Lección 6 El Trabajo de Organización

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Dejando Cafarnaúm

Salió Jesús de Cafarnaúm seguido de un tropel de lisiados a cuyas súplicas de curación no podía atender, porque le hubieran convertido en un sanador profesional en vez del Instructor que predicaba el Mensaje de la Verdad. Trasladóse a otra parte del país con sus discípulos y fieles adherentes que siempre iban adonde él.

Sin embargo, no desistió enteramente de su obra de curación, que consideraba incidental en su ministerio, sin consentir que interrumpiera sus predicaciones y enseñanzas. Los relatos evangélicos hablan de notables curaciones que realizó Jesús por entonces, pero los pocos casos mencionados son eventuales incidentes que impresionaron al público entre centenares de otros casos no tan notorios.

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Cura del leproso

La curación de la lepra es uno de los más notables. Era la lepra una hedionda enfermedad muy temida de las gentes de los países orientales, y al infeliz que la padecía lo trataban como a un paria de quien todos huían cual de una cosa impura y pestífera.

En la comarca donde estaba enseñando Jesús había un leproso, quien sabedor del admirable don salutífero atribuido al joven instructor, determinó presentarse a él en súplica de favor. No se sabe cómo logró el leproso llegar a través de la gente en presencia de Jesús, pero fue necesaria de su parte mucha astucia, porque a los leprosos no se les permitía ponerse en contacto con la gente. De un modo u otro, el leproso consiguió enfrentarse con Jesús cuando éste paseaba meditabundo apartado de sus discípulos.

La repugnante criatura mostró su repulsivo cuerpo en que se retrataban la miseria y el dolor humanos, encarándose con el Maestro le suplicó que ejerciera en él sus salutíferos poderes. Ni la más leve duda tenía el leproso de que Jesús era capaz de curarlo y su rostro resplandecía de fe y esperanza. Contempló Jesús ardientemente las descompuestas facciones del leproso que brillaban con el fuego de una ferviente fe como rara vez se ve en el rostro humano, y conmovido por aquella confianza en sus poderes e intenciones, dirigióse hacia el leproso contraviniendo las leyes del país que prohibían semejante trato. No contento con esto, impuso las manos en la impura carne, desafiando les leyes de la razón, e impávidamente se las pasó después por el rostro, exclamando: «Sé limpio».

El leproso sintió una extraña conmoción en sus venas y nervios, y parecía que todos los átomos de su cuerpo hormigueasen con peculiar sensación de ardoroso prurito. Vio que sus carnes tomaban el rosado color de las personas sanas. Desapareció el entumecimiento de sus miembros y notó positivamente el estremecimiento de la corriente vital que con increíble rapidez formaba nuevas células, tejidos y músculos. Permanecía Jesús con las manos sobre la carne del leproso, para transmitirle la corriente de vitalizado prana, tal como una batería acumuladora carga un aparato eléctrico. Toda la operación estaba presidida por la potentísima y disciplinada Voluntad del ocultista Maestro.

Después le ordenó Jesús al ya sanado leproso que fuese a mudarse de ropa y cumplir con la ley de purificación, presentándose a los sacerdotes para recibir el certificado de limpieza. También le mandó que nada dijera acerca de los pormenores de la curación. Algún motivo tendría Jesús para evitar la notoriedad que le hubiese allegado la divulgación de tan maravillosa cura.

Pero ¡ay! que era demasiado pedir a la condición humana, y así fue que el ya sano leproso echó a correr, y saltando y brincando de alegría esparció a gritos la gozosa noticia de su maravillosa curación, para que todos supiesen cuán gran beneficio había recibido. A pesar de lo ordenado, entonó en alta voz las alabanzas del Maestro que tan inaudito poder había demostrado sobre la inmunda plaga que le había tenido entre sus garras hasta pocas horas antes. Con extraños gestos y llameantes ojos no se cansaba de relatar el caso, que de labio en labio se fue derramando hasta conocerlo la ciudad toda y su campo. Imaginemos que tal suceso ocurriera hoy en una población rural de nuestro país y comprenderemos la excitación ocasionada por la cura del leproso.

Reuniendo multitudes

Sucedió entonces lo que Jesús había previsto al prohibirle que divulgara la noticia. Excitóse toda la comarca y numeroso gentío se agolpó en torno de Jesús y sus discípulos, pidiendo a voces nuevos milagros y prodigios. Los curiosos amigos de las violentas emociones sobrepujaban en número a los que Jesús quería instruir. Multitud de enfermos y lisiados le rodeaban en súplica de curación. Se repitieron las escenas de Cafarnaúm. Los leprosos acudían en tropel desafiando la ley y la costumbre, y las autoridades estaban fuera de sí, conturbadas y coléricas. No sólo se mostraban hostiles a Jesús los gobernantes y sacerdotes, sino también se concilió animadversión de los médicos que veían su ejercicio arruinado por aquel hombre, a quien tildaban de charlatán e impostor que amenazaba alterar la salud pública, sólo segura en manos y cuidado de los médicos.

Así es que Jesús hubo de marcharse de aquel lugar a otro nuevo escenario.

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Otras curas

Mucho llamó la atención lo ocurrido en Galilea mientras predicaba Jesús en una casa. A mitad del sermón, él y los oyentes quedaron sorprendidos por la aparición de una comitiva que llevaba tendido en una litera a un pobre paralítico, y lo bajaban desde el tejado circundante del patio central de la casa. Los amigos del paralítico habían ideado el medio de izar la litera desde la calle al tejado y después bajada hasta el patio, con objeto de que tan insólito artificio no pudiese menos de llamar la atención del Maestro. Refiérese que las gemebundas súplicas del paralítico y la fe que había inspirado tan enérgico esfuerzo a los amigos, despertaron el interés y la simpatía de Jesús, quien suspