Lección 9 Las Enseñanzas Internas

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Misterio de la vida de Jesus

La primera y principal fase de las internas o enseñanzas esotéricas del cristianismo místico, es la relacionada con el misterio de la vida de Jesús. Las enseñanzas externas o esotéricas sólo dan un deficiente concepto de la verdadera vida y naturaleza del Maestro, en cuyo torno han levantado los teólogos un edificio de especulación dogmática. El misterio de la vida de Jesús constituye el tema de importantes enseñanzas internas de las místicas y ocultas fraternidades, que lo consideran como el fundamento de las demás enseñanzas. Por lo tanto, trataremos de esta fase del asunto.

En primer lugar debemos tener en cuenta que el alma de Jesús era diferente de las almas de los otros hombres. Nació de una virgen no en el sentido comúnmente aceptado, sino en el sentido oculto, según explicamos en la lección II. Su alma surgía nueva de manos del Creador y no había estado obligada a luchar en repetidas encarnaciones por manifestación y expansión en bajas y viles formas. Estaba incontaminada y tan pura como la Fuente de que procedía. Era un alma virgen en toda la extensión del calificativo.

De esto se infiere que no estaba ligado por el karma de pasadas encarnaciones, como las almas ordinarias. No le oprimían lazos kármicos ni tenía semillas de deseo y acción que, plantadas en anteriores vidas, pugnasen por brotar en la suya. Era un espíritu libre, un alma independiente; y por lo mismo, no sólo no estaba ligado por karma alguno personal, sino que por naturaleza estaba libre del karma colectivo de la raza y el mundo.

La carencia de karma personal entrañaba la carencia de deseos personales que atan al hombre a la rueda de las ambiciones egoístas. No deseaba engrandecimiento ni gloria personal, y por naturaleza estaba completamente libre para trabajar por el bien de la raza como externo observador y auxiliador sin sujeción forzosa a los dolores y tristezas de la vida humana. Pero él quiso sufrir voluntariamente, según veremos.

La absoluta carencia de karma le eximía de la necesidad de pasar por los humanos dolores que son parte del karma colectivo. Hubiera sido completamente capaz de vivir libre en absoluto de las penas, tribulaciones y pruebas comunes a todos los hombres por el karma de la raza humana. Si quisiera, escaparía de la persecución, de las torturas físicas y mentales y aun de la misma muerte. Pero él quiso sufrir todo ello de su propia voluntad, para cumplir la obra que ante sí veía como Salvador del Mundo.

Para que Jesús desempeñara su función como Redentor y Salvador de la humanidad era necesario que cargara sobre sí el karma de la raza, o sea que acumulara sobre su cabeza «los pecados del mundo». Antes de levantar la carga que pesaba sobre el linaje humano, debía ser un hombre entre los hombres.

Para comprender esto más claramente, conviene advertir que un alma como la de Jesús, libre de karma, no estaba sujeta a las tentaciones, ansiedades, deseos y demás estados de ánimo propios del hombre ligado al karma de pasadas encarnaciones, que como internas semillas de acción pugnan por educirse y manifestarse.

Con su libre alma hubiera sido Jesús un externo observador de las cosas del mundo sin recibir la influencia de ninguno de los mundanales incentivos de la acción. En tales circunstancias hubiera auxiliado al mundo como maestro e instructor; pero no fuera entonces capaz de realizar la magna obra de redimir al mundo en su altísimo significado espiritual, según veremos más adelante. Le era necesario cargar con el peso de la vida terrena para salvar a los moradores de la tierra.

Las enseñanzas ocultas nos dicen que durante su estancia en países extranjeros, fue Jesús tan sólo un instructor sin la más leve idea de su verdadera misión. Pero gradualmente fue recibiendo toques de iluminación que le dieron a conocer su genuina naturaleza y la diferencia entre él y los demás hombres. Entonces se convenció de la formidable obra que le aguardaba en la redención del linaje humano y reconoció la necesidad de compartir el karma de los hombres para llevar a cabo su plan. Por lentos grados adquirió este convencimiento, y tomó su definitiva determinación al recibir de mano de Juan el bautismo en el desierto.

