Libro III, Capítulo XVILA AGONIA DE SALOMON

This page in English: ../book-3-chapter-16.htm

La fe es un poder de la juventud y la duda un síntoma de la decrepitud.

El joven que no cree en nada, se asemeja a un aborto que tuviese arrugas y cabellos blancos.

Cuando el espíritu enflaquece, cuando el corazón se apaga, se duda de la verdad y del amor. Cuando los ojos se perturban, se juzga que el sol no brilla más, se llega hasta dudar de la vida y se siente, de antemano, la aproximación de la muerte.

Ved los niños, ¡Qué irradiación en sus ojos, qué inmensa creencia en la luz, en la felicidad, en la infalibilidad de su madre en los dogmas de su ama!. ¡Qué mitología de invenciones!. ¡Qué alma atribuyen a los juguetes y muñecas!. ¡Qué paraísos en sus miradas!. ¡Oh, los ángeles bien amados!. Los ojos de los infantes son los espejos de Dios en la tierra. El joven cree en el amor, es la edad del cántico de los cánticos. El hombre maduro cree en las riquezas, en los triunfos y a veces hasta en la sabiduría. Salomón llegaba a la edad madura cuando escribió su libro de los proverbios.

Después, el hombre cesa de ser amable y proclama la vanidad del amor, se extenúa y no cree más que en los goces que dan las riquezas; los yerros y los abusos de la gloria y hasta los triunfos le disgustan. Su entusiasmo se extingue, su generosidad se gasta, se vuelve egoísta y desconfiado, y entonces duda de la ciencia y de la sabiduría. Es entonces cuando Salomón escribe su triste libro del Eclesiastés.

¿Qué resta entonces al bello joven que escribía: "Mi bien amada es única entre las bellas, el amor es más invencible que la muerte, y aquel que diese toda su fortuna y toda su vida por un poco de amor, aun lo tendría comprado por nada..."?. ¡Oh!, leed ahora esto en el Eclesiastés:

"Encontré un hombre entre mil y entre todas las mujeres, ninguna. Consideré todos los errores de los hombres y hallé que la mujer es más amarga que la muerte. Sus encantos son los lazos del cazador y sus lánguidos brazos son cadenas". ¡Salomón: envejeciste!.

Este príncipe había superado en magnificencia a todos los monarcas de Oriente; había construido el templo que era una maravilla del mundo y que debía, conforme con el sueño de los judíos, tornarse en un centro de la civilización asiática. Sus navíos se cruzaban con los de Hiram, rey de Tiro. Las riquezas de todos los pueblos afluían a Jerusalén. Pasaba por el más sabio de los hombres y era el más poderoso de los reyes. Había sido iniciado en la ciencia de los santuarios y la había resumido en una vasta enciclopedia. Era aliado, por muchos casamientos, a todas las potencias de Oriente. Se juzgó entonces señor absoluto del mundo y pensó que era tiempo de realizar la síntesis de todos los cultos. Quiso agrupar alrededor del centro inaccesible en que adoraban la abstracta unidad de Jehovah, las encarnaciones brillantes de la divinidad en los números y en las formas. Quería que la Judea no fuese más inaccesible a las artes y que estuviese permitido al cincel del escultor crear dioses.

El templo de Jehovah era único como el sol, y Salomón quiso completar su universo, dando a este sol una corte de planetas y satélites. Para ello, hizo construir templos en las montañas que rodeaban Jerusalén. Dios, manifestado en los fenómenos del tiempo, fue adorado bajo el nombre de Saturno o de Moloch.  (1). Salomón conservó todo el simbolismo de esta gran imagen y solamente suprimió los sacrificios de niños y otras víctimas humanas; inauguró alrededor del altar de Venus o de Astarté  (2) las fiestas de la belleza, de la juventud y del amor, esta triple sonrisa de Dios que anima y consuela la tierra.

Si hubiese tenido éxito, la gloria y el poder de Jerusalén habrían hecho abortar los de Roma y el cristianismo jamás habría aparecido. Salomón convertíase en el Mesías prometido a los hebreos. Pero el fanatismo rabínico se alarmó. Los viejos sabios que rodeaban al hijo de Bethsabé fueron juzgados de apostasía. Los jóvenes escribas y la turba amotinada de los levitas llegaron a engañar a la juventud de Roboán, hijo de Salomón, y el viejo rey comprendió un día, con terror, que su heredero no continuaría su obra. La duda entró en su corazón, y con ella, una profunda desesperación. Fue entonces que escribió: "Hice trabajos inmensos y voy a dejar todo a un heredero que será tal vez un insensato. Todo es vanidad debajo del sol y todo parece girar en un círculo fatal; el justo en este mundo no es más feliz que el impío, y es una presunción entregarse al estudio, porque aumentado su ciencia se aumentan los disgustos. El hombre muere como el animal y nadie sabe si el espíritu de los hombres alcanza lo alto o si el de los animales rueda para abajo. El hombre muy sabio cae en estupor y ninguno sabe si es digno de amor o de odio. Vivamos, pues en el presente y esperemos que Dios nos juzgue." Y pensando amargamente en su hijo dice: "Desdichada la nación cuyo príncipe apenas es un niño": Estas tristezas infinitas de una gran alma aislada en la cima del poder y que recuerdan las lamentaciones de Job y el clamor de Jesús en el Calvario: Eli, Eli, Lamma Sabachtani.

Salomón percibía que en lugar de haber creado la unidad del mundo con Jerusalén como centro, su propio reino iba a despedazarse violentamente. El pueblo se agitaba y quería reformas que de mucho tiempo se le habían prometido; el templo estaba terminado y los impuestos excepcionales, que tenían por objeto o por pretexto la construcción del templo, no habían sido disminuidos.

Un agitador, llamado Jeroboán, formaba un partido en las provincias. Roboán, convertido instrumento ciego de los pretendidos conservadores, lanzaba al fuego casi públicamente los libros filosóficos de su padre, los que no fueron encontrados después de la muerte de Salomón, y el viejo señor de los espíritus, abandonado por todos los que amaba, se asemejaba al rey Thule de la balada alemana que llora en silencio en su copa y bebe un vino mezclado con lágrimas. Es entonces que maldice la alegría, diciendo: ¿Por qué me engañaste?. Y escribe: "Es mejor ir a casa de las lágrimas que a casa de las risas". ¿Pero por qué?. No lo dice. Más tarde, una sabiduría mayor que la suya, venida para enjugar todas las lágrimas, debía exclamar: "Felices los que lloran, porque ellos reirán un día". Así es la risa y la felicidad que Jesús vino a prometer a los hombres. San Pablo, su apóstol, escribía a sus discípulos: "estad siempre en alegría", Semper gaudite.

El sabio llora cuando es feliz y sonríe con bravura cuando sufre. Los antiguos padres de la Iglesia combatían un octavo pecado mortal, que lo llamaban la tristeza.

Dicen que Salomón conocía la virtud secreta de las piedras y las propiedades de las plantas, pero hay un secreto que ignoraba, puesto que escribió el Eclesiastés. Desconocía el secreto de la felicidad y de la vida; ese secreto repele al abatimiento, eternizando la

felicidad y la esperanza: ¡EL SECRETO DE NO ENVEJECER!.

¿Existe un secreto semejante?. ¿Existen hombres que jamás envejecen?. ¿Es una realidad el elixir de Flamel?. ¿Y debemos creer, como dicen los amigos apasionados de las maravillas, que el célebre alquimista de la Calle de los Escritores eludió la muerte y que, bajo otro nombre, vive aún con su mujer Pernella en la rica soledad del nuevo mundo?.

No, no creemos en la inmortalidad del hombre en la tierra. Pero sí creemos y sabemos que el hombre puede preservarse de envejecer.

Se puede morir, cuando se vivió un siglo o casi un siglo; entonces es tiempo de que el alma abandone su vestido, que ya no está de moda; es tiempo no de morir, ya dijimos que no creemos en la muerte, más sí de aspirar a un segundo nacimiento y de comenzar vida nueva.

