Libro III, Capítulo XV EL GRAN ARCANO

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El Gran Arcano, el arcano indecible, el arcano peligroso, el arcano incomprensible, puede ser formulado definitivamente así:

Es la divinidad en el hombre.

Arcano indecible, porque desde que se quiere decirlo, su expresión es una mentira, y la más monstruosa de las mentiras.

De hecho, el hombre no es Dios. Con todo, la más osada, la más oscura y al mismo tiempo la más espléndida de las religiones nos dice, adoremos al hombre-Dios.

A Jesucristo, ella lo declara verdadero hombre, hombre completo, hombre finito, hombre mortal como nosotros y al mismo tiempo completamente Dios, y la teología lo proclama a la comunicación de los idiomas, lo que es, la adoración a la carne. La eternidad afirmaba cuando se trata de aquello que muere, la imposibilidad de aquello que sufre, la inmensidad del que se transfigura, lo finito tomando la virtualidad de lo infinito, en fin, el Dios-hombre que ofrece a todos los hombres hacerlos Dios.

La serpiente tenía dicho, Eritis sicus dii. Jesucristo, pisando la cabeza de la serpiente bajo el pie de su madre, osa decir: ¡Eritis not sicut, non sicut Deus, sed eritis Deus!.

Seréis Dios, porque Dios es mi Padre, y mi Padre y yo somos uno y quiero que vos y yo seamos uno: ut omnes unum sint sicut ego et pater unum sumus.

Envejecí y emblanquecí en los libros más desconocidos y más grandes del ocultismo; mis cabellos cayeron, mi barba creció como la de los sacerdotes del desierto; busqué y encontré la llave de los símbolos de Zoroastro; penetré en las criptas de Manés, sorprendí el secreto de Hermes, olvidando de robarme una punta del velo que esconde eternamente la gran obra; sé lo que es la Esfinge colosal que lentamente penetró en la arena contemplando las pirámides. Penetré en los enigmas de los brahamanes. Sé qué misterios enterraba consigo en la arena, durante doce años, Schimeon ben Jochai; las Clavículas perdidas de Salomón me aparecieron resplandecientes de luz y leí correctamente en los libros que el propio Mefistófeles no sabía traducir a Fausto. Pues bien, en ningún lugar, ni en la Persia, ni en la India, ni entre los palimpsestos (Pergaminos antiguos en los que se escribía por segunda vez borrando la escritura primitiva) del Antiguo Egipto, ni en los grimorios malditos sustraídos a las hogueras de la Edad Media, encontré un libro más profundo, más revelador, más luminoso en sus misterios, más maravilloso en sus revelaciones espléndidas, más cierto en sus profecías, más profundo escrutador de los abismos del hombre y de las tinieblas inmensas de Dios, mayor y más verdadero, más sencillo, más terrible y más dulce, que el Evangelio de Jesucristo.

¿Qué libro fue más leído, más admirado, más calumniado, más desfigurado, más glorificado, más atormentado y más ignorado que este?. Es como una miel en la boca de los sabios, como un veneno violento en las entrañas del mundo: la Revolución lo practica queriendo combatirlo: Proudhon, se retuerce para vomitarlo; es invencible como la verdad e insecuestrable como la mentira. Decir que Dios es un hombre, ¡Que blasfemia, Oh!. ¡Israel, y vosotros cristianos, qué locura!. Decir que el hombre puede hacerse Dios, ¡Que paradoja abominable!. ¡A la cruz el profanador del arcano, al fuego los iniciadores, Christianos ad Leonem!.

Los cristianos exterminarán los leones, y el mundo entero, conquistado por el martirio de las tinieblas del Gran Arcano, se halla a tientas, como Edipo, ante la solución del último problema, el del hombre-Dios.

El hombre-Dios es una verdad, exclamó entonces una voz, pero debe ser único en la tierra como en el cielo. El hombre-Dios, el infalible, el omnipotente, es el Papa; y por debajo de esta proclamación que fue escrita y repetida en todas las formas, podemos leer nombres entre los que figura Alejandro Borgia.

El hombre-Dios es el hombre libre, dice después la Reforma, cuyo grito que quisieran acallar en la boca de los protestantes terminó con el rugido de la Revolución. La gran palabra del enigma había sido pronunciada, pero se volvía un enigma aun más formidable. ¿Qué es la verdad?, habría dicho Pilatos, condenando a Jesucristo. ¿Qué es la libertad? dicen los Pilatos modernos, lavándose las manos en la sangre de las naciones.

Preguntad a los revolucionarios, desde Mirabeau hasta Garibaldi, lo que es la libertad y ellos nunca llegarán a entenderte.

Para Robespierre y Marat, es un hacha adaptada a un nivel; para Garibaldi, una camisa roja y un sable.

Para los ideólogos, es la declaración de los derechos del hombre, pero, ¿De qué hombre se trata?, el hombre de las galeras es suprimido porque la sociedad lo aprisiona.

¿Tiene derechos el hombre, simplemente porque es hombre, o sólo cuando es

justo?.

La libertad para las multitudes profanas es la afirmación absoluta del derecho, el derecho que parece traer siempre consigo el constreñimiento y la servidumbre.

Si la libertad es solamente el derecho de hacer el bien, ella se confunde con el deber y no se distingue de la virtud.

Todo lo que el mundo vio y experimentó hasta hoy no nos da la solución del problema establecido por la magia y por el evangelio: el Gran Arcano del hombre-Dios.

El hombre-Dios no tiene derechos ni deberes, tiene la ciencia, la voluntad y el

poder.

Es más que libre, es señor, no manda, hace hacer, no obedece, porque ninguno le puede ordenar alguna cosa. Lo que otros llamaban el deber, él lo denomina su placer, hace el bien porque lo quiere y no podría querer otra cosa, coopera libremente a toda justicia, y el sacrificio es para él el lujo de la vida moral y la magnificencia del corazón. Es implacable para el mal, porque no tiene odio al malvado. Considera como un beneficio el castigo reparador y no comprende la venganza.

Tal es el hombre que supo llegar al punto central del equilibrio, y podemos, sin blasfemar y sin hacer locuras, llamarlo hombre-Dios, porque su alma se identificó con el principio eterno de la verdad y la justicia.

La libertad del hombre perfecto es la propia ley divina; ella posa encima de todas las leyes humanas y de todas las obligaciones convencionales de los cultos. La ley es hecha para el hombre, decía Cristo, y no el hombre para la ley. El hijo del hombre es el señor del sábado; esto es, que la prescripción de observar el sábado bajo pena de muerte, impuesta por Moisés, sólo obliga al hombre en cuanto a éste puede serle útil, porque el hombre es, en definitiva, el soberano señor. Todo me es permitido decía San Pablo, mas todo no es conveniente, lo que quiere decir, que tenemos el derecho de hacer todo lo que no perjudica a nosotros ni a otros, y que nuestra libertad sólo es limitada por las advertencias de nuestras conciencias y de nuestra razón.

El hombre sabio nunca tiene escrúpulos, obra razonablemente y sólo hace lo que quiere; y es así como, en su esfera, todo lo puede y es impecable. Qui natus est ex Deo non peccat, dice S. Pablo, porque sus errores siendo involuntarios no le pueden ser imputados.

Es para llegar a esta soberana independencia que el alma debe adelantarse a través de las dificultades del progreso. Este es el verdadero y Gran Arcano del ocultismo, pues es así que se realiza la promesa misteriosa de la serpiente: "seréis como dioses conociendo el bien y el mal".

Así, la serpiente edénica se transfigura en la serpiente de bronce curadora de todas las heridas de la humanidad. El mismo Jesucristo fue comparado por los padres de la Iglesia a esta serpiente porque, dicen ellos, tomó la forma del pecado para mudar la abundancia de iniquidad en superabundancia de justicia.

Hablamos aquí sin rodeos y mostramos la verdad sin velos y, con todo, no tememos que se nos acuse en razón de ser un revelador temerario. Aquellos que no deban comprender estas páginas no las comprenderán, porque para los ojos muy débiles la verdad que mostramos forma un velo con su luz, y se oculta tras el brillo de su propio esplendor.

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