Libro III, Capítulo VIIILOS PUNTOS EXTREMOS

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La fuerza de los imanes está en sus dos polos extremos, y su punto equilibrante es la mitad de los mismos.

La acción de un polo, es equilibrada por la del contrario, tal como sucede con el movimiento del péndulo: el desvío a la izquierda del punto central corresponde a igual desvío hacia la derecha.

Esta ley del equilibrio físico es también la del equilibrio moral: las fuerzas están en las extremidades y convergen en el punto central. Entre los extremos y el medio sólo encontramos la fragilidad.

Los débiles y los tibios son aquellos que se dejan llevar por el movimiento de los otros, y que son incapaces de movimiento propio.

Los extremos se asemejan y se tocan por la ley de analogía de los contrarios.

Constituyen el poder de la lucha porque no podrían confundirse.

Si, por ejemplo, vienen a mezclarse lo frío y lo caliente, dejan de ser caliente y frío respectivamente, dando por resultado la tibieza.

- ¿Qué puedo hacer yo por ti?. - Pregunta Alejandro a Diógenes. - Quitarte del sol -responde el cínico. Entonces exclama el conquistador: - Si no fuese Alejandro, querría ser Diógenes. He aquí dos orgullos que se comprenden y que se tocan, aunque colocados en dos extremidades de la escala social.

¿Por qué fue Jesús a buscar a la Samaritana, cuando había tantas mujeres de bien en la Judea?.

¿Por qué recibe las caricias y las lágrimas de la Magdalena, que era una pecadora pública?. ¿Por qué?. El mismo lo dice: porque ella amó mucho. ¿No reserva su preferencia para las personas de mala fama, como los publicanos y los hijos pródigos?. Oyéndolo hablar, se comprende que una sola lágrima de Caín es para El más preciosa que toda la sangre de Abel.

Los santos decían, con razón, que se consideraban iguales a los más temibles malvados. Los perversos y los santos son iguales, en el sentido en que lo son los platos opuestos de una misma balanza. Unos a otros se apoyan en los puntos extremos, y hay tanta distancia entre un malvado y un sabio como entre un sabio y un malvado.

Son exageraciones de la vida que, combatiéndose mutuamente sin cesar, producen el movimiento equilibrado de la existencia. Si el antagonismo cesase en la manifestación de las fuerzas, todo quedaría suspendido en el equilibrio inmóvil, lo que equivaldría a la muerte universal. Si todos los hombres fuesen sabios; dejarían de existir los ricos y pobres, siervos y señores, reyes y vasallos; la sociedad desaparecería. Este mudo es una casa de locos, en la que los sabios son los enfermeros; pero un hospital está hecho, sobre todo, para los enfermos. Es una escuela de preparación para la vida eterna; y lo que primero necesita una escuela es alumnos. La sabiduría es el fin por alcanzar, es el premio puesto en concurso. Dios la da a quien la merece, ninguno la trae al nacer. El poder equilibrante está en el punto central; sin embargo, el poder motor se manifiesta siempre en las extremidades. Son los locos quienes comienzan las revoluciones y los sabios los que las terminan.

En las revoluciones políticas, decía Danton, el poder pertenece siempre al más perverso. En las revoluciones religiosas, son los más fanáticos los que, necesariamente, arrastran a los demás.

Los grandes santos y los grandes malvados son, igualmente, poderosos magnetizadores, de voluntades exaltadas por actos contra la naturaleza. Marat fascinaba a la Convención, donde todos le odiaban y le obedecían maldiciéndolo. Mandrin saqueaba las ciudades en pleno día y nadie osaba perseguirlo. ¡Lo juzgaban mágico!..., estaban persuadidos de que llevándolo a la horca haría lo que Polichinela, y ahorcaría en su lugar al verdugo; y probablemente que lo habría hecho, si no hubiese mermado su prestigio en una aventura amorosa, dejándose prender como otro Sansón a los pies de una Dalila.

El amor de las mujeres es la victoria de la naturaleza. Es la gloria de los sabios, aunque para los salteadores y los santos es el más pernicioso de los escollos.

Los salteadores sólo deben apasionarse por la guillotina, a la que Lacenaire llamaba su bella novia, y los santos, sólo deben besar las cabezas de los difuntos.

Los perversos y los santos son hombres igualmente exagerados y enemigos de la naturaleza. Por esto los confunde muchas veces la leyenda popular, atribuyendo a los santos actos de monstruosa crueldad y a los bandidos célebres, actos de filantropía.

San Simón Stillita fue visitado por su madre en su columna; quería abrazarlo antes de morir. El faquir cristiano no sólo no desciende, sino que esconde el rostro para no verla. La pobre mujer extingue su vida en lágrimas, llamando a su hijo, y el indiferente santo la deja morir. Si nos contaran tal cosa de Cartouche o de Schinderhannes hallaríamos que, intencionalmente, sobrecargaban el cuadro de sus crímenes. Verdad es que Cartouche y Schinderhannes, no eran santos sino simples bandidos.

¡Oh, tontería, necedad, estulticia humana!.

