Introducción: La Ley Espiritual en el Mundo Natural

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"No hay religión más alta que la verdad."

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La ciencia más alta

Cualquiera que sea la falsa interpretación que la ignorancia antigua o moderna haya dado a la palabra "Magia", su único y verdadero significado es: Ciencia Superior o Sabiduría fundada en conocimientos y experiencias prácticas. Si dudáis de la Magia y deseáis una demostración práctica de ella, abrid los ojos y mirad en torno vuestro. Ved el mundo, los animales y las plantas, y preguntaos si todo ello podría existir sin el poder mágico de la naturaleza. El poder mágico no es un poder sobrenatural, si por "sobrenatural" se entiende un poder exterior o más allá de la naturaleza. Afirmar la existencia de semejante poder es absurdo y superstición contrarios a la experiencia: porque es evidente que todo organismo vegetal y animal crece por intususcepción, es decir, por la acción de fuerzas internas que se dirigen hacia el exterior, y no por yuxtaposición, es decir, por externas agregaciones a su substancia.

Una semilla no se convierte en árbol, ni un niño en hombre, por recibir de algún artífice exterior la substancia que acrece su organismo o como una casa que se edifica piedra sobre piedra, sino que los seres vivientes crecen por la acción de una fuerza que obra desde un centro interno de la forma. A este centro se dirigen las influencias procedentes del receptáculo universal de materia y movimiento de donde irradian de nuevo hacia la periferia y efectúan la labor constructora del organismo viviente.

Pero ¿qué otra cosa ha de ser ese poder sino un poder espiritual, puesto que penetra en el mismo centro de las cosas materiales? Actúa con arreglo a la ley y construye los organismos de conformidad con una ordenación establecida, por lo que ha de ser superior a una fuerza ciegamente mecánica.

No puede ser una fuerza meramente mecánica, porque sabemos que una fuerza mecánica deja de obrar tan poco como cesa el impulso que la origina. No puede ser una fuerza química, porque la acción química cesa después de afectada la combinación de las substancias. Ha de ser, por lo tanto, una fuerza viva, y como la vida no puede dimanar de una fuerza muerta, ha de ser la fuerza de la Vida una, que obra en los centros vitales de cada forma.

La naturaleza es un mago, y es mago toda planta, animal y hombre que inconsciente e instintivamente usa de sus fuerzas para construir su propio organismo; o de otro modo, todo ser viviente es un organismo en el que actúa el poder mágico de la vida; y si un hombre pudiera adquirir los conocimientos necesarios para dirigir este poder de vida y supiera emplearlos conscientemente en lugar de someterse inconscientemente a su influencia, sería mago, capaz de gobernar las operaciones de la vida en su propio organismo.

Ahora bien; ¿es posible que un hombre adquiera el poder de gobernar las operaciones de la vida? La respuesta depende del significado que se dé a la palabra "hombre". Si significa el animal intelectual, según lo vemos diariamente pasar por la calle, diríamos que no, porque la mayoría de los hombres de nuestra generación, incluso las grandes lumbreras científicas, no saben nada absolutamente de su naturaleza íntima ni del universal poder de la Vida una; y muchos de ellos ni siquiera han formado su entendimiento, crean o no en la existencia del alma, pues como no pueden verla ni sentirla objetivamente, no saben qué hacer de ella.

Pero si por "hombre" entendemos aquel principio inteligente y activo en el interior del organismo del hombre, que constituye un ser humano y por cuya acción se distingue y es superior a los brutos, tengan forma humana o forma animal, entonces diremos que sí, porque el divino poder que actúa en el interior del organismo del hombre es idéntico al que actúa en lo íntimo de la naturaleza. Es un poder interno del hombre, peculiar de la verdadera naturaleza humana; por lo que cuando el hombre conoce los poderes propios de su esencial constitución y sabe cómo emplearlos, pasa del estado pasivo al activo y utiliza por sí mismo sus poderes.

Por absurdo que parezca, es no obstante lógica consecuencia de las fundamentales verdades relativas a la constitución humana, que si un hombre dominara el universal poder de vida, operante en su interior, podría prolongar cuanto quisiera la vida de su organismo; si lo gobernara y conociera las leyes de su naturaleza, podría densificarlo o sutilizarlo, concentrarlo en un reducido espacio o dilatarlo de modo que ocupara gran extensión. En efecto, la verdad es más rara que la ficción, como podemos comprobar con sobreponernos a los estrechos conceptos y prejuicios que hemos heredado y adquirido por educación y percepción de los sentidos.

Continuamente ocurren en la naturaleza los más raros fenómenos sin que apenas llamen la atención; pero no nos parecen raros, aunque no los comprendamos, porque estamos acostumbrados a verlos todos los días. ¿Quién sería bastante insensato para creer que de una semilla nace un árbol (pues no hay tal árbol en la semilla) si la experiencia no le hubiese enseñado que los árboles nacen de las semillas a pesar de todo argumento en contrario? ¿Quien creería que una flor nace de una planta, si no lo hubiese visto, puesto que la observación y el raciocinio demuestran que el tallo no contiene flor alguna? Sin embargo, las flores nacen de la planta sin que nadie pueda negarlo.

Por doquier se manifiesta en la naturaleza la acción de una ley espiritual, aunque no podamos descubrirla. Por doquier vemos la manifestación de la sabiduría; pero quienes en su propio cerebro busquen el origen de la sabiduría, lo buscarán en vano.

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El arte de la magia

La magia es el arte de emplear los agentes invisibles, llamados espirituales, en la obtención de determinados resultados visibles. Estos agentes no son precisamente entidades invisibles que planean por el espacio dispuestas a acudir a la evocación de cualquiera que haya aprendido fórmulas y ceremonias de encantamiento, sino que principalmente consisten en el invisible y no obstante poderoso influjo de la voluntad y la emoción, de los deseos y pasiones, del pensamiento y la imaginación, del amor y del odio, del temor y la esperanza, de la fe y la duda, etc. Son las potencias del alma que por doquier empleamos todos cada día, consciente o inconscientemente, queriendo o sin querer. Pero los que no pueden resistir o subyugar tal influjo, sino que por él están dominados, son pasivos instrumentos o médiums por cuyo conducto obran las potencias invisibles de las que suelen ser involuntarios esclavos, mientras que quienes las dominan y por lo tanto saben dirigirlas son, en proporción a su capacidad de dominio, verdaderos magos, poderosos y activos, que pueden emplear su poder en el bien o en el mal. Por lo tanto, vemos que, excepto los irresponsables, todo el que tiene potencia de voluntad y la ejercita es mago activo; mago blanco si emplea su potencia en el bien, y mago negro si en el mal.

Hay en Oriente, y no tanto en Occidente, quienes obran prodigios de los comúnmente llamados mágicos; pero de ello no se infiere que éstos sean magos conscientes, pues tan sólo demuestra la índole mágica del poder que por su conducto actúa, y bien cabe que el supuesto mago sea mero instrumento de las inteligentes potestades que operan aquellos prodigios, sin que él sepa siquiera quienes son.

En rigor no podemos decir que tenemos vida, porque la vida no nos pertenece ni nos es posible regularla o monopolizarla. Lo único que sin arrogancia ni presunción podemos decir es que somos instrumentos por cuyo medio la única Vida universal se manifiesta en forma de ser humano. Todos somos médiums por cuyo conducto actúa la única vida universal. Sólo seremos nuestros propios dueños, cuando conozcamos nuestro verdadero ser y dominemos el principio vital que nos anima. Se engaña quien cree que tiene algún poder de por sí, pues todos los poderes se los presta la naturaleza, o mejor dicho, aquel eterno y espiritual poder que actúa en el centro de la naturaleza y que los hombres han llamado Dios, porque en él ven la fuente de todo bien, la única Realidad en el universo y en todos los seres del universo.

Nadie negará que, además de sus poderes físicos, está temporalmente dotado el hombre de energías mentales y aún espirituales. Amamos, respetamos u obedecemos a una persona, no por la superioridad de su fuerza corporal, sino por sus cualidades intelectuales y morales, o mientras nos hallamos bajo el hechizo de alguna supuesta o real autoridad que le atribuimos. Un rey o un obispo no tienen de por sí más fuerza física que su paje o limosnero y deben hacerse respetar antes de hacerse obedecer. El capitán puede ser el hombre más endeble de toda la compañía, y sin embargo, le obedecen los soldados. Amamos la belleza, la armonía y la sublimidad, no porque sean materialmente útiles, sino porque satisfacen a su respectivo sentido íntimo, que no pertenece al plano físico. La civilización va ganando terreno más bien por virtud de influencias morales e intelectuales que por la fuerza de las bayonetas, y mucha verdad es que en nuestra época la pluma es más poderosa que la espada.

¿Qué sería del mundo sin el mágico poder del amor, de la belleza y de la armonía? ¿Qué sería un mundo construido con arreglo al patrón trazado por la ciencia moderna? Un mundo en que no se reconociese el universal poder de la verdad, no podría ser otra cosa que un mundo de maniáticos, henchido de alucinaciones. En semejante mundo no serían posibles la poesía ni la música, la justicia degeneraría en conveniencia, la honradez equivaldría a imbecilidad, la veracidad a locura y el yo sería el único dios digno de veneración.

Puede definirse la magia como la ciencia que trata de los poderes mentales y morales del hombre y le enseña la posibilidad de regular los suyos y los ajenos. Para estudiar los poderes del hombre, es necesario saber qué es el hombre y su relación con el universo. Si debidamente lo investigamos hallaremos que los elementos componentes del hombre son en esencia los mismos que constituyen el universo, es decir, que el universo es el Macrocosmos y el hombre su fiel reproducción o Microcosmos.

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Microcosmos y Macrocosmos

Paracelsus

Paracelsus
(1493-1541)

Uno mismo son el hombre microcósmico y la naturaleza macrocósmica, pues ¿cómo sería posible que el Macrocosmos contuviese algo no contenido en el Microcosmos, o que el hombre tuviese en su organismo algo que no pudiera hallarse en el gran organismo de la naturaleza? Si el hombre es hijo de la naturaleza, ¿puede haber algo en su constitución que no proceda de su eterna madre? Si la organización del hombre contuviese algo extraño a la naturaleza sería un monstruo que la naturaleza rechazaría. Todo cuanto está en la naturaleza ha de estar en el organismo del hombre, ya en germen, ya desarrollado, latente o activo, y puede percibirlo quien a sí mismo se conozca.

Hemos nacido en un mundo en que nos rodean objetos físicos; pero hay en nuestro interior un mundo subjetivo capaz de recibir y retener las impresiones del mundo exterior. Cada cual es de por sí un mundo relacionado con el espacio distintamente de los demás. Cada cual tiene sus luminosos días y sus tenebrosas noches no regulados por los días y las noches de los demás; tiene cada cual sus nubes y sus borrascas y formas y contornos de él peculiares.

Las enseñanzas científicas nos incitan a descubrir la verdadera naturaleza de estos mundos y las leyes que los gobiernan; pero las ciencias físicas tratan únicamente de las formas, que cambian de continuo, y tan sólo dan una parcial solución de los problemas del mundo objetivo, dejándonos casi del todo a obscuras respecto al mundo subjetivo. La ciencia moderna clasifica fenómenos y describe hechos; pero describir el cómo, no es lo mismo que explicar el por qué de un hecho. Descubrir las causas que de por sí son efectos de la desconocida Causa primordial, equivale a la substitución de una dificultad por otra. La ciencia describe algunas propiedades de las cosas y desconoce la causa eficiente de estas propiedades y seguirá desconociéndola hasta que su poder de percepción penetre lo invisible.