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Carga del karma terrenal

Después de su prolongado ayuno y días de meditación, tuvo medio de asumir el karma del mundo. En aquella formidable lucha espiritual, la más tremenda que presenció la tierra, Jesús encorvó delicadamente sus hombros para cargar sobre su espalda el peso del pecado. En aquel momento, las almas de los hombres recibieron un beneficio incomprensible para el ordinario entendimiento. La potente alma de Jesús se ligó voluntariamente al karma humano, alentada por el puro Espíritu, con objeto de aliviar parte del peso kármico y emprender la obra de adelantamiento y redención de la humanidad.

Pero conviene advertir que por ser una libre alma animada por el puro Espíritu, era Jesús UN DIOS, no un hombre, aunque hubiese tomado carnal vestidura humana. Su poder era muy superior al de las inteligentes entidades esparcidas por todo el universo, que desempeñan importante parte en el progreso del Cosmos. Jesús era puro Espíritu encarnado en forma humana, con todos los poderes divinos, aunque por supuesto subordinado en expresión al Absoluto, al Supremo Espíritu, al Padre, y verdaderamente consustancial con el Padre.

Así dijo: «El Padre y yo somos uno».

Cuando niño no era capaz su mente juvenil de comprender su naturaleza espiritual, pero una vez crecido y disciplinado por los años el humano instrumento, se percató de su divinidad.

Pero ni un Dios, como él era, podía aliviar al mundo del peso kármico por actuación externa. Con arreglo a las leyes cósmicas establecidas por el Absoluto, la redención del mundo sólo podía llevarse a cabo desde el interior del círculo de la vida terrena. Y así vio Jesús que para redimir al hombre debía hacerse hombre, es decir, que para aliviar el karma de la humanidad debía compartirlo y colocarse en el círculo de su influencia. Y así lo hizo.

Difícilmente se comprende lo que este sacrificio significa. Un puro Espíritu, una libre alma, tan henchida de amor a los hombres, que renuncia deliberadamente a la completa exención de toda existencia mortal y por su libérrima voluntad se sujeta a los dolores, aflicciones, penas y miserias consiguientes al karma del linaje humano. Fue un sacrificio mil veces mayor que el que sería el de un hombre de mucho adelanto espiritual y mental. Emerson, por ejemplo, que deseoso de favorecer el desenvolvimiento de las lombrices de tierra, se colocara deliberadamente en el alma grupal de estos anélidos y, tomando su forma, se esforzara en alentarlos con su influencia hasta lograr que el alma grupal llegase al nivel humano. Si consideramos esta comparación, tendremos una ligera idea de la magnitud del sacrificio de Jesús.

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Renuncia y sacrificio

Cuando en el desierto resolvióse finalmente Jesús a la renunciación y el sacrificio, entró en el círculo del karma humano y quedó sujeto a los dolores, penas, tentaciones, miseria y limitaciones de los hombres. Sin embargo, conservó su divino poder, aunque ya no era un Dios externo a la vida del mundo, sino un Dios aprisionado que actuaba en el seno mismo de la humanidad y se valía de su formidable poder, pero sujeto a la ley kármica. Quedó abierto a las influencias de que antes había estado inmune. Por ejemplo, cuando lo tentó el deseo de logro personal, incitándole a buscar fama y gloria terrenas, le acometió la tentación porque había asumido el karma del mundo sujetándose a sus leyes. Como Dios no podía asaltarle la tentación, como tampoco puede tentar al hombre un gusano; pero como hombre estaba sujeto a los ambiciosos deseos que conturban y endemonian a los hombres. Con arreglo a la ley, según la que es la tentación de medro personal tanto mayor cuanto más adelantada está la mente, que entonces ve mucho más claras las oportunidades, fue sometido Jesús a una prueba irresistible para el hombre ordinario.