Los desórdenes en el orden moral producen desórdenes en el orden físico, y es a eso que el vulgo llama milagros. Es preciso ser Balaam para oír hablar una jumenta; la imaginación de los tontos alimenta los prodigios. Cuando un hombre bebe en exceso, cree que los otros titubean y que la naturaleza se desvía para dejarlo pasar.

Por tanto, vosotros que buscáis lo extraordinario, vosotros que queréis hacer prodigios, sed extravagantes. La sabiduría nunca es notable porque siempre está en orden, en calma, en armonía y paz.

Todos los vicios tienen sus inmortales que, a fuerza de excesos, ilustran su infamia. El orgullo de Alejandro, si no fuere Diógenes o Eróstrato; la ira de Aquiles; la envidia de Caín o Tharsis; la lujuria de Mesalina; la gula Vitelio; la pereza Sardanápalo; la avaricia del rey Midas. Oponed a estos héroes ridículos otros héroes y, por medios contrarios, obtendréis igual resultado. San Francisco, el Diógenes cristiano que, a fuerza de humildad, se hace pasar por igual que Jesucristo; S. Gregorio VII, que con sus transportes desconcierta a Europa y compromete al papado; San Bernardo, el lívido perseguidor de Abelardo cuya gloria eclipsaba la suya; San Antonio, cuya imaginación impura superaba las orgías de Tiberio y de Trimalción; los hambrientos del desierto, siempre entregados a los sueños ávidos de Tántalo; y lo mismo estos pobres monjes, tan ávidos de dinero. Los extremos se tocan, como se ha dicho, y lo que no es sabiduría no puede ser virtud. Los puntos extremos son los focos de la locura y, a pesar de los sueños del ascetismo y de los olores de la santidad, la locura, finalmente, trabaja siempre para el vicio.

Voluntarias o involuntarias, las evocaciones son crímenes. Los hombres que el magnetismo del mal atormenta, y a los cuales aparece bajo formas visibles, traen consigo el castigo de sus ultrajes a la naturaleza. Una religiosa histérica no es menos impura que una mujer depravada, una vive en un túmulo y otra en un lupanar; y, generalmente, la mujer del túmulo trae en el corazón un lupanar, y la mujer del lupanar esconde en su pecho un sepulcro.

Cuando el infeliz Urbano Grandier, expiado cruelmente el error de sus votos temerarios, maldecido como presunto hechicero y despreciado como sacerdote libertino, caminaba a la muerte con la resignación de un sabio y la paciencia de un mártir, las piadosas monjas Ursulinas de Loudon, retorciéndose como bacantes y colocando el crucifijo entre los pies, se abandonaban a las demostraciones más sacrílegas y obscenas. ¡Atormentábase a estas inocentes víctimas! Y Grandier, sujeto a la picota en que las llamas lo devoraban lentamente, sin que una queja saliese de su boca, era considerado como un verdugo.

Cosa increíble, eran las religiosas las que representaban al principio del mal, lo verificaban, lo encarnaban en sí mismas; ellas blasfemaban, injuriaban, acusaban y, sin embargo, ¡era al objeto de su pasión sacrílega a quien se enviaba a la muerte!. Ellas y sus exorcistas habían evocado a todo el infierno, pero Grandier, que ni siquiera podía hacerlos callar, era condenado como hechicero y como señor de los demonios.

El célebre cura de Ars, el sabio señor de Vianney, era, en el decir de sus biógrafos, perseguido por el demonio, que vivía con él en una especie de familiaridad. El buen cura era hechicero sin saberlo; hacía invocaciones involuntarias. ¿Pero cómo? Un coloquio que le atribuyen lo va a explicar: "¡Conozco alguien que quedaría bien engañado, si no existiesen recompensas eternas!". ¿Cómo?. ¿Entonces él habría cesado de hacer el bien si no tuviese esperanza de recompensa?. ¿Se quejaba de la naturaleza en el fondo de su conciencia? ¿Se sentía injusto para con ella?.

¿No trae la vida de un verdadero sabio su recompensa en sí misma?. ¿Para él no comienza en esta tierra la eternidad feliz?. ¿La verdadera sabiduría es entonces un escarnio?. Bravo, hombre, si eso dijiste, es que sientes exageración en vuestro celo. Que vuestro corazón deplora honestos gozos perdidos. Que la madre Naturaleza se quejaba de ti como de un hijo ingrato. ¡Felices los corazones a los que la naturaleza nada reprueba!. ¡Felices los ojos que saben hallar la belleza en todas partes!. ¡Felices las manos que saben derramar en todo lugar beneficios y caricias!. ¡Felices los hombres que debiendo escoger entre dos vinos prefieren el mejor, pero se sienten más dichosos de ofrecerlo a otro que de beberlo!. ¡Felices los rostros graciosos cuyos labios están siempre llenos de sonrisas y de besos!. Estos nunca serán escarnecidos, porque después de la esperanza de amar lo que de mejor hay en el mundo perdura el recuerdo de haber amado; y sólo esto: el recuerdo que constituye una felicidad, merece llamarse inmortal.

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