Aparte de la observación científica hay otro medio de conocer el aspecto misterioso de la naturaleza. Los instructores religiosos del mundo aseguran que han sondeado las profundidades a donde los científicos no pueden llegar. Muchos suponen que estos instructores recibieron su doctrina por revelación divina o angélica procedente de un supremo, infinito, omnipotente aunque personal y por lo tanto limitado Ser, cuya existencia no se demostró jamás. Aunque haya dudas sobre la existencia de este Ser, hubo en todos los países hombres que se aterrorizaron por supuestos mandatos y estuvieron dispuestos a degollar al prójimo a una orden suya y entregaron voluntariamente hacienda, honra y vida a los pies de quienes miraban como mensajeros o confidentes de un dios. Los hombres quisieron ser miserables o infelices en esta vida con la esperanza de recibir recompensa después de la muerte. Algunos emplean su vida en la anticipación de los goces de otra que no saben si existe o no existe y otros mueren por temor de perder lo que no poseen. Miles de hombres se ocupan en enseñar a los demás lo que ni ellos mismos saben y a pesar de los numerosísimos sistemas religiosos hay relativamente muy poca religión en la tierra.

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Religión

La palabra religión deriva de la latina religare que significa ligar o relacionar. En recto sentido la religión es la ciencia que examina el enlace existente entre el hombre y la Causa que lo creó, o sea la ciencia que trata de las relaciones entre el hombre y Dios, porque el verdadero significado de la palabra Dios es Suprema Causa Primera, y la Naturaleza es efecto de su manifestación. Por lo tanto, la verdadera religión es una ciencia muy superior a la fundada en las percepciones sensorias; pero no ha de estar en discrepancia con la verdadera ciencia, porque en último término la verdadera religión y la verdadera ciencia son uno y lo mismo, y por lo tanto, igualmente verdaderas.

La religión que se nutre de ilusiones y la ciencia ilusoria son igualmente falsas, y cuanto con mayor obstinación se aferran a sus ilusiones, tanto más perniciosos son sus efectos.

Conviene distinguir entre religión y religionismo, entre ciencia y cienticismo, entre ciencia mística y misticismo.

El aspecto superior de la religión es prácticamente la unión del hombre con la suprema Causa primera, de que originariamente emanó la esencia humana.

En su aspecto secundario, la religión enseña teóricamente las relaciones entre la Causa primera y el hombre, o sea entre el Macrocosmos y el Microcosmos.

En su aspecto inferior se llama religionismo y consiste en la adulación de formas muertas, el culto de los fetiches, el estéril empeño de obtener el favor de alguna imaginaria divinidad y persuadir a Dios para que mude de pensamiento y nos conceda gracias incompatibles con la justicia.

La ciencia, en su aspecto superior, es el conocimiento real de las leyes fundamentales de la Naturaleza, y por lo tanto, es una ciencia espiritual basada en el conocimiento del espíritu humano.

En su aspecto inferior, es la ciencia del conocimiento de los fenómenos exteriores y de las secundarias o superficiales causas que los producen y que el moderno cienticismo toma por la Causa final.

En su ínfimo aspecto de cienticismo es un sistema de observación y clasificación de las apariencias exteriores, cuyas causas ignoramos por completo.

El religionismo y el cienticismo están sujetos a continuas mudanzas, pues como engendrados por la ilusión, mueren cuando la ilusión se desvanece. La verdadera ciencia y la verdadera religión son idénticas, y cuando están realizadas prácticamente forman, con la verdad en ellas contenida, la triangular pirámide cuya base se apoya en la tierra y cuya cúspide penetra en el reino de los cielos.

La ciencia mística en su verdadero significado es el conocimiento espiritual, o sea el anímico conocimiento de las cosas suprasensibles y espirituales que perciben las espirituales potencias del alma latentes en todos los hombres, aunque muy pocos las hayan desarrollado lo suficiente para utilizarlas.

El misticismo pertenece a las sutiles especulaciones del cerebro. Es ir en pos de la ilusión, el anhelo de escudriñar los divinos misterios que la mente interior no puede comprender; la apetencia de satisfacer la curiosidad respecto de lo que un ser animal no debe conocer. Es el reino de las quimeras, de los sueños, el paraíso de los videntes de fantasmas y de los delirios espiritistas de todo linaje.

Pero ¿qué son la verdadera religión y la verdadera ciencia? Indudablemente hay una definida relación entre el hombre y la causa eficiente de la existencia humana; y por lo tanto, la verdadera religión o la verdadera ciencia será la que enseñe los verdaderos términos de esta relación. Si echamos una ojeada a los diversos sistemas religiosos del mundo, veremos que se contradicen unos a otros; advertiremos un cúmulo de absurdos y supersticiones con tal o cual granito de verdad. Ponderamos las doctrinas éticas y morales de nuestro favorito sistema religioso y metemos sus escorias teológicas en nuestro zurrón, sin recordar que la moral de casi todas las religiones es esencialmente la misma y que las escorias que las envuelven no son la verdadera religión.

Es evidentemente absurdo creer que un sistema sea verdadero, a menos que contenga la verdad; pero también es evidente que una cosa no puede ser verdadera y falsa al mismo tiempo, porque la verdad sólo es una y jamás varía aunque nosotros variemos y varíe con ello nuestro aspecto de la verdad. Los diversos sistemas religiosos del mundo no pueden ser productos artificiales, sino que naturalmente resultan de la evolución espiritual del hombre en este mundo, y tan sólo difieren en cuanto difirieron las condiciones de las épocas de su respectiva aparición, mientras que sus dogmas se elaboraron artificialmente con hechos entresacados de la observación externa. Quien no esté obcecado por el prejuicio reconocerá intuitivamente que todas las religiones del mundo tienen algo de verdad; y como sólo puede haber una verdad fundamental, resulta que todas las religiones son ramas del mismo árbol aunque difieran las formas en que se manifiesta la verdad. El sol es siempre el mismo por más que su luz no sea igualmente intensa en todos los puntos de la tierra. En un lugar da crecimiento a las palmeras y en otro a los hongos; pero únicamente hay un sol en nuestro sistema. El procedimiento seguido en el mundo físico es análogo al del mundo espiritual, porque sólo hay una Naturaleza y una Ley.