Sabía Jesús perfectamente bien que suyo era el poder de manifestar las cosas que la tentación le prometía, y así hubo de rechazar la que le colocaba al frente del linaje humano como Rey del Mundo. Se le mostró esta perspectiva para que la comparase con la también mostrada de la escena del Calvario, y sintió en su más alto grado, aunque no consintió, el humano deseo de grandeza y prosperidad material. Imaginémonos a Jesús como hombre deseando la suma de deseos personales de la humanidad entera y que sólo él podía alcanzar, e imaginemos, también, la lucha necesaria para resistir y vencer tan formidable tentación. Consideremos lo que el hombre ordinario ha de luchar para vencer el deseo de medro personal, y entonces comprenderemos cómo hubo de luchar el Maestro contra todos los deseos egoístas de la humanidad que pugnaban por hallar expresión y manifestación en él. Verdaderamente le abrumaba el enorme peso de los pecados del mundo. Sin embargo, sabía que estaba sujeto a esta aflicción por compartir la vida humana. Y la afrontó como el Hombre de los hombres.

Tan sólo con la mente fija y firme en su verdadero ser, en el Espíritu que alentaba en su alma, sin atender a ninguna otra cosa, fue capaz de pelear la batalla y conseguir la victoria. Al ver la Verdad vio también la locura e ilusión de cuanto el mundo podía ofrecerle, y con su potente voluntad rechazó al Tentador mandándole que se apartara de allí y saliera de su mente. Con el pleno conocimiento de su Espíritu, de su verdadero Ser, sabía que era capaz de rechazar al Tentador, diciendo: «No tentarás al Señor tu Dios». Se mantenía firme en el reconocimiento de su interna divinidad, del Espíritu que moraba en su interior y en el de todos los hombres, y así negaba el poder de las cosas terrenas, la ilusión de la muerte y el maya de la raza humana.

Pero no sólo ésta y otras flaquezas de la mortal naturaleza del hombre acosaban al Maestro desde que había asumido el karma del mundo. También estaba voluntariamente sujeto a la mortalidad del humano cuerpo en que había encarnado. Debía vivir, sufrir y morir como los demás hombres, con arreglo a la ley de mortalidad del humano cuerpo en que había encarnado. Y así prosiguió su camino adelante con pleno conocimiento de su destino. Un Dios, cual era él, había asumido los atributos todos de la mortalidad para ser capaz de llevar a cabo su obra como Redentor y Salvador del género humano.

Así vivió, sufrió y murió como todos nosotros. Bebió hasta las heces el cáliz de la amargura, y sufrió como sólo su exquisita naturaleza mental podía sufrir. Sin embargo, la pobre humanidad se figura que los sufrimientos de Jesús acabaron al exhalar el último suspiro en la cruz, cuando entonces no hicieron más que empezar.

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Principio de Cristo

Porque se ha de saber que Jesús el Cristo todavía vive en la raza humana y con ella sufre y pena día por día y hora por hora, y así ha de permanecer en el seno de la humanidad hasta que toda alma humana, aun la del hombre más vil y degradado quede limpia de toda mancha kármica y por lo tanto «redimida» y «salvada». En el interior de todo hombre está el espíritu de Cristo que se esfuerza en realzar al individuo al conocimiento de su verdadero ser. Esto es lo que realmente significan la «redención» y la «salvación». No es la salvación de un fuego infernal, sino la salvación del fuego de la sensualidad y de la muerte. No es la redención de imaginarios pecados sino la redención de la inmundicia y el lado de la vida terrena. Nuestro interno Dios está simbolizado en la leyenda hinduista del dios Indra, que se infundió en el cuerpo de un cerdo y después olvidóse de su divina naturaleza.

