Libro III, Capítulo VIIEL PUNTO EQUILIBRANTE

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Todo poder mágico está en el punto central del equilibrio universal.

La sabiduría equilibrante consiste en estos cuatro mandatos: Saber la verdad; querer el bien; amar lo bello; hacer lo que es justo. Porque la verdad, el bien, lo bello y lo justo son inseparables, de tal modo, que aquél que sabe la verdad no puede dejar de querer el bien, amarlo porque es bello y hacerlo porque es justo.

El punto central en el orden intelectual y moral es el lazo de unión entre la ciencia y la fe. En la naturaleza y el hombre este punto central es el medio, en el cual se unen el alma y el cuerpo para identificar su acción.

En el orden físico, es la resultante de las fuerzas contrarias, compensadas las unas por las otras.

¡Penetrad este punto de unión, apoderaos de este medio, obrad sobre esta resultante!.

Et eritis sicut dii scientes bonum et malum.

El punto equilibrante de la vida y de la muerte, es el gran arcano de la inmortalidad.

El punto equilibrante del día y de la noche, es el gran resorte del movimiento de los mundos.

El punto equilibrante de la ciencia y de la fe, es el gran arcano de la filosofía.

El punto equilibrante entre el orden y la libertad, es el gran arcano de la política.

El punto equilibrante del hombre y de la mujer, es el gran arcano del amor.

El punto equilibrante de la voluntad y de la pasión, de la acción y de la reacción, es el gran arcano del poder.

El Gran Arcano de la Alta Magia, el arcano indecible, incomunicable, no es otro sino el punto equilibrante de lo relativo y lo absoluto. Es lo infinito de lo finito y lo finito de lo infinito.

Aquí, los que saben comprenderán, y los otros procurarán adivinar.

Qui autem divinabunt divini erut.

El punto equilibrante es la mónada esencial que constituye la divinidad en Dios, la libertad o la individualidad en el hombre y la armonía en la Naturaleza.

En dinámica, es el movimiento perpetuo; en geometría, es la cuadratura del círculo; en química, es la realización de la gran obra.

Llegado a este punto, el ángel vuela sin necesidad de alas, y el hombre puede lo que debe querer razonablemente.

Dijimos que se llega a él por la sabiduría equilibrante que se resume en cuatro verbos: Saber, querer, amar y practicar la verdad, el bien lo bello y lo justo.

Todo hombre es llamado a esta sabiduría porque Dios a todos dio una inteligencia para saber, una voluntad para querer, un corazón para amar y un poder para obrar.

El ejercicio de la inteligencia aplicada a la verdad conduce a la ciencia.

El ejercicio de la inteligencia aplicada al bien da el sentimiento de lo bello, que produce la fe.

Lo que es falso, deprava la sabiduría; lo que es malo, deprava el querer; lo que es feo, deprava el amor; lo que es injusto, anula y pervierte la acción. Lo que es verdad debe ser bello. Lo que es bello, debe ser verdad, y lo que es bueno es siempre justo.

El mal, lo falso, lo feo y lo injusto son incompatibles con la verdad.

Creo en la religión, porque es bella y porque enseña el bien. Hallo que es justo creer en ella, y no creo en el diablo, porque es feo y nos lleva al mal, enseñándonos la mentira.

Si me hablaran de un Dios que desvía nuestra inteligencia, que oprime nuestra razón y quiere torturar para siempre a sus mismas criaturas culpadas, hallaría que este ideal es feo, que esta ficción es mala, que este atormentador omnipotente es soberanamente injusto; y de ahí concluyo, rigurosamente, que todo esto es falso, que este pretendido Dios es hecho a imagen y semejanza del diablo, y que no quiero creer en él porque no creo en Satán.

Pero aquí me encuentro en aparente contradicción conmigo mismo. Lo que declaro ser injusticias, fealdades y, por consiguiente, falsedades, proviene de las enseñanzas de una Iglesia a la que hago profesión de admitir sus dogmas y respetar los símbolos.

Sí, sin duda; pero esto resulta de sus enseñanzas mal comprendidas, y es por eso que apelamos de la superficie de la sombra a la cima de la luz; de la letra al espíritu; de los teólogos a los concilios; de los comentadores a los textos sagrados, prontos, además, a sufrir una legítima condenación, si es que hubiésemos dicho lo que había que callar. Sea bien entendido que no escribimos para las profanas multitudes, sino para los sabios de una época posterior a la nuestra y para los pontífices del futuro.

