Libro III, Capítulo XEL MAGNETISMO DEL MAL

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Un espíritu único llena la inmensidad. Es el de Dios, que nada limita o divide, aquel que está eternamente en todas partes sin estar contenido en parte alguna.

Los espíritus creados no pueden vivir sino en envoltorios proporcionales a su medio, que realizan su acción limitándola e impidiéndoles ser absorbidos en el infinito.

Echad una gota de agua dulce en el mar y ella se perderá, a menos que no sea preservada por un envoltorio impermeable.

No existen, pues, espíritus sin envoltorio y sin forma; estas formas son relativas al medio en que viven, y en nuestra atmósfera, por ejemplo, no pueden existir otros espíritus que los de los hombres, con los cuerpos que vemos, y de los animales, cuyo destino y naturaleza aún ignoramos.

¿Tienen alma los astros?. Y la tierra que habitamos, ¿Tendrá una conciencia y un pensamiento propios?. Nosotros lo ignoramos; pero no podemos afirmar que están en error los que quieran suponerlo.

Explicando así ciertos fenómenos excepcionales, por manifestaciones espontáneas del alma de la tierra, y cómo muchas veces fue notado determinado antagonismo en estas manifestaciones, puede concluirse, que el alma de la tierra es múltiple y que se revela por cuatro fuerzas elementales, que podemos resumir en dos y que se equilibran en tres: lo que es una de las soluciones del gran Enigma de la Esfinge.

Según los hierofantes antiguos, la materia no es más que el substratum de los espíritus creados: Dios no la creó inmediatamente. De Dios emanan las potencias, los Elohim,  (1) que constituyen el cielo y la tierra y, según su doctrina, era así como debía de pronunciarse la primera frase del Génesis: Bereschit,  (2) la cabeza o el primer principio; Bara , creó Elohim , las potencias, aet-haschamain v'aet-ha-aretz , que son los que hacen (subentendido) el cielo y la tierra. Confesamos que esta traducción nos parece más lógica que la que daría un verbo Bara empleado en el singular al nominativo plural Elohim.

Estos Elohim o potencias serían las grandes almas de los mundos, siendo sus formas la sustancia específica en sus virtudes elementales. Dios, para crear un mundo, habría ligado juntamente cuatro genios, que debatiéndose producirían primero el caos, pero que forzados a descansar después de la lucha habrían establecido la armonía de los elementos; de este modo la tierra prendió el fuego y se hinchó para escapar de la invasión de las aguas. El aire salió de las cavernas y envolvió la tierra y el agua, mas el fuego lucha siempre contra la tierra y la corroe; el agua a su vez, invade la tierra y sube en nubes al cielo; el aire se excita, y para repeler las nubes, forma corrientes y tempestades. La gran ley del equilibrio, que es la voluntad de Dios, impide que los combates destruyan los mundos antes del tiempo marcado para sus transfiguraciones.

Los mundos, como los Elohim, están ligados conjuntamente por cadenas magnéticas que su rotación procura romper. Los soles son rivales de los soles y los planetas se ejercitan contra los planetas, oponiendo a las cadenas de atracción una energía igual de repulsión, para defenderse de la absorción y conservar cada uno su existencia.

Estas fuerzas colosales, en ocasiones tomaron una forma y se presentaron bajo la apariencia de gigantes: son los Egrégoros del libro de Enoch, criaturas terribles, para quienes somos lo que para nosotros los infusorios o los insectos microscópicos que pululan en nuestros dientes y en nuestra epidermis. Los Egrégoros nos pisan sin piedad porque ignoran nuestra existencia: son excesivamente grandes para vernos y muy limitados para adivinarnos.

Así se explican las convulsiones planetarias que devoran poblaciones. Sabemos muy bien que Dios no salva a la inocente mosca de que un cruel estúpido pilluelo le arranque las patas y las alas, y que la Providencia no interviene a favor del hormiguero, cuyas galerías destruye el caminante con sus pies.

Porque los órganos de un ácaro escapan al análisis del hombre, éste juzga tener el derecho de suponer que, delante de la naturaleza eterna, su existencia es mucho más preciosa que la del parásito del queso. Camoens tenía, probablemente más genio que el egrégoro Adamastor; pero por estar coronado de nubes y tener los huracanes por manto, ¿Podría el gigante Adamastor adivinar las poesías de Camoens?. (3).