Para conducirnos al reconocimiento de que somos dioses y no cerdos, el Maestro Jesús actúa espiritualmente en nuestra alma como principio de Cristo. ¿No habéis oído alguna vez el grito de su voz que clama desde el fondo del alma: Sal de tu puerca naturaleza inferior y reconoce tu esencial divinidad? Este reconocimiento y manifestación del dios interno es la «salvación» y la «redención».

Las enseñanzas ocultas nos dicen que cuando finalmente desapareció Jesús de la vista de sus discípulos, ascendió a los planos superiores, donde rápidamente se desprendió de los cuerpos astral, mental y de cuantos había usado el alma para su manifestación, excepto el más sutil, pues si hubiera desechado todo vestigio de individual existencia de su alma, inmediatamente se sumergiría en el único Espíritu, en el Absoluto, del que procedía, y la entidad Jesús hubiese desaparecido en el océano del único Espíritu. Pero renunció voluntariamente a este supremo estado hasta la consumación de los siglos, a fin de terminar su obra de Salvador del mundo.

Retuvo su más sutil vehículo, la mente espiritual en el superior matiz de expresión, para trabajar individualmente en bien de la humanidad. Y así existe todavía, consustancial con el Padre, aunque en apariencia como entidad separada.

Pero conviene advertir que ya no existe el Jesús hijo de José y María, pues desapareció su personalidad al desechar los vehículos inferiores y sólo subsistió su individualidad, su verdadero ser, el PRINCIPIO CRISTICO.

Significamos con esto que cuando un alma alcanza el supremo estado espiritual cerca de la absoluta identificación con el Espíritu Único, ya no es una personalidad sino que existe como un principio; pero este principio no es una fuerza mecánica e inanimada sino un vívido y conscientemente actuante principio de vida. Esta oculta verdad no puede explicarse en lenguaje humano, porque no hay palabras adecuadas a la explicación. Tan sólo indirectamente cabe dar alguna idea de dicha verdad.

Jesús existe hoy día como Cristo que positivamente vive y actúa, pero no está limitado a cuerpo alguno dando a esta palabra «cuerpo» su ordinaria acepción. El Cristo está entremezclado con la vida de la humanidad, inmanente en todo ser humano que ha existido, existe y existirá mientras el hombre sea hombre. No sólo reside en quienes han vivido y vivirán desde que dejó su cuerpo físico, sino en todos cuantos vivieron antes de que viniese al mundo. Se comprenderá esta aparente paradoja al recordar que las almas no «mueren», sino que tan sólo «pasan» al plano astral, de donde reencarnan oportunamente. También pasó el Cristo al plano astral y allí reside a la par que en el plano físico, porque doquiera estén las almas de los hombres, allí está Cristo trabajando perpetuamente por la redención y la salvación de la raza.

En el plano astral influye en las mentes de las almas que allí residen y las exhorta a que desechen las escorias de los deseos terrenales y enfoquen su atención en las cosas del espíritu, a fin de que reencarnen en más favorables condiciones. En el plano físico también influye en la mente y en el corazón de los hombres para que pongan su atención en lo alto. Su propósito es siempre lograr la liberación del espíritu de las ligaduras materiales, el reconocimiento del verdadero ser. Así vive Cristo en el corazón de los hombres y diariamente sufre y en la cruz se sacrifica, y así seguirá sufriendo y crucificándose hasta salvar y redimir al último hombre.

Este admirable sacrificio de Cristo excede al físico sacrificio de Jesús el hombre. No es posible imaginar ni aun la más leve angustia de ser tan excelso que voluntariamente vive en los corazones y en las mentes de los hombres, tan sumido como nosotros en la materia, conocedor de la posibilidad que toda alma tiene de alcanzar las cosas superiores, y sin embargo ve constantemente con indecible sufrimiento que los hombres sólo piensan y obran arrastrados por las incitaciones de su naturaleza inferior. ¿No supone esto una refinada tortura? ¿No resulta la agonía de la cruz insignificante sufrimiento en comparación de esta horrible agonía espiritual? Se indigna el cristianismo frente a la crueldad de los judíos que crucificaron al Salvador, y sin embargo diariamente lo crucifica con mil veces mayor tortura por su persistencia en las locales sensualidades de pensamiento y acción.