Aquellos que fueren capaces de saber la verdad también osarán querer el bien; amarán entonces lo bello y no tomarán a los Veuillot como representantes de su ideal y de sus pensamientos. Desde que un papa así dispuesto se sienta con la fuerza de hacer únicamente lo que es justo, ya no tendrá que decir non possumus, porque todo lo que quisiere, será, convirtiéndose en el monarca legítimo, no sólo de Roma, sino también del mundo.

¿Qué importa que la barca de Pedro sea sacudida por la tempestad?. ¿No enseñó Jesucristo al príncipe de los apóstoles cómo se anda sobre las olas?. Si éste se sumerge, es porque tiene miedo, y si teme es porque dudó de su divino Maestro. La mano del Salvador se extenderá, lo tomará y conducirá a la playa. ¡Hombre de poca fe!. ¿Por qué dudaste?.

Para un verdadero creyente, ¿Puede la Iglesia quedar en peligro?. Lo que peligra no es el edificio, sino las construcciones híbridas de que la sobrecargara la ignorancia de los tiempos.

Un buen sacerdote nos contaba un día, que visitando un convento de Carmelitas, le mostraron un viejo manto que perteneciera, según decían, a la santa fundadora de la orden, y como él se admirara de hallarlo tan inmundo, la religiosa que lo enseñaba, exclamó: "¡es la suciedad de nuestra santa madre!". El sacerdote pensó, y nosotros pensamos con él, que habría sido más respetuoso lavar el manto. La inmundicia no puede ser una reliquia, pero parece que querían ir más lejos, y a este paso, de aquí a poco, en sus adoraciones estercolarias, nada tendrán que censurar los cristianos a los fetichistas del Gran Lama.

Lo que no es bello, no es el bien, lo que no es el bien, no es justo, lo que no es justo, no es verdad.

Cuando Voltaire, este amigo tan apasionado de la justicia, repetía su grito de alarma: "¡Aplastad al infame!", ¿Creéis vosotros que hablaba del Evangelio o de su adorable autor?. ¿Pretendía el atacar la religión de San Vicente de Pauls y de Fenelón?. Sin duda que no, pero estaba justamente indignado de las inepcias, de las enormes tonterías y persecuciones impías con que llenaban la Iglesia de su tiempo las querellas del Jansenismo y del Molinismo. La infame, tanto para él como para nosotros, era la impiedad, y la peor de todas las impiedades, la religión desfigurada.

Por eso, cuando hizo su obra, cuando la Revolución proclamó conforme al Evangelio y a pesar de las castas interesadas: la Libertad de conciencia, la Igualdad ante la Ley y la Fraternidad de los hombres, Chateaubriand mostró cuán bella era le religión ante el genio; y el mundo de Voltaire, corregido por la Revolución, se halló pronto a reconocer que la religión era verdadera.

La religión bella, es verdadera, y la religión deforme, es falsa. Es verdadera la religión del Cristo consolador, del buen pastor, que trae en los hombros la oveja extraviada, de la Virgen Inmaculada, enfermera y redentora de los pecadores; es verdadera la religión que adopta a los huérfanos, que abraza junto al cadalso a los condenados, que admite a la mesa de Dios al pobre como al rico, al siervo junto al señor, al hombre de color junto al blanco. Es verdadera la religión que ordena al sumo pontífice que sea el siervo de los siervos de Dios, y a los obispos, que laven los pies de los mendigos. Pero la religión de los mercaderes del santuario, la que fuerza al sucesor de Pedro a matar para comer, la religión amarga y baja de Veuillot, la religión de los enemigos de la ciencia y del progreso, ésta es horrible, porque se opone al bien y favorece a la injusticia. Y que no se nos diga que estas religiones opuestas son la misma; pues equivaldría a afirmar que la herrumbre es igual al hierro pulido, que las escorias son plata y oro, y que la lepra es idéntica a la carne humana.

La necesidad religiosa existe en el hombre: es un hecho incontestable que la ciencia está forzada a admitir; a esta necesidad corresponde un sentido íntimo y particular: el sentido de la eternidad y de lo infinito. Hay emociones que nunca se olvidan una vez sentidas: son las de la piedad.

