Libro III, Capítulo II LOS PODERES DE LOS SACERDOTES

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Para que el sacerdote sea poderoso es necesario que sepa o que crea. La conciliación de la ciencia con la fe pertenece al gran hierofante.

Si el clérigo sabe sin creer, puede ser un hombre de bien o un hombre indigno. Su fuere hombre de bien, explota la fe de los otros en provecho de la razón y de la justicia. Si es hombre indigno, explota la fe en provecho de su codicia, pero entonces ya no es el padre, sino el más vil de los malhechores.

Si cree sin saber, es un necio respetable, pero peligroso, que los hombres de ciencia deben vigilar y dominar.

El sacerdocio y la realeza, en el cristianismo, son apenas delegaciones. Todos nosotros somos sacerdotes y reyes; pero como las funciones sacerdotales y reales suponen la acción de uno solo sobre una multitud, confiamos nuestros poderes en el orden temporal a un rey, y a un padre (sacerdote), en el orden espiritual.

El rey cristiano es un sacerdote como todos nosotros, pero que no ejerce el sacerdocio.

El sacerdote cristiano igualmente es un rey, pero no debe ejercer la realeza.

El sacerdote debe dirigir al rey y éste proteger al sacerdote.

El sacerdote tiene las llaves y el rey lleva la espada.

El padre o sacerdote del cristianismo primitivo era San Pedro y el rey era San Pablo.

El rey y el sacerdote reciben sus poderes del pueblo, que fue consagrado rey y sacerdote por la santa unción del bautismo, aplicación de la sangre divina de Jesucristo.

Toda sociedad está salvaguardada por el equilibrio de estos dos poderes.

Que mañana no haya más papas y después de mañana no habrá más reyes, ni habrá ninguno para reinar, sea en el orden temporal, sea en el orden espiritual, porque nadie obedecerá; no habrá más sociedad y los hombres se matarán unos a otros.

El papa es el sacerdote y el sacerdote es el papa, pues uno es representante del otro. La autoridad del papa viene de los sacerdotes y de éstos vuelve al papa. Sobre ellos sólo hay Dios. Tal es, al menos, la creencia de los clérigos.

Por tanto, para aquellos que tienen confianza en él, el sacerdote dispone de un ser divino. Y osaré decir, que su poder parece ser más que divino, porque ordena al propio Dios que venga y Dios viene. ¡Hace aún más, crea a Dios por la palabra! Por un prestigio atribuido a su persona, despoja a los hombres de su orgullo y a las mujeres de su pudor. Las fuerza a venir a contarle las torpezas por las que los hombres combaten, si alguien desconfiase de ellas, y cuyos nombres ni las mujeres mismas querrían oír a no ser en el confesionario. Pero ahí están en regla con las pequeñas infamias, que ellas las dicen en voz baja, y el padre las perdona o les impone una penitencia: algunos rezos o pequeña mortificación a practicar, y ellas se van consoladas. ¡Será entonces muy grato comprar la paz del corazón al precio de un poco de sujeción!.

Puesto que la religión es la medicina de los espíritus, ciertamente impone sujeciones, como el médico prescribe remedios y somete a sus dolientes a un régimen. Nadie puede establecer razonablemente la utilidad de las medicinas, y los médicos no deben pretender forzar a las personas sanas a tratarse de purgarse.

Sería un espectáculo alegre ver al presidente de la Academia de Medicina lanzar encíclicas contra aquellos que viven sin ruibarbo y proscribir de la sociedad a los que con la sobriedad el ejercicio se dispensan de recurrir al médico. Y de alegre pasaría a ser trágica la situación, además de ridícula, si el gobierno, apoyando las pretensiones del decano, dejase a los refractarios solamente a elección entre la jeringa de purgar y el fusil de Matamoscas. La libertad del régimen es tan inviolable como la libertad de conciencia.

Me diréis tal vez, que no se consulta a los locos antes de administrarles duchas. De acuerdo; pero tened cuidado, esto se volvería contra vosotros. Los locos están en oposición con la razón común. Tienen creencias excepcionales y extravagancias que quieren imponer y que los vuelven furiosos. No hagáis pensar que sería preciso responder con duchas obligatorias a los defensores del Syllabus.

El poder del clérigo es totalmente moral y no podría imponerse por la fuerza. Pero por otro lado, y por una justa compensación, la fuerza no puede destruirlo. Si matáis a un padre hacéis un mártir. Hacer un mártir es sentar la primera piedra de un altar, y todo altar produce seminarios de padres. Derribad su altar, y con sus piedras dispersas construirán otros veinte que no lograréis derribar. La religión no fue inventada por los hombres, ella es fatal, esto es, providencial; se produjo por sí misma, para satisfacer las necesidades de los hombres, y es así como Dios lo quiso y reveló.

El vulgo cree en ella porque no la comprende y le parece tan absurda que lo subyuga y le agrada; y yo creo en ella porque la comprendo y encuentro absurdo no creer en ella.

Soy yo, nada temáis, dice el Cristo, andando sobre las olas en medio de la tempestad.

Señor, si sois vos, dice San Pedro, ordenad que yo vaya a vuestro encuentro, andando también sobre las ondas.

¡Ven!. Responde el Salvador, y Pedro anduvo sobre el mar. Inmediatamente el viento se levanta furioso, las olas se balancean con fuerza y el hombre tiene miedo; está por hundirse, y Jesús, reteniéndolo y levantándolo de la mano, le dice: "Hombre de poca fe, ¿Por qué dudaste?".

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