El poderoso adelanto moral del mundo desde la muerte de Jesús, aunque el presente no es más que débil presagio del futuro, tiene por causa principal la enérgica influencia de Cristo en la mente y el corazón de los hombres. El sentimiento de la paternidad de Dios y la fraternidad humana es cada día más intenso en el mundo de los hombres y nos ofrece ejemplo de la actuación del Cristo, el Salvador y Redentor del género humano.

Los más sublimes sueños de las almas exaltadas de la actual generación sólo son imperfectas visiones de lo que a la humanidad le reserva el porvenir. La obra de Cristo está todavía echando brotes, pero la flor y el fruto convertirán la tierra en un lugar mucho más glorioso que el cielo imaginado por los creyentes en pasados siglos. Pero aun estas bendiciones futuras palidecen en comparación de la vida que aguarda a la humanidad en los planos superiores cuando se haya mostrado merecedora de gozada. Y perpetuamente trabaja y sufre y se angustia Cristo en sus esfuerzos por realzar a la humanidad, aunque sea en corto grado, en la espiritual escala de la existencia.

Siempre está Cristo con nosotros y si reconociéramos su presencia seríamos capaces de escuchar la férvida y amorosa respuesta que da a nuestra hambre y sed espiritual para saciarla y satisfacerla. En nuestro interior mora el Cristo siempre respondiendo al clamor de: «Cree en Mí y serás salvo». ¡Qué promesa tan hermosa cuando se comprende su significado! ¡Cuán abundoso manantial de fortaleza y consuelo se alumbra en el alma humana que comprende la Verdad subyacente en las enseñanzas! El cristianismo místico brinda el Mensaje de Verdad a cuantos lean estas líneas ¿Quién lo aceptará?

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Contrasta las enseñanzas

Confrontemos ahora las enseñanzas del cristianismo místico sobre Cristo el Salvador, con las correspondientes de la ordinaria teología ortodoxa.

Por una parte vemos que Jesús, el Dios-Hombre, escoge deliberadamente la misión de ser el Salvador y Redentor del mundo, y desciende al círculo del karma terrenal, renunciando al privilegio de su divinidad y asumiendo las penalidades del género humano, no sólo para sobrellevar los sufrimientos corporales sino también para clavarse durante siglos y siglos en la Cruz de la Humanidad, de modo que su espiritual presencia elevara al hombre a las cumbres de su esencial divinidad.

Por otra parte tenemos la descripción de un Dios colérico, con pasiones y temperamento puramente humanos, deseoso de vengarse de la humanidad que él mismo había creado, condenándola al fuego eterno del infierno. Pero después, el mismo Dios engendra un Hijo y lo envía al mundo para que muera en la cruz y sea la víctima expiatoria, como divino Cordero cuya sangre aplaque la cólera divina y lave los pecados del mundo.

Comparando ambas enseñanzas, ¿no se echa de ver al punto cuál es la genuina?

La primera dimana de la pura fuente del conocimiento espiritual. La segunda brotó de la estrecha mente de teólogos ignorantes que, incapaces de comprender las místicas enseñanzas, forjaron un sistema teológico adecuado a la cortedad de sus alcances, y crearon un Dios que no era más que el reflejo de su cruel naturaleza animal que exigía, lo mismo que ellos, sangre, tormento y muerte, para aplacar una indivinísima cólera y venganza.

¿Cuál de ambas enseñanzas está más acorde con los instintivos vislumbres de nuestro verdadero Yo? ¿Cuál de ambas merece la aprobación del Cristo interno?

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El credo Cristiano

La Iglesia cristiana reconoce tres credos: el de los Apóstoles, el de Nicea y el de Atanasio. De los tres se usan comúnmente los dos primeros, pues el tercero no es tan conocido y se usa raramente.