Cuando alguien disputa sobre religión, da pruebas de que no posee el verdadero conocimiento, porque la verdadera religión es la práctica de la verdad. La única religión verdadera es la religión del Amor universal; y este amor es el reconocimiento de la divinidad de nuestro ser. El Amor es un elemento de la divina Sabiduría y por lo tanto no es posible la sabiduría sin el amor. Cada especie de aves cantan en el bosque con diferente tono; pero a todas les mueve a cantar el mismo impulso y ninguna se pelea con las demás porque le parezca mejor su canto. Además, las disputas religiosas, con sus consiguientes animosidades, son de lo más inútil del mundo, pues nadie puede disipar las tinieblas a garrotazos, sino que el único medio de disiparlas es encender una luz. De la propia suerte, el único medio de disipar la ignorancia espiritual es dejar que brille en todo corazón la luz del conocimiento dimanante del centro de amor.

Todas las religiones se fundan en una verdad interna y todas tienen un ropaje exterior distinto en cada sistema; y si al comparar unos sistemas con otros miramos por debajo de la superficie de sus formas exteriores, veremos que en una misma verdad se fundan todas las religiones, aunque en todas se halle velada esta verdad bajo una terminología más o menos alegórica y las impersonales e invisibles potestades se hayan personificado en imágenes escultóricas de piedra o madera y lo arrúpico y lo real se haya pintado en engañosas formas de letras, cuadros y estatuas, como medios de convertir hacia la verdad la atención de las mentes ineducadas. Son estas representaciones en la infancia de los pueblos, lo que los libros con estampas respecto de los niños que todavía no saben leer; y tan necio sería arrebatar a los niños grandes sus imágenes antes de que pudieran leer en sus corazones, como quitar las estampas y grabados de las manos de los niños pequeños y darles a leer textos que no comprenden todavía.

Insignificantes y sin interés serían las narraciones bíblicas y las de otras Escrituras religiosas, si los acontecimientos allí relatados se refirieran a ciertos personajes que vivieron hace miles de años y cuya biografía no puede interesar hoy seriamente a nadie. ¿Qué nos importan los asuntos familiares de un hombre llamado Adán o de otro llamado Abrahán? ¿Qué necesidad tenemos de saber cuántos hijos legítimos y cuántos bastardos tuvieron los patriarcas judíos y qué fue de ellos? ¿Qué se nos da si a un hombre llamado Jonás lo arrojaron o no al mar y si se lo tragó o dejó de tragar una ballena? Lo que hoy ocurre en los países de Europa nos interesa muchísimo más que cuanto sucedió en las cortes de Nabucodonosor y Zorobabel.

Pero afortunadamente para la Biblia, y afortunadamente para nosotros si sabemos leerla, sus relatos no son biografías de personajes antiguos, sino alegorías y mitos de profundo significado apenas conocido por exegetas y expositores.

Los personajes del antiguo y nuevo testamento son mucho más que hombres y mujeres de carne y hueso, pues son personificaciones de las eternamente activas fuerzas espirituales que la ciencia profana desconoce, y las biografías se refieren a su acción y relaciones con el Macrocosmos y su contraparte el Microcosmos, para enseñarnos la historia de la evolución espiritual de la humanidad.

Si los filósofos positivistas estudiaran la Biblia y los antiguos libros religiosos de Oriente en su aspecto esotérico y espiritual, aprenderían muchas cosas que desean conocer. Sabrían qué son los verdaderos poderes todavía latentes en el "hombre interno" tan necesarios para producir a voluntad los fenómenos ocultos. Encontrarían instrucciones para transmutar el plomo o el hierro en oro puro y transformar los animales en dioses.

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La verdad basada en la ley natural

Pero es una verdad basada en leyes naturales que el hombre sólo puede ver lo que en su mente existe. Si un hombre cierra los ojos no ve nada, y si su mente está llena de ilusiones no quedará sitio para la verdad y los más profundos símbolos le parecerán descripciones sin significado.

Si nuestros hijos, grandes o chicos, miran tan sólo los grabados sin aprender el texto, creerán que ninguna otra cosa es posible representar y no tendrán en cuenta que las formas son ilusorias y que no es posible ver las realidades arrúpicas. Así resulta mucho más cómodo creer que pensar.

Los niños no deben detenerse en mirar las estampas hasta el punto de descuidar su educación superior. La humanidad ha transpuesto ya la infancia de su ciclo actual y demanda más intelectual alimento. Declina la época de las supersticiones y no se piden pareceres, sino conocimiento, que no se logra sin esfuerzo. Si examinamos los diversos sistemas religiosos descubriremos gran parte de verdad, pero no podremos reconocerla sin el conocimiento resultante de la experiencia. La opinión expuesta por una persona no determinará el convencimiento en otra, a menos que ésta la corrobore por la misma o análoga experiencia, porque nadie puede verdaderamente creer sino lo que por sí mismo conoce, ni conocer sino lo que experimentó personalmente.

Creer una verdad es muy distinto de comprenderla, pues podemos creer la verdad con el corazón y rechazarla con el cerebro, esto es, que podemos sentir la verdad intuitivamente y no percibirla intelectualmente. Si los hombres de nuestra época ejercitasen la facultad de conocer la verdad por el corazón, y después examinaran lo que conocen por medio del entendimiento, más tarde tendríamos por doquier un mejor y más feliz estado social. Pero la mayor maldición de nuestra época es que las facultades intelectuales rechazan las verdades del corazón. La ciencia del cerebro suprime el conocimiento del alma e intenta abarcar lo que tan sólo alcanza el corazón.

En vez de vivir los hombres en el santuario de los templos que habitan, están siempre ausentes de allí y se acurrucan en el desván bajo el tejado para atisbar por sus ventanucos las teorías científicas y otras ilusiones de la vida. Allí pasan el día y la noche, vigilando cuidadosamente que ninguna de las pasajeras ilusiones escapen a su observación; y mientras atienden a aquellos frivolos fantasmas, entran cautelosamente los ladrones en la casa y sin que nadie los vea roban los tesoros del santuario. Después, cuando se desmorona la casa y llega la muerte, vuelve el alma al corazón y lo halla desolado y vacío, al paso que se desvanecen todas las ilusiones que ocuparon el cerebro durante la vida y queda el hombre pobre porque no descubrió la verdad en su corazón.