La ostra nos parece apetitosa, suponemos que carece de conciencia de sí misma, que por consiguiente no sufre, y sin el menor sentimiento la devoramos. Echamos completamente vivos en la olla hirviente al cangrejo, al camarón y la langosta nada más que, porque cocidos de ese modo, hallamos su carne más fina y más sabrosa.

¿Por qué dura ley así abandona Dios el flaco al fuerte, el pequeño al grande, sin que el ogro tenga alguna idea de las torturas que hace sufrir al débil ser que devora?.

¿Y quién nos asegura que alguien tomará nuestra defensa contra los entes más fuertes y tan ávidos como nosotros?. Los astros accionan y reaccionan los unos sobre los otros, su equilibrio lo determinan lazos de amor y esfuerzos de odio. A veces la resistencia de una estrella se rompe y ella es atraída para un sol que la devora; otras, una de ellas, siente expirar su fuerza de atracción y es lanzada fuera de su órbita por el girar de los universos. Astros amantes se aproximan y dan a luz nuevas estrellas. El espacio infinito es la gran ciudad de los soles; ellos forman consejos entre sí y se dirigen recíprocamente telegramas de luz. Hay estrellas que son hermanas, otras hay que son rivales. Las almas de los astros, presas por la necesidad de su carrera regular, pueden ejercer su libertad divergiendo sus efluvios. Cuando la tierra es mala, torna a los hombres furiosos y desencadena flagelos en su superficie; envía entonces, a los planetas que no ama, un magnetismo envenenado y ellos se vengan enviándole la guerra. Venus derrama sobre ella el veneno de las costumbres depravadas; Júpiter excita a los reyes unos contra otros; Mercurio desencadena contra los hombres las serpientes del caduceo, la Luna los enloquece y Saturno los lleva a la desesperación. Estos amores y estas cóleras de las estrellas son la base de toda la astrología, ciencia por hoy tan desdeñada. ¿No probé recientemente el análisis espectral de Buncen, que cada astro tiene su imantación determinada por una base metálica especial y particular, y que hay en el cielo escalas de atracción como gamas de colores? Pueden, pues, existir también, y ciertamente existen entre los globos celestes, influencias magnéticas que obedecen tal vez a la voluntad de estos globos, si los suponemos dotados de inteligencia o dominados por los genios a que los antiguos llamaban los vigilantes del cielo o Egrégoros.  (4).

El estudio de la naturaleza nos hace hallar contradicciones que espantan. En todas partes encontramos pruebas de una inteligencia infinita, pero muchas veces tenemos que reconocer también la existencia y la acción de las fuerzas perfectamente ciegas. Los flagelos son perturbaciones que no podemos atribuir al principio del orden eterno. Las epidemias, las inundaciones, las hambrunas, no son órdenes de Dios. Atribuidos al demonio, esto es, a un ángel condenado, cuyas malas obras El permite, significaría suponer un Dios hipócrita que se oculta detrás de un gerente responsable y viciado para hacer el mal. ¿De dónde vienen entonces estos desórdenes?. Del error de las causas segundas. Y si las causas segundas son capaces de error, es porque son inteligentes y autónomas; y he aquí la completa doctrina de los Egrégoros.

Según esta doctrina, los astros no cuidarían de los parásitos que germinan en su epidermis, sino solamente de sus odios y sus amores. Nuestro sol, cuyas manchas son un comienzo de resfriamiento, es arrastrado, lenta pero fatalmente, hacia la constelación de Hércules. Un día le faltará luz y calor, porque los astros envejecen y deben morir como nosotros. Entonces, no tendrá la fuerza de repeler a los planetas que irán con ímpetu a romperse contra él, y será éste el fin de nuestro universo. Mas un nuevo universo se formará con los restos. Una nueva creación saldrá del caos y reneceremos, en una especie nueva, capaces de luchar con más ventaja contra la estúpida grandeza de los Egrégoros, y así será, hasta que el gran Adán sea reconstituido. Este espíritu de los espíritus, esta forma de las formas, este gigante colectivo que resume la creación entera, este Adán, que conforme los Cabalistas esconde el sol detrás del calcañar, oculta las estrellas en las espigas de su barba y cuando quiere andar, toco con un pie el Oriente y con el otro el Occidente.