Hasta el momento del último suspiro se pueden conservar las alegrías ingenuas de la infancia, los éxtasis poéticos del joven, los entusiasmos de la edad madura. Hasta el fin, es posible embriagarse de flores, de belleza y de sonrisas, recobrar incesantemente lo que pasó y encontrar lo que se perdió. Se puede hallar una eternidad real en el bello sueño de la vida.

¿Qué es preciso hacer para ello?. Leed con atención y meditad, seriamente, en lo que os voy a decir:

Hay que olvidarse de sí mismo y vivir únicamente para los otros.

Cuando Jesús dijo: Si alguien quiere venir conmigo que renuncie a sí mismo, tome su cruz y me siga, no pretendió él que fuesen a enterrarse en un claustro o en un desierto; él, que siempre vivió entre los hombres, abrazando y bendiciendo a los niños, levantando a las mujeres caídas, de las que no despreciaba ni las caricias menos las lágrimas, comiendo y bebiendo con los parias del fariseísmo, y dando hasta ocasión de que dijeran: este hombre es un glotón y un bebedor de vino, amando tiernamente a San Juan y a la familia de Lázaro, soportando a San Pedro, curando a los dolientes y alimentando a las multitudes, cuyos recursos multiplicaba por los milagros de la caridad. ¿En qué se asemeja esta vida a la de un trapense o de un estilista como la del autor de un tratado célebre que preconiza el aislamiento y la concentración sólo en sí, y que tuvo la osadía de llamar Imitación de Cristo?.

Vivir en los otros, con los otros y para los otros, es el secreto de la caridad y el de la vida eterna. También es el secreto de la eterna juventud. Si no os volvéis semejantes a los niños, decía el Maestro, no entraréis en el reino de los cielos.

Amar es vivir en aquellos que se ama, es pensar sus pensamientos, adivinar sus deseos, participar de sus afectos; cuanto más ama la gente, más aumenta la propia vida. El hombre que ama ya no está solo y su existencia se multiplica, familia, patria, humanidad. Balbucea y salta con los infantes, se apasiona con la juventud, razona con la edad madura y extiende la mano a la vejez.

Salomón no amaba más cuando escribió el Eclesiastés y había caído en la ceguera del espíritu por la decrepitud del corazón. Su libro es la agonía de un espíritu sublime que va a apagarse por faltarle el alimento del amor. Es triste como el genio solidario de Chateaubriand, como las poesías del siglo XIX. Sin embargo, el siglo produjo, por ejemplo, a Víctor Hugo, prueba viva de lo que acabo de afirmar. Este hombre, egoísta al principio, fue viejo en su juventud, y después, cuando sus cabellos encanecieron, comprendió el amor y se rejuveneció. ¡Cómo adora Víctor Hugo a los niños!. ¡Cómo respira todas las savias y todas las divinas locuras de la juventud!. ¡Qué gran panteísmo de amor en sus últimas poesías!. ¡Cómo comprende la risa y las lágrimas!. Tiene la fe universal de Goethe y la inmensidad filosófica de Spinosa. Es Rabelais y Shakespeare. ¡Víctor Hugo: sois un gran mago sin saberlo y encontraste, como no lo logró el pobre Salomón, el arcano de la vida eterna!.

Notas del traductor

(1)  Moloch. Príncipe del país de las lágrimas, adorado por los moabitas y los ammonitas. Su estatua de bronce tenía los brazos abiertos para recibir las víctimas humanas, y según Mitol, sacrificábansele niños y el principio de la generación. Moloch, en su origen, es lo mismo que un rey soberano y significa lo mismo que Baal, Melcon, etc.

(2)  Astarté. Mitología. Diosa fenicia que traía su origen de la Siria Astoret, adorada en la Judea y Egipto. Donde más se destacó su culto fue en las islas de Chipre y Citerea. Se la honraba como diosa de la fecundidad.

top of page