Por lo tanto, el genuino objeto de un sistema religioso debe ser la indicación del medio por el cual desarrolle el hombre el poder de percibir la verdad por sí mismo, independientemente de la opinión ajena. Exigir de un hombre que crea en lo que otro dice y se satisfaga con tal creencia es exigirle que permanezca en la ignorancia y que confíe en la opinión ajena más bien que en la experiencia propia. El ignorante no puede tener convicciones firmes ni por lo tanto verdadera fe, pues si acepta determinada teoría o sistema, es por efecto de las circunstancias en que nació y del ambiente que le rodea. Tiene más propensión a aceptar el sistema que sus padres y deudos profesan, y si abraza otro es casi siempre por puro sentimentalismo o por interés egoísta, con esperanza de obtener algún beneficio de la apostasía. Desde el punto de vista espiritual nada ganará en las nuevas condiciones, porque para acercarse a la verdad debe amarla por sí misma y no por el provecho personal que pueda allegarle, y desde el punto de vista intelectual muy poco o nada ganará al cambiar una superstición por otra. El único medio de alcanzar la verdad es amarla por ser verdad y desechar todo prejuicio y predisposición, para que la luz ilumine su mente.

¿Qué es el religionismo actual sino la religión del temor? Los hombres no desean evitar el vicio, sino el castigo consiguiente a caer en el vicio. La experiencia les enseña que las leyes de la naturaleza son invariables, y sin embargo persisten en obrar contra la ley universal. Alardean de creer en un Dios inmutable, y no obstante imploran su favor cuando ansían quebrantar la ley. ¿Cuándo se elevarán al genuino concepto de que el único Dios posible es el universal poder operante en la inderogable ley del espíritu en la naturaleza? Quebrantar la ley equivale a quebrantar nuestro Dios interno, y el único medio de reparar el quebranto es reponer la supremacía de la ley y erigir nuevamente a Dios en nuestro interior.

Conviene estudiar las opiniones ajenas y retenerlas en la memoria, pero sin creerlas de modo que formen nuestro conocimiento. Aún las enseñanzas de los más insignes adeptos, por impecables que sean, servirán para instruirnos, mas no para darnos verdadero conocimiento. Nos señalarán el camino; pero nosotros hemos de dar en él los pasos.

Si tuviéramos las palabras de los adeptos como la última finalidad y las aceptáramos sin ulterior investigación interna, caeríamos de nuevo en un sistema dogmático autoritariamente establecido. El conocimiento fortalece y la duda paraliza la voluntad. Quien de antemano crea que no es capaz de dudar, no lo será en tanto que así lo crea; y quien sepa por experiencia que puede dominarse, se dominará a sí mismo y dominará todo cuanto le sea inferior, porque lo superior gobierna a lo inferior y nada hay superior al hombre conocedor del perfecto Yo.

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Conocimiento de uno mismo

El conocimiento del Yo equivale al conocimiento de uno mismo, independientemente de todo dogmatismo, sea cual sea la autoridad de que proceda. Si estudiamos las enseñanzas de una autoridad externa, sabremos a lo sumo la opinión de dicha autoridad respecto de la verdad; pero no llegaremos necesariamente por ello al íntimo conocimiento de la verdad. Si, por ejemplo, aprendemos lo que Cristo enseñó respecto de Dios, sabremos lo que Cristo sabía o creía saber respecto de Dios; pero todo ello no bastará a darnos el conocimiento de Dios mientras no lo descubramos en nuestro propio corazón. Aunque el hombre más sabio nos comunicara sus conocimientos, sólo sería para nosotros una opinión hasta tanto no la comprobáramos por experiencia propia. Mientras no podamos penetrar el alma humana, no conoceremos más allá de su forma corporal; pero ¿cómo penetraremos el alma ajena si no conocemos la propia?

Por lo tanto, el principio de todo conocimiento real es el conocimiento del Yo; el conocimiento del alma y no las divagaciones del cerebro.

¿Da la ciencia profana el verdadero conocimiento del hombre? Su potencia de observación está limitada por la perceptiva de los sentidos corporales, auxiliados por los instrumentos científicos, y así carece de medios para investigar lo que trasciende a los sentidos físicos ni puede entrar en el templo de lo invisible, sino que tan sólo conoce las formas en que mora la realidad. La ciencia sólo sabe lo que el hombre parece ser, pero no lo que es; nada sabe del hombre esencialmente real cuya existencia suele negar. En vano solicitamos de ella la solución del enigma que hace miles de años propuso la efigie antigua.

¿Dan las religiones confesionales el verdadero conocimiento del hombre? El concepto que la teología clásica tiene del misterioso ser llamado hombre es tan estrecho como el de la ciencia moderna. Considera la teología al hombre como un ser personal, aislado de los demás seres personales, en torno de cuya personalidad infinitamente pequeña gravita el interés de lo infinitamente grande. La teología olvida que, según enseñaron los fundadores de los principales sistemas religiosos, el hombre primario fue una potestad universal; el verdadero hombre es un todo indivisible; y la forma personal del hombre es tan sólo el temporáneo templo en que mora el espíritu.*


* San Pablo: Corintios - III - 16. "¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?".


Los errores dimanantes del desconocimiento de la verdadera naturaleza del hombre son causa de que las vulgares opiniones religiosas, mantenidas por la generalidad de los teólogos en los países cristianos y paganos, estén basadas en el egoísmo y sean contrarias al espíritu de la verdadera religión. Cristianos y paganos impetran de imaginarios patronos tales o cuales beneficios presentes o futuros para la insignificante burbuja de jabón llamada "ser personal".

Cada una de estas miopes nonadas necesita ante todo salvarse, pues la salvación de los demás es para él cosa de poca monta. Esperan obtener beneficios que no merecen, por el favor de alguna divinidad personal que en pro de ellos abogue ante Dios, para zafarse del condigno castigo de sus culpas y meter de contrabando sus imperfecciones en el reino de los cielos.

El único fin razonable de las religiones positivas es realzar al hombre desde un estado inferior a otro superior en el que forme mejor concepto de su dignidad como miembro de la familia humana. Si hay posibilidad de comunicar al hombre el conocimiento de su verdadero ser, debiera comunicársele en la iglesia, con la condición de que la verdad predomine sobre la forma y que los intereses de la religión no se confundan intercambiablemente con los de la iglesia, para que vuelva la iglesia a estar fundada sobre la roca del conocimiento en vez de apetecer egoístamente beneficios personales en este mundo o en el problemático más allá.