Los Egrégoros son los Enacim de la Biblia, o mejor, según el libro de Enoch, sus padres. Son los Titanes de la Fábula y se encuentran en todas las tradiciones religiosas.

Son ellos los que, en sus luchas, lanzan los aerolitos al espacio, viajan a caballo en los cometas y hacen llover estrellas candentes y bólidos inflamados. El aire se vuelve malsano, las aguas se corrompen, la tierra tiembla y los volcanes estallan furiosamente cuando están excitados y abatidos. En ocasiones, y durante las noches de estío, los habitantes sencillos de los valles del Sur ven, con terror, la forma colosal de un hombre inmóvil en la altiplanicie de las montañas, que sentado, lava sus pies en algún lago solitario; las sencillas gentes pasan haciendo la señal de la cruz y creen haber visto a Satanás, cuando apenas vieron la sombra pensativa de un Egrégoro.

Estos Egrégoros, si tuviésemos que admitir su existencia, serían los agentes plásticos de Dios, las ruedas vivas de la máquina creadora, multiformes, como Proteo, pero siempre sujetos a su materia elemental. Sabrían secretos que la inmensidad nos roba, pero ignorarían cosas que nosotros conocemos. Las evocaciones de la magia antigua se dirigen a ellos, y los nombres pomposos que les daban en Persia y en Caldea, se conservan en los antiguos grimorios.

Los árabes, poéticos conservadores de las tradiciones primitivas de Oriente, creen aún en estos gigantes genios. Los hay blancos y negros, los negros son malos y se llaman Afritas. Mahoma conservó estos genios he hizo de ellos ángeles tan grandes, que el viento de sus alas balancea los mundos en el espacio. Confieso que no gustamos de esta multitud de entes intermediarios que nos ocultan a Dios y parecen volverlo inútil. Si la cadena de los espíritus aumenta siempre sus anillos elevando a Dios, no vemos razón para que se detenga, porque avanzará siempre, sin jamás poder tocarlo. Tenemos billones de dioses que vencer o dominar, sin llegar nunca a la libertad o a la paz. y es por eso que rechazamos, definitiva y absolutamente, la mitología de los Egrégoros.

Aquí respiramos quedamente y enjugamos la frente, como un hombre que despierta después de un penoso sueño. Contemplamos el cielo lleno de astros, pero vacío de fantasmas y con indecible alivio al corazón repetimos a plena voz estas primeras palabras del símbolo de Nicea: Credo in unum Deum.

Mientras cae acompañado por los Egrégoros y los Afritas, Satán brilla un momento en el cielo y desaparece como un relámpago. Videbam Satanam sicut fulgures (o fulgur) de coelo cadentem.

Los gigantes de la Biblia fueron sepultados por el diluvio. Los Titanes de la Fábula, sepultados bajo las montañas que habían amontonado. Júpiter no es más que una estrella, y toda la fantasmagoría gigantesca del antiguo mundo sólo es una sonora carcajada que, en Rabelais, se llama Gargantúa.

El propio Dios no quiere que lo representen en forma de un monstruoso panteo. Es el padre de las proporciones y de la armonía y repele las monstruosidades. Sus jeroglíficos favoritos son las blancas y mansas figuras del cordero y de la paloma. ¡Qué adorable es el símbolo católico y cuántos abominables sacerdotes lo desconocen!.

Imaginad la paloma del espíritu de amor posándose sobre la humareda graciosa de los autos-de-fe y a la virgen madre mirando quemar las judías. Ver caer desgraciados jóvenes bajo las balas de los zuavos del Niño Jesús y del fuego de los cañones colocados alrededor del tesoro de las indulgencias. Más ¡quién puede sondear los secretos de la Providencia!. Tal vez por esta aberración del poder militar todos los disidentes son absueltos y el pecado del pastor vuélvese la inocencia del mundo.