El Credo de los Apóstoles, el más usado, parece que tal como ahora se reza es posterior al de Nicea, y muchas autoridades opinan que es una corrupción de la original profesión de fe de los primeros cristianos.

El Credo de los Apóstoles dice así:

«Creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, y en Jesucristo su único Hijo nuestro Señor que fue concebido por el Espíritu Santo y nació de la Virgen María, padeció bajo el poder de Poncio Pilatos, fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos y al tercero día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios Padre Todopoderoso. Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos. Creo en el Espíritu Santo, en la Santa Iglesia católica, en el perdón de los pecados, en la resurrección de la carne y en la vida perdurable.»

El Credo de Nicea se llama así porque fue formulado y adoptado en el Concilio de aquella ciudad el año 325. Tal como se aprobó entonces, concluía con las palabras: «Creo en el Espíritu Santo». Las restantes del final se añadieron en el Concilio de Constantinopla el año 381, menos la frase: «y el Hijo» que incluyó el Concilio de Toledo el año 589.

Dice así:

«Creo en un solo Dios, Padre Omnipotente. Creador del cielo y de la tierra y de todas las cosas visibles e invisibles y en el Señor Jesucristo, unigénito Hijo de Dios, engendrado por su Padre antes de todos los mundos, Dios de Dios, Luz de Luz, verdadero Dios de Dios verdadero, engendrado, no hecho, consustancial con el Padre, por quien todas las cosas fueron hechas; que por nosotros los hombres y por nuestra salvación, bajó del cielo y encarnó por el Espíritu Santo de la Virgen María, y se hizo hombre; y también por nosotros fue crucificado bajo el poder de Poncio Pilatos, padeció y fue sepultado, y al tercero día resucitó según las Escrituras; subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios Padre; y volverá con gloria a juzgar a los vivos y a los muertos, y su reino no tendrá fin. Creo en el Espíritu Santo, el Señor y Dador de Vida que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo es adorado y glorificado, y habló por los profetas. Creo en una santa, católica y apostólica iglesia. Creo en un solo bautismo para la remisión de los pecados, espero la resurrección de los muertos y la vida del siglo futuro.»

Examinemos brevemente a la luz del cristianismo místico las principales afirmaciones de estos credos compilados siglos después de la muerte de Jesús.

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Credo de Nicea, credo de los Apóstoles

Creo en un solo Dios Padre Omnipotente. Creador del cielo y de la tierra y de todas las cosas visibles e invisibles (Credo de Nicea).

Este fundamental principio de la fe cristiana lo expone el Credo de Nicea algo más extensamente que el de los Apóstoles. No necesita comentario. Es la afirmación en la creencia de una Potestad creadora de quien todas las cosas proceden. No intenta el Credo de Nicea «explicar» la naturaleza de lo Absoluto ni le dota de ninguno de los humanos atributos que los teólogos le colgaron. Se reduce a afirmar la creencia en un Ser supremo, que es cuanto le cabe creer al hombre. Todo lo demás es ignorante impertinencia.

y en Jesucristo su único Hijo nuestro que fue concebido por el Espíritu Santo (Credo de los Apóstoles).

Y en el Señor Jesucristo, unigénito Hijo de Dios, engendrado por su Padre, antes de todos los mundos, Dios de Dios, Luz de Luz, verdadero Dios de Dios verdadero, engendrado, no hecho, consustancial con el Padre (Credo de Nicea).