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Consideraciones egoístas

Quien se deja llevar de egoístas consideraciones no puede ir a un cielo donde no cabe ningún interés personal. El que desdeña el cielo y se satisface donde está, ya tiene allí su cielo, mientras que el descontento clamará en vano por el cielo. Libre y feliz es quien no tiene personales deseos. El cielo no puede significar más que un estado libre y feliz. El que practica buenas obras con esperanza de recompensa, no es feliz si no la obtiene, y en cuanto la obtiene se le desvanece la felicidad. No caben descanso y felicidad permanentes mientras haya algo por hacer y cumplir, y el cumplimiento del deber lleva en sí su propia recompensa.

No es libre el hombre que obra bien con esperanza de recompensa. Es un servidor del yo que obra en beneficio del yo y no por amor a Dios. Así, no le recompensará el poder de Dios, sino que sólo le cabe esperar recompensa de sus transitorias circunstancias.

Edwin Arnold

Sir Edwin Arnold (1832-1904) autor: La Luz del Asia

No es libre quien obra mal instigado por motivos egoístas. Tampoco es dueño de sí mismo quien apetece el mal y se contiene por temor. Sólo es libre quien reconoce en su propio corazón el supremo poder del universo. El que esclaviza la voluntad al yo inferior es esclavo de su personalidad; pero quien ha vencido al yo personal entra en la vida superior y se convierte en una potestad.

La ciencia de la vida consiste en subyugar lo inferior y realzar lo superior. La primera lección nos enseña a librarnos del amor al yo, el ángel malo, o como dice Edwin Arnold:

"El pecado del yo que como un espejo ve reflejada en el universo su apasionada faz y exclama: ¡yo! Para que el mundo responda: ¡yo! Todo perecería si el yo prevaleciese."

– Edw. Arnold: "La luz de Asia."

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Elementales

El yo es una falaz resultante de diversos egoísmos o entidades egoideas con sus respectivas apetencias, que tanto más crecen cuanto más nos esforzamos en satisfacerlas. Si permitimos que cobren bríos, las fuerzas semi-intelectuales desgarrarán el alma, y así debemos subyugarlas con el poder del verdadero dueño, del Yo superior, del Dios interno.

Estos egoísmos o entidades egoideas son los elementales de que tanto se habla en los tratados de ocultismo. No son quimeras, sino fuerzas vivas que puede percibir quien sea capaz de mirar en su propia alma. Cada una de estas fuerzas corresponde a un deseo animal, y si dejamos que éste se vigorice, tomará la forma del ser más adecuado a su índole. Al principio son formas tenues y vaporosas; pero según vamos cediendo al deseo que las plasma, se densifican y concretan en el alma, hasta que, nutridas por la voluntad, cobran mayor fuerza al convertirse el deseo en pasión.

Los elementales más vigorosos devoran a los más débiles, es decir, que los deseos de poca intensidad quedan desvanecidos por los más vehementes, y en último término prevalece contra todos el más poderoso o sea la pasión dominante.

Los elementales forman los temibles moradores en el umbral, que impiden la entrada en el paraíso del alma. Los ocultistas atribuyen a los elementales formas de culebras, tigres, cerdos y lobos; pero como suelen ser la resultante de una mezcla de elementos animales y humanos, no revisten formas exclusivamente animales, sino que aparecen como animales con cabeza humana o como hombres con miembros de animal en infinidad de formas, porque infinitas son las entremezclas y correlaciones de la lujuria, avaricia, codicia, amor sensual, ambición, cobardía, miedo, terror, odio, orgullo, vanidad, presunción, estupidez, voluptuosidad, egoísmo, celos, envidia, arrogancia, hipocresía, astucia, falacia, imbecilidad, superstición, etc.

Estos elementales viven en el reino del alma humana mientras vive el hombre, creciendo a expensas de su principio vital y nutriéndose de la substancia de los pensamientos. Puede ocurrir que los elementales tomen forma objetiva si en un paroxismo de temor o por efecto de alguna enfermedad salen de su habitual esfera. No los matan las ceremonias piadosas ni los desvanecen las exhortaciones del sacerdote, pues únicamente la espiritual voluntad del hombre divino puede aniquilarlos como la luz disipa las tinieblas, como un rayo de sol rasga las nubes.

Tan sólo quienes hayan despertado a la divina conciencia espiritual poseen aquella espiritual voluntad ignorada del no regenerado. Pero quienes todavía no estén tan adelantados pueden matar los elementales privándolos del alimento que los nutre, es decir, no deseando su presencia ni gozándose en ella, de modo que la voluntad no consienta su existencia. Entonces comenzarán a debilitarse y consumirse hasta que, separados del cuerpo anímico, mueran y se desintegren como miembro gangrenoso que se amputa del cuerpo cuyo sufrimiento causó.

Jacob Boehme

Jacob Boehme
(1575-1624)

Estas descripciones no son quiméricas ni alegóricas. Teofrasto Paracelso, Jacobo Boehme y otros ocultistas trataron de los elementales, y la debida comprensión de sus enseñanzas nos explicaría satisfactoriamente muchos sucesos mencionados en la historia y en las vidas de los santos.

Pero no tan sólo hay gérmenes animales en el reino del alma humana. Todo hombre tiene en sí la potencia embrionaria que puede convertirlo en un Shakespeare, un Washington, un Goethe, un Voltaire, un Gautama o un Jesús de Nazareth.

Tiene también los gérmenes de un Nerón, una Mesalina o un Torquemada. Cada germen puede desarrollarse, tomar forma y hallar por fin su expresión y reflejo en el cuerpo externo, en cuanto lo permita la lentitud con que se plasman los densos átomos materiales, pues cada índole tiene su forma peculiar y cada forma su índole característica.

El microcosmos humano es un jardín donde medran toda especie de plantas. Unas son ponzoñosas; otras saludables. Al hombre le corresponde resolver qué plantas ha de cultivar para convertirlas en árbol vivo.

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Volviéndose espiritual

La obra de espiritualización no necesita que el hombre sea misántropo ni que se retire a un yermo para alimentarse allí con los productos de su morbosa imaginación.