Además ¿No es el Papa un santo padre que cree que cumple su deber con toda la sinceridad de su corazón?. ¿Quién es, pues, el culpable?. El culpable es el espíritu de contradicción, el espíritu del error y la mentira, que fue homicida desde el comienzo, es el tentador, el diablo, el magnetismo del mal.

El magnetismo del mal es la corriente fatal de los hábitos perversos, es la síntesis híbrida de todos los insectos voraces y astutos que el hombre sustrae de los animales peores, y es en este sentido filosófico que el simbolismo de la Edad Media personificó al demonio.

Tiene cuernos de macho cabrío o de toro, ojos de mochuelo, nariz con extremidades de buitre, garganta de tigre, alas de murciélago, garras de arpía y vientre de hipopótamo. ¡Qué figura para un ángel!, aunque sea caído, y cuán lejos están del soberbio rey de los infiernos soñado por el genio de Milon!.

Pero es cierto que el Satán de Milton no representa otra cosa que el genio revolucionario de los ingleses bajo un Cromwell, y el verdadero diablo, es el de las catedrales y de las leyendas.

Es ágil como el mono, insinuante como el reptil, astuto como la zorra, alegre como el gato, cobarde como el lobo o el chacal.

Rastrero y adulador como un esbirro, ingrato como un rey y vengativo como un mal padre, inconsciente y pérfido como una mujer galante.

Es un Proteo que toma todas las formas, excepto las del cordero y paloma, dicen los viejos grimorios. Tan pronto es un pajecillo bellaco que lleva cola del vestido de una gran dama, como un teólogo vestido de armiño o un caballero barbado de hierro. El consejero del mal penetra en todas partes, se esconde hasta en el seno de las rosas. A veces, bajo la capa del chantre o del obispo, pasea su cauda mal disimulada por las lozas de una iglesia, se prende a los cordones de la disciplina de las monjas y se achata entre las páginas de los breviarios. Gime en la bolsa vacía del pobre, y por el agujero de la cerradura de los cofres llama en voz baja a los ladrones. Su carácter esencial e inextinguible es ser siempre ridículo, porque, en el orden moral, es la bestia y será siempre la estulticia.

Su hábito, dicen los hechiceros, es pedir siempre alguna cosa; se contenta con un andrajo, con un zapato viejo, o con un pedazo de paja. ¿Quién no comprende aquí la alegoría?. ¿Conceder al mal la menor cosa no es hacer pacto con él?. ¿Llamarlo, sea sólo por curiosidad, no es entregarle nuestra alma?. Toda esta mitología diabólica legendaria está llena de filosofía y de razón. El orgullo, la avaricia, la envidia, no son por sí mismas personajes; pero muchas veces se personifican en los hombres y aquellos que llegan a ver al diablo no es sino que ven su propia fealdad.

El diablo jamás fue bello; no es un ángel caído, está condenado desde su nacimiento, el mismo Dios jamás le perdonará porque para Dios no existe. Existe como nuestros errores, es el vicio, es el miedo, es la violencia, es la demencia y la mentira, es la fiebre del hospital de los limbos en que enflaquecen las almas dolientes. Nunca entró en las regiones serenas del cielo y no podría, por consiguiente, haber caído de ellas.

Arredra, pues, el dualismo impío de los Manes, arredra este competidor de Dios, fulminado y siempre poderoso, que le disputa el mundo. Atemoriza esta creación seductora de los hijos de su señor, que forzó al propio Dios a sufrir la muerte para rescatar a los hombres que el ángel rebelde había hecho sus esclavos, y al cual Dios abandona, a pesar de todo, la mayoría de aquellos que quiso redimir por un sacrificio tan inconcebible. ¡Abajo el último y más monstruoso de todos los egrégoros!. ¡Gloria y triunfo eterno sólo a Dios!.

Con todo, ¡honra eterna al dogma sublime de la Redención!. ¡Respeto a todas las tradiciones de la Iglesia Universal!. ¡Viva el simbolismo antiguo!. ¡Pero Dios nos guarde de materializarlo, tomando entidades metafísicas por personajes reales y alegorías por historia verdadera!.

