en que somos traídos, llevados, empujados, arrastrados, combatidos.

Pero el cuerpo, frío y medio muerto, no siempre comprende esta lucha del alma. ¿No sabe qué pasa, pero se siente pesado y ansioso; va de una cosa a otra y de un lugar a otro lugar; en busca de quietud y reposo.

Y cuando llega a donde va, no encuentra lo que buscaba. Entonces se llena de dudas y confusiones; le parece que está dejado de la mano de Dios. No comprende la lucha del espíritu, ni como éste a veces está caído y otras exultante.

Tú debes saber que no escribo esto como quien narra una historia que me hubiesen contado. Yo debo permanentemente librar ese combate; y considero que ese esfuerzo que a veces parece derribarme, como a cualquier otro hombre, es algo realmente aniquilador.

Pero justamente porque la lucha es tan violenta y en razón de la seriedad con que abordamos el tema, me ha sido dada esta revelación, y también el vehemente impulso de poner todo esto sobre el papel.

Cuál es la secuela de todo esto, y en qué puede traducirse: no lo sé en absoluto. Solo a veces tengo acceso a los misterios del futuro en el abismo.

Cuando el resplandor surge en el centro, uno ve a través de él, pero no puede aprehender, ni sujetar lo que ve; le sucede a uno como en una tormenta eléctrica, cuando el resplandor del fuego surge súbitamente y asimismo desaparece.

Así pasa en el alma cuando se abre una brecha en pleno combate. Entonces contempla a la Deidad como el resplandor del relámpago, pero la fuente y el despliegue de los pecados la cubre súbitamente de nuevo. Pues el viejo Adán pertenece a la tierra, y no, a la causa de a carne, a Dios.

En este combate he pasado pruebas terribles que han amargado mi corazón. Mi Sol a veces se ha eclipsado y a veces extinguido, pero siempre se alzó de nuevo. Y cuanto más a menudo se eclipsaba, más resplandeciente y claro se alzaba de nuevo.

No escribo esto en mi propia alabanza, sino para ilustrar al lector sobre la base de mi conocimiento, para que así no busque en mí lo que yo no puedo darle, o piense de mí lo que no soy.

Pero lo que yo soy, lo puede ser también cualquier hombre que luche en Jesucristo, nuestro Rey, por obtener la corona del eterno Gozo y vivir en la esperanza de la perfección.

Me maravilla que Dios pueda revelarse tan plenamente a un hombre tan simple y que además a ese precisamente le ordene escribirlo; sobre todo habiendo tantos hombres sabios, que lo harían mejor y más exactamente que yo, que soy tan poca cosa y un ser tan estúpido para el mundo.

Pero yo no puedo ni quiero oponerme a él, aunque a menudo me opuse a él, y si no fuera su impulso y voluntad el que yo lo hiciera, ya me habría retirado la tarea; pero lo único que obtuve con oponerme fue recoger mis piedras para el edificio.

Ahora he trepado tan alto que no me atrevo a mirar para atrás, pues temo al vértigo y ya no me resta más que un pequeño trecho para llegar a la meta que mi corazón aspira, anhela y desea alcanzar en plenitud. Mientras voy subiendo no siento el vértigo, pero cuando miro para atrás y entreveo la posibilidad de regresar, entonces me viene el mareo y el miedo de caer.

Por lo tanto he puesto mi confianza en el Dios fuerte y ya veremos qué sucede. No tengo sino un cuerpo, el cual es mortal y corruptible, gustosamente lo aventuraré en la empresa. Si la luz y el conocimiento de mi Dios permanecen conmigo, tengo suficiente para esa vida y la que le sigue.

Así no me enojaré con mi Dios, aunque en su nombre tuviese que soportar ignominia, vergüenza y reproches, que brotan, abotonan y florecen para mi cada día, de tal modo que me he hecho casi inmune a ellos; cantaré con el profeta David: Aunque mi cuerpo y mi alma desmayen, de todas maneras, oh, Dios, eres mi confianza y mi esperanza y también mi salvación y el consuelo de mi corazón.

 

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