La lucha motivada por las mínimas molestias de la vida cotidiana es la mejor escuela en donde ejerciten la voluntad quienes no hayan subyugado todavía el yo inferior. "Renunciar a las vanidades del mundo" no significa el desprecio de los adelantos materiales ni desdeñar el estudio de las matemáticas y de la lógica ni no tomarse interés por el bienestar de la humanidad ni eludir los deberes de la vida ni desatender el cuidado de la familia. Semejante conducta sería enteramente inversa al propósito, pues acrecentaría el amor al yo y encerraría al alma en un foco insignificante en vez de dilatarla por el mundo.

"Renunciar a sí mismo" significa trascender el sentimiento de la personalidad y libertarse del amor a las cosas que la personalidad apetece. Significa "vivir en el mundo" pero no "según el mundo"; substituir el amor personal por el universal y considerar los intereses colectivos muy superiores a los individuales. A la renunciación del yo sigue necesariamente el desarrollo espiritual. A medida que nos olvidamos de nuestra personalidad concedemos menos importancia a lo personal y nos miramos, no ya como entidades permanentes e inmutables, aisladas entre otras también aisladas entidades y separados de ellas por impenetrables corazas, sino que nos consideramos como manifestaciones del infinito poder que abarca el universo, enfocado en los cuerpos que temporáneamente habita, en los que de continuo fluye y de los que sin cesar emanan los rayos de una infinita esfera de luz cuyo centro está en todas partes y cuya superficie no está en ninguna.

En el reconocimiento y realización de esta verdad se funda la única Ley verdadera, la Religión del universal amor de Dios en todos los seres. Mientras el hombre sólo atiende a su yo inferior y a él convierte sus pensamientos y acciones, necesariamente ha de estrecharse su esfera mental. Todas las sectas religiosas populares se fundan en consideraciones egoístas y todos sus creyentes anhelan beneficios espirituales, cuando no materiales, para sí mismos. Todos desean que otro los salve; pero anteponen la salvación propia a la del prójimo. La verdadera religión del amor universal no conoce el yo inferior.

Aún el levantado y loable anhelo de ir al cielo o de entrar en el nirvana es al fin y al cabo un anhelo egoísta, y mientras el hombre tenga deseos egoístas, su mente sólo percibirá la personalidad; y cuando deseche su limitado y engañoso yo, será su Dios interno tan ilimitado y omnipotente como el Espíritu de sabiduría. Quien anhele conocimiento ilimitado debe trascender toda limitación.

Mirada desde esta altura, la personalidad resulta sumamente insignificante y de mínima importancia. El hombre parece entonces la centralización de una idea y pueblos e individuos son como vivientes granos de arena en la playa de un océano infinito. Fortuna, fama, amor, riquezas, son burbujas de jabón que el alma no vacila en desechar como frívolos juguetes infantiles. Ni siquiera merece tal renunciación el nombre de sacrificio, así como los niños ya creciditos no sacrifican sus juguetes, sino que los abandonan porque ya no los necesitan, y a medida que se dilata su mente ansían algo de mayor utilidad. De la propia suerte, cuando se explaya el alma humana, todo su ambiente y aún el mismo planeta en que vive le parecen pequeños, como un paisaje visto desde muy lejos o desde la cima de una altísima montaña, al paso que se agiganta su concepto del infinito. Esta expansión de nuestra existencia "nos substrae de la patria y del hogar" * para constituirnos en ciudadanos del universo, y desvanece el afecto ilusorio que sentimos por las mortales y perecederas formas de nuestros parientes y amigos, para unirnos sempiternamente con sus verdaderas individualidades, como nuestros inmortales hermanos. Esta expansión de nuestra existencia nos eleva desde las estrechas lindes de la ilusión al ilimitado reino del ideal, y libertando al hombre de su deleznable cárcel de arcilla, lo conduce a la sublime y esplendorosa libertad de la vida universal y eterna.


* Bulwer-Lytton - Zanoni..


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Enfoque de energías

Toda forma de vida, sin exceptuar la humana, no es más que un foco en que se concentran las energías del universal principio de vida; y cuanto más concentradas están y más apegadas a la forma, tanto menos capaces son de manifestar su actividad, de crecer y explayarse. El hombre que emplea sus facultades en propósitos egoístas, las contrae a sí mismo, y en el grado en que las contrae pone mayores limitaciones a su mente y se hace más insignificante, de modo que, según pierde de vista el conjunto, se aparta el conjunto de él. Si, por el contrario, el hombre vive en continuo ensueño y dirige sus fuerzas a la región de lo desconocido, diseminándolas por el espacio sin haber vigorizado la mente, sus pensamientos vagarán como sombras por el reino del infinito, para perderse estérilmente. Ni el ególatra positivista ni el soñador visionario e idealista alcanzan la verdad. El desenvolvimiento armónico requiere la correspondiente acumulación de energía.

Hay quienes tienen mucha intelectualidad y poca espiritualidad. Otros mucha espiritualidad y poca intelectualidad. Los elegidos son aquellos en quienes la energía intelectual está apoyada por la fortaleza espiritual.

Para ser prácticos hemos de comprender primero por la observación y las enseñanzas recibidas lo que debemos practicar. La comprensión resulta de la asimilación y el desenvolvimiento y en modo alguno de la memoria. La verdad es el alimento del alma. Es como el despertar a un estado en que tenemos conciencia de la naturaleza de las cosas que vienen a formar parte de nuestro ser. Si un viajero llega por la noche a un país extraño, difícilmente sabrá donde se encuentra al despertar por la mañana después del sueño, pues como tal vez haya estado pensando en su hogar y en quienes en él dejó, sólo echará de ver el sitio donde se halle cuando abra los ojos y despierte a la plena conciencia de su nuevo y extraño alrededor. De la propia suerte es preciso que desaparezcan los viejos errores antes de conocer las nuevas verdades. El hombre no empieza a existir como ser espiritualmente consciente, hasta que empieza a experimentar la vida espiritual.