Los niños gustan de creer en los ogros y en las hadas, y las multitudes tienen necesidad de la mentira. Lo sé; apelo al testimonio de las amas y los sacerdotes. Mas yo escribo un libro de filosofía oculta que no debe ser leído ni por los niños ni por las personas débiles de espíritu.

Personas hay para quienes el mundo resultaría vacío si no lo imaginaran poblado de quimeras.

La inmensidad del cielo les fastidiaría sin su correspondiente multitud de duendes y demonios. Estos niños grandes nos recuerdan la fábula del buen Lafontaine, en la que juzgaba ver un mastodonte en la luna, cuando estaba viendo un ratoncillo escondido entre los vidrios de la luneta. Todos llevamos consigo nuestro tentador o nuestro diablo, que nace de nuestro temperamento o de nuestros humores. Para unos, es un pavo que hace la rueda; para otros, es un mono que arrisca los dientes. Es el lado animal de nuestra humanidad, es la repulsión tenebrosa de nuestra alma, es la ferocidad de los instintos animales exagerada por la vacuidad de nuestros pensamientos estrechos y falsos, es el amor de la mentira en los espíritus que, por debilidad o indiferencia, desesperan de la verdad.

Los posesos del demonio son tan numerosos que componen el mundo, como decía el Cristo, y por eso repetía a sus apóstoles: "El mundo os hará morir". El diablo mata a los que se resisten, por tanto, consagrar la existencia a la victoria de la verdad u la justicia, es hacer el sacrificio de la vida. En la ciudad de los malos el que reina es el vicio y el interés del vicio el que gobierna. El justo está condenado de antemano, no hay necesidad de juzgarlo; pero la vida eterna pertenece a los hombres de corazón que saben sufrir y morir. Jesús, que pasaba haciendo el bien, sabía que caminaba para la muerte y decía a sus amigos: "He aquí que vamos a Jerusalén, donde el hijo del hombre debe ser entregado al último suplicio. Hago oferta de mi vida; ninguno me la toma; yo la pongo para adquirirla. Si alguien quiere imitarme, que acepte de antemano la cruz de los malhechores y que siga mis huellas. Todos vosotros que ahora me veis, no me veréis jamás". Luego ¿Quiere matarse? decían los judíos que no oían hablar así. Mas, dejarse ultimar por los otros no es matarse a sí mismo.

Los héroes de las Termópilas bien sabían que todos morirían ahí, desde el primero hasta el último, y su glorioso combate no fue ciertamente un suicidio.

El sacrificio de sí mismo nunca es un suicidio; y Curcio, si su historia no fuera fabulosa, no sería un suicida. ¿Régulo cometía un suicidio volviéndose a Cartago?. ¿Se suicidaba Sócrates, cuando rehusaba evadirse de la prisión después de su sentencia de muerte?. Catón, prefiriendo rasgar su vientre a sufrir la locura del César, es un republicano sublime. El soldado herido que caído en el campo de batalla y no teniendo más arma que su bayoneta, cuando le dicen: entrega las armas, hunde la bayoneta en su corazón, diciendo: "Ven a tomarlas", no es un suicida, es un héroe fiel a su juramento de vencer o morir. El Señor Beaurepaire, haciendo saltar sus sesos antes que firmar una capitulación vergonzosa, no se suicida: ¡se sacrifica a la honra!.

Cuando la gente no tiene pacto con el mal, no debe temerlo, y cuando no teme al mal o debe temer a la muerte: ella sólo tiene imperio funesto sobre el mal. La muerte negra, la muerte espantosa, la muerte llena de angustia y de terror es hija del demonio. Ellos juraron morir conjuntamente, pero como son mentirosos se dan recíprocamente por eternos.

Decíamos, hace poco, que el diablo es ridículo, y en nuestra Historia de la Magia, declaramos que no nos hace reír; y en efecto, ninguno se ríe de las ridiculeces groseras, pues cuando se tiene amor al bien, no se puede reír del mal.

El vehículo fluido, astral, representado en todas las mitologías por la serpiente, es el tentador natural de Chava o de la forma material; esta serpiente era inocente del pecado de Adán y Eva, como todos los seres. El diablo nació de la primera desobediencia y se transformó en esa cabeza de serpiente que el pie de la mujer debe aplastar.