En este pasaje se consigna la creencia en la divinidad de Jesucristo. El Credo de los Apóstoles expone el concepto en muy cruda declaración, con tendencia a la tergiversada de que la Virgen concibió por otra del Espíritu Santo, análogamente al origen de los dioses heroicos de las diferentes religiones, cuyo padre era un dios y la madre una mujer humana. Pero el Credo de Nicea insinúa vigorosamente el concepto mantenido por las enseñanzas místicas, pues dice que Jesucristo fue «engendrado, no hecho». Las expresiones «Dios de Dios», «Luz de Luz», «verdadero Dios de Dios verdadero» demuestran la idéntica sustancia del Espíritu, corroborada después por la notabilísima expresión: «Consustancial con el Padre» que denota una admirable comprensión del misterio de Cristo. Porque como afirman las místicas enseñanzas, Jesús era un puro Espíritu, libre de los atenazadores deseos y adhesivo karma del mundo. Era de sustancia idéntica a la del Padre, y así dijo: «El Padre y yo somos una misma cosa». ¿Hay en la teología ortodoxa algo que esclarezca este punto como lo esclarecen las enseñanzas del cristianismo místico sobre la naturaleza del alma de Jesús? Lo habría si se ajustara al Evangelio de San Juan.

Nació de María Virgen (Credo de los Apóstoles).

Que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo y encarnó por el Espíritu Santo de la Virgen María y se hizo hombre (Credo de Nicea).

El Credo de Nicea nos da aquí una sorprendentemente clara afirmación de las místicas enseñanzas. «Que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo» denota que tomó la forma física del cuerpo infantil en la matriz. ¿No esclarecen las enseñanzas místicas esta afirmación del Credo?

"Fue crucificado, muerto y sepultado; descendió a los infiernos y al tercero día resucitó de entre los muertos (Credo de los Apóstoles). Padeció y fue sepultado, y al tercero día resucitó según las Escrituras) subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios Padre (Credo de Nicea).

El descenso a los infiernos del Credo de los Apóstoles significa el tránsito al subplano inferior del mundo astral. Los teólogos ortodoxos reconocen que los «infiernos» a que descendió Cristo no son el lugar de tormentos eternos presidido por el Diablo, que inventó la teología para amedrentar a los fieles. «El tercero día resucitó de entre los muertos» y su correspondiente pasaje en el Credo de Nicea, se refieren a la aparición de Jesús en cuerpo astral, cuando volvió del mundo astral en el que había estado los tres días siguientes a su crucifixión. «Y ascendió a los cielos» demuestra la creencia en que volvió al lugar de donde había venido, porque el Credo de Nicea dice que «bajó del cielo y encarnó y se hizo hombre».

Ambos credos afirman la creencia de que «está sentado a la diestra del Padre», lo cual significa que tomó el lugar de supremo honor en el reino del Padre. Las enseñanzas místicas explican este pasaje, diciendo que Cristo sólo está separado del Padre por una tenuísima sustancia espiritual, y así es el Principio cósmico que sigue en importancia al Padre. Verdaderamente este es el lugar de honor «a la diestra del Padre».

«Vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos».

En este pasaje vemos la insinuación de que no sólo está Cristo relacionado con los vivos sino también con los muertos, es decir, con los que «murieron» o pasaron al plano astral antes y después de la misión de él en la tierra. Lo comprendieran o no así los redactores del Credo y estuvieran o no alucinados por la tradición del «Día del Juicio», seguramente los cristianos primitivos o los más místicos de entre ellos, comprendían las enseñanzas según las hemos expuesto y consideraban a Cristo «viviente en los muertos lo mismo que en los vivos», como declaran los anales ocultos.

«La comunión de los Santos» significa la espiritual comprensión de los misterios por los iluminados. «El perdón de los pecados» es el vencimiento de toda concupiscencia. «La resurrección de los muertos y la vida del siglo futuro» es la promesa de vida más allá de la tumba, y no la grosera idea de la resurrección del cuerpo físico que se introdujo en el Credo de los Apóstoles, y que evidentemente fue una posterior interpolación en apoyo de la mezquina teoría de una escuela teológica. Conviene observar que el credo niceno dice «de los muertos» y no del «cuerpo» ni de la «carne».

La versión de las enseñanzas ocultas dice en su correspondiente pasaje: «Y conocemos la verdad de la inmortalidad del alma»(cursiva del autor).

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