El logro de la espiritualidad requiere que vayan par a par la salud del cuerpo, el desenvolvimiento de la mente y la actividad del espíritu. A la intuición ha de acompañar una inteligencia inegoísta, y la mente sana ha de estar sostenida por un cuerpo sano. Para realizar esto no sirven las enseñanzas científicas que tan sólo tratan de efectos ilusorios ni las creencias religiosas basadas en quimeras, sino que únicamente puede enseñarlo la Teosofía, la secular Religión de la Sabiduría, fundada en la Verdad y cuya aplicación práctica es el supremo objeto de la existencia humana.

La religión de Sabiduría fue y aún es hoy la herencia de los santos, profetas, videntes e iluminados de todas las naciones, independientemente de su externa confesión religiosa. Los sacerdotes indos, egipcios y judíos enseñaron antiguamente la religión de Sabiduría en las criptas de los templos; la predicaron Gautama el Buda y Jesús de Nazareth; fue la enjundia de los misterios eleusinos y báquicos de los griegos; y en ella se funda la verdadera religión del Cristo eterno. Es la religión de la humanidad que prescinde de opiniones y fórmulas. Ahora como en la antigüedad los que se erigen en maestros de hombres tergiversan y adulteran las verdades de la religión de Sabiduría. Los fariseos y saduceos del Nuevo Testamento fueron los antetipos de los modernos clérigos y científicos. Ahora como entonces el espíritu ha dejado vacía la forma, ahuyentado por los que aprenden la letra y desconocen el espíritu. La religión de Sabiduría será siempre una ciencia secreta para los idólatras adoradores de la forma, aunque la oyeran predicar desde las azoteas y en medio de la plaza pública. Así como el codicioso de dinero, absorto en los intereses materiales, no es capaz de sentir las bellezas naturales por muchas que le rodeen, de la propia suerte el razonador especulativo andará tras un signo sin advertir los signos que de continuo le rodean. El corazón de la humanidad es el sepulcro del que ha de resucitar el Salvador. Si el Dios latente en la humanidad despierta a la plena conciencia de su divinidad, aparecerá como un sol que derrame su luz sobre mejores y más dichosas generaciones.*


* Véase Bhagavad Gitá XI.


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"Magia negra"

Pocos negarán el mágico poder de la benevolencia, y si se admite la existencia de la magia blanca o benévola, no es en modo alguno improbable la existencia de la magia negra o malévola.

No es el hombre quien ejerce buenos o malos poderes mágicos, sino que el interno espíritu obra bien o mal mediante el organismo humano. Considerado como Causa suprema, es Dios el bien o el mal, según su actuación; porque si en Dios no se sintetizaran igualmente el bien y el mal dejaría de ser universal. Dios obra bien o mal según la modalidad de su actuación, de la propia suerte que el sol es bueno cuando en primavera descuaja las nieves y estimula el brote de yerbas y flores de la obscura tierra, y es malo cuando resuella la piel del viajero en el África tropical o nos mata de un tabardillo. Dios determina el saludable crecimiento de un miembro y el morboso crecimiento de un cáncer por el poder de su inteligente naturaleza material, que no actúa por capricho sino de conformidad con la ley.

La Sabiduría divina no se manifiesta en lo que no es divino o espiritual. La conciencia no puede revelarse en un cuerpo inconsciente. Tan sólo cuando el espíritu del hombre despierta a la conciencia y al conocimiento es capaz el hombre de dirigir sus fuerzas espirituales y aplicarlas al bien o al mal.

Quien haya educido conscientemente sus fuerzas espirituales puede emplearlas en el bien o en el mal. Sabemos que hay hombres muy inteligentes que empeñan su talento en malvados propósitos. Vemos quienes se valen de la vanidad, la codicia, el egoísmo o la ambición de los demás para subordinarlos a sus intentos. Les vemos cometer crímenes e instigar a la guerra con fines egoístas para lograr los objetos de su ambición. Pero todo esto se relaciona más o menos con la lucha por la existencia y no entra de lleno en la esfera de la magia negra, pues generalmente el móvil de dichas acciones no es el amor al mal en absoluto, sino la apetencia de beneficios personales. Los verdaderos magos negros practican el mal por el mal mismo y dañan a los demás sin que del daño inferido esperen recibir beneficio personal alguno.

A este linaje pertenecen los habituales maldicientes, calumniadores, difamadores y seductores que se gozan en levantar enemistades en el seno de las familias, entorpecen el progreso y fomentan la ignorancia, por lo que se les ha dado el merecido nombre de Hijos de las Tinieblas, mientras que a quienes practican el bien por amor al bien se les ha llamado Hijos de la Luz.

La lucha entre la Luz y las Tinieblas es tan antigua como el mundo, pues no puede manifestarse la luz sin las tinieblas ni hay mal sin bien. El bien y el mal son la luz y la sombra del único y eterno principio de vida, y cada uno de ellos es necesario para que se manifieste el opuesto. Existe el bien absoluto; pero nosotros no podemos conocer el bien si no conocemos la presencia del mal. El mal absoluto no existe, pues está refrenado por el poder del bien. Contra un alma en que no existiese el bien prevalecería la más leve cólera, y las fuerzas constituyentes de semejante entidad se aniquilarían unas a otras. El redentor del hombre es su poder para el bien. Este poder atrae a él todo lo bueno, y cuando la suprema fuente de todo poder de la cual emanó en un principio la vida, resuma al fin en sí misma esta actividad, se desvanecerán las potestades tenebrosas, y los Hijos de la Luz quedarán identificados con su propio origen.

Tal es la ley de evolución: que lo inferior ha de transmutarse en lo superior; y esto sólo puede cumplirse en virtud de la potencia suprema latente en la forma que del exterior recibe el impulso.

El alma requiere alimento lo mismo que la forma física, y el alimento del alma desciende de lo alto como la lluvia, al paso que la baja tierra suministra las condiciones de asimilación.

Tal es la ley del espíritu en el mundo de la naturaleza: que toda forma se ha de alzar hasta el espíritu, mientras la materia ofrece las etapas de ascensión. Este desenvolvimiento y realce se efectúa en el grado en que el hombre despierta su conciencia divina y le infunde el sentimiento de su divina naturaleza que ha de conducirle al conocimiento de Dios.

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