La serpiente, símbolo del gran agente fluídico, puede ser un signo sagrado cuando representa el magnetismo del bien, como la serpiente de bronce de Moisés. Hay dos serpientes en el caduceo de Hermes.

El fluido magnético está sometido a la voluntad de los espíritus, que pueden atraerlo o proyectarlo con fuerzas diferentes, conforme a su grado de exaltación o de equilibrio.

Lo llamamos el lucero o Lucifer, porque es el agente distribuidor y especializador de la luz astral.

Lo llamamos también ángel de las tinieblas, porque es el mensajero de los pensamientos oscuros como de los pensamientos luminosos, y los hebreos, que lo llaman Samael, dicen que es doble, y que hay un Samael blanco y un Samael negro, el Samael israelita y el Samael incircunciso.

La alegoría aquí es evidente. Ciertamente creemos, como los cristianos, en la inmortalidad del alma; como todos los pueblos civilizados, creemos en penas y sufrimientos proporcionales a nuestras obras. Creemos que los espíritus pueden ser desgraciados y atormentados en la otra vida; admitimos, pues, la existencia posible de los réprobos.

Creemos que las cadenas de simpatía no se rompen sino que, por el contrario, se vuelven más estrechas con la muerte. Pero esto sólo existe entre los justos. Los malos sólo pueden comunicarse entre sí por efluvios de odio.

El magnetismo del mal puede, por tanto, recibir impresiones de ultratumba, pero solamente por las aspiraciones perversas de los vivos, no teniendo los muertos el poder ni la voluntad de hacer el mal. Bajo la mano de la justicia de Dios nadie peca más, expía.

Lo que negamos es la existencia de un poderoso genio, de una especie de Dios negro, de un monarca sombrío, que tiene el poder de hacer el mal después que Dios lo ha reprobado. El rey Satán es para nosotros una ficción impía, a pesar de toda la poesía y la grandeza que ella puede presentar en el poema de Milton. El más culpable de los espíritus caídos debe haber descendido más abajo que los otros, y más que ellos estar sometido a la justicia de Dios. Las galeras tienen, sin duda, sus reyes que aun ejercen cierta influencia en el mundo criminal, pero esto resulta de la insuficiencia de los medios de vigilancia o de represión empleados por la justicia humana, más a la justicia de Dios nadie engaña.

En el libro apócrifo de Enoch leemos que los egrégoros negros se encarnaron para seducir a las hijas de la tierra y dieron nacimiento a los gigantes. Los verdaderos egrégoros, esto es, los vigilantes de la noche, en los cuales nos agrada creer, son los astros del cielo con sus ojos siempre brillantes. Son los ángeles que gobiernan las estrellas y que pastorean a las almas que las habitan. También nos gusta pensar que cada pueblo tiene si ángel protector o su genio, que puede ser el de uno de los planetas de nuestro sistema. Y así, conforme a las poéticas tradiciones de la Cábala, Mikael, el ángel del Sol, es el del pueblo de Dios. Gabriel, el ángel de la Luna, protege a los pueblos de Oriente que tienen la creciente como escudo. Marte y Venus gobiernan conjuntamente a Francia. Mercurio, es el genio de Holanda e Inglaterra. Saturno, el genio de Rusia. Todo esto es posible, aunque dudoso, y puede servir a las hipótesis de la astrología o a las ficciones de la epopeya.

El reino de Dios es un gobierno admirable en el que todo subsiste por jerarquía y en el que la anarquía se destruye por sí misma. Si existen en su imperio prisiones para los espíritus culpados, sólo Dios es el señor, y sin duda que las hace dirigir por ángeles severos y buenos. En ellas no sería permitido a los condenados torturarse mutuamente. ¿Será Dios menos sabio y menos bueno que los hombres?. ¿Qué dirían de un príncipe de la tierra que colocara un bandido de la peor especie como director de sus prisiones, permitiéndole, muchas veces, salir a continuar sus crímenes y a dar a las personas de bien terribles ejemplos y perniciosos consejos?.

notas del traductor

(1) Elohim. Literalmente Elohim significa El, los Dioses, el Ser de los seres, aquel que creó el cielo y la tierra, o mejor dicho la colectividad de las Divinas Potencias, la esencia del cielo y de la tierra. Elohim es también dioses secundarios, irradiando del Dios

Central, o pensamientos creadores, ordenadores y conservadores de los mundos. Los Elohim irradian de la Trinidad o Tríada, del mismo modo que los colores irradian del prisma triangular que descompone el espectro solar. Los Elohim son las primeras emanaciones de la conciencia suprema. Palabra hebrea.