El brahamán las siente, cuando se pierde en la contemplación de Iswara, el israelita se hincha de ellas, en presencia de Adonai, la ferviente religiosa católica derrama en lágrimas de amor a los pues de su crucifijo, y no puede decírseles que son ilusiones y mentiras; sonreirían de piedad y tendrían razón. Completamente llenos de los rayos del pensamiento eterno, ellos lo ven, y el pesar que sufrirían en presencia de los que niegan, sería el mismo de un clarividente ante un ciego que negase la existencia del sol.

Esta fe tiene, pues, su evidencia, y esta es una verdad que es indispensable saber; el hombre que no cree es incompleto, le falta el primero de todos los sentidos interiores. Para él, la moral será necesariamente limitada y reducida a muy poca cosa. La moral, bien puede ser independiente de ésta o de aquella fórmula dogmática; es independiente de las prescripciones de tal o cual sacerdote, pero no podría existir sin el sentimiento religioso, porque fuera de este sentimiento la dignidad humana se vuelve impugnable o arbitraria. Sin Dios y sin la inmortalidad del alma, ¿qué es el mejor de los hombres, el más amante, el más fiel? Es un can, que habla; y habrá muchos que hallarán la moral del lobo más independiente que la del can. Ved la fábula de la Fontaine.

La verdadera moral independiente es la del buen Samaritano que cura las heridas del judío, a pesar de los odios de religión entre Jerusalén y Samaria; es Abd-el-Kader exponiendo su vida para salvar a los cristianos de Damasco. ¡Oh venerable Pío IX, por qué os fue dado, santísimo Padre, exponer la vuestra para salvar las de Perusa, Castelfidardo y Mentana!!!...

Decía Jesucristo al hablar de los sacerdotes de su tiempo: "Haced lo dicen, mas no hagáis lo que hacen". Entonces los sacerdotes dijeron, que era preciso crucificar a Cristo ¡y lo crucificaron!. Los sacerdotes escandalosos en sus obras no podrán, por tanto, ser infalibles en sus palabras.

¿Acaso el propio Jesucristo no sanaba a los enfermos en día sábado, con gran escándalo de los fariseos y doctores?.

La verdadera moral independiente es la que se inspira en la religión independiente.

Luego la religión independiente debe ser la de los hombres: la otra es hecha para los niños.

En religión no podríamos tener un modelo más perfecto que Jesucristo. Jesús practicaba la religión de Moisés, pero no se esclavizaba de ella. Decía que la ley fue hecha para el hombre y no el hombre para la ley; era rechazado por la sinagoga y no dejaba de frecuentar el templo; oponía, en todas las cosas, el espíritu a la letra, y sólo recomendaba a sus discípulos la caridad. Murió absolviendo a un culpado arrepentido y recomendando su madre a su discípulo bien amado, y los sacerdotes sólo asistieron a su última hora para maldecirlo.

El punto equilibrante en religión, es la libertad de conciencia más absoluta y la obediencia voluntaria a la autoridad que regula la enseñanza pública, la disciplina y el culto.

En política, es el gobierno despótico de la ley, garantizando la libertad de todos en el orden jerárquico más perfecto.

En dinámica, es el medio de la balanza.

En Cábala, es el casamiento de los Elohim.

En Magia, es el punto central entre la resistencia y la acción, es el empleo simultáneo de od y del ob para la creación de aur.

En hermetismo, es la alianza indisoluble del Mercurio y del Azufre.

En todas las cosas, es la alianza de la verdad, del bien, de lo bello y de lo justo.

Es la proporción del ser y de la vida, es la eternidad en el tiempo y en la eternidad, es el poder generador del tiempo.

Es alguna cosa del todo y el todo de alguna cosa.

Es el idealismo del hombre que encuentra el realismo de Dios.

Es la relación entre el comienzo y el fin, indicando el Omega del Alfa y el Alfa del Omega.

Es, en fin, lo que los grandes iniciados designan con el nombre misteriosos de AZOTH.  (1) .

notas del traductor

(1) Azoth. El principio creador de la naturaleza; el panacea universal o prana. Representa la luz astral en su aspecto de vehículo de la esencia universal de la vida. Palabra formada de la primera letra de los alfabetos latino, griego y hebreo: A (a, alpha o Aleph), y de las últimas letras de los mismos alfabetos: Z (ze) del latino, O (omega) del griego y Th (Tau) del hebreo.

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