(2)  Bereschit. "En el principio", la primera palabra que Moisés escribió en el Génesis. En Cábala, se escribe BRAShITh y dividiéndola en dos, se obtiene: BRA, creó, y ShITh, seis, esto es, las seis fuerzas fundamentales que presiden la obra misteriosa de los seis días del Génesis. Las seis letras de que se compone corresponden al signo del Macrocosmo, que es el hexagrama o doble triángulo (estrella de Salomón). La formación del Macrocosmo (universo) se divide en seis fases a las que se da el nombre simbólico de "días". El número 6 es relativo a la creación porque se forma por la adición de los números que componen la Trinidad: 1 + 2 + 3 = 6. La primera Trinidad, simbolizada por el triángulo con la punta hacia arriba, es eterna y existe por sí misma; la segunda, es el reflejo de la primera, por lo que se simboliza por el triángulo invertido. BRA, igual a creó, tiene el valor Cabalístico de 5 (2 + 200 +1 = 203 = 2 + 3 = 5), número que corresponde a la letra He del alfabeto hebreo, símbolo de la vida absoluta. El valor numérico total de los valores de la palabra BRAShITh, es: 2 + 200 + 1 + 300 + 10 + 400 = 913, que se reduce a 9 + 1 + 3 = 13, correspondiente a la letra Mem, la que representa el principio femenino; las "aguas" de la materia prima sobre las que "flotaba el espíritu de Dios". (Para los valores numéricos de las letras hebreas y su significado véase "ElPoder Oculto de los Números", publicado por Editorial Cultura).

(3)  Camoens, Luis A. Poeta portugués, autor de "Os Lusiadas", obra maestra de la literatura portuguesa. El Genio Adamastor figura entre algunas de las tramas literarias de Camoens.

(4)  Egrégoros. Forma astral generada por una colectividad. Al respecto de las cadenas invisibles y de la formación del ser colectivo a que el ocultismo llama Egrégoro, dice G. Phaneg: "Los pensamientos, la voluntad, el deseo, son fuerzas tan reales y tal vez mayores que la dinamita o la electricidad. Bajo su influencia, la materia astral, que es tan plástica, se hace compacta y toma forma. El hecho está probado por innumerables experiencias. Por consiguiente, si algunas personas se reúnen en un local, emitiendo vibraciones fuertes e idénticas, pensamientos de la misma naturaleza, un ser verdadero ganará vida y quedará animado de una fuerza, buena o mala, según el género de pensamientos emitidos. Al principio débil e incapaz de actividad, presto a disolverse si fuere abandonado ahí mismo, este ser colectivo se va definiendo a medida que las reuniones aumentan; su forma se vuelve cada vez más nítida y va adquiriendo posibilidad de acción mayor. ¡Calcúlese que terrible fuerza o ha de tener un ser así al cabo de 2000 años, como por ejemplo por el empleo de una gran religión! ¡Qué poder no tendrá para auxiliar o castigar a sus adeptos! Así se comprenderá que si un hechicero está solo y la persona maleficiada forma parte de una cadena o corriente cualquiera (religión, asociación mística, etc.), que tenga un Egrégoro poderoso en el invisible, el hechicero pierde su tiempo y su trabajo. En el caso contrario, si la víctima está aislada y el maleficiante afiliado a una asociación oculta, la víctima está casi perdida, salvo circunstancias imprevistas.

Disponiendo el Egrégoro de la energía y del saber acumulado de las personas que lo forman, , será más fuerte e inteligente que cualquiera de los miembros en particular; él los vigila y dirige, corrigiéndolos y castigándolos, cuando traten de desviarse de las líneas comunes". La palabra proviene del griego egregoros, "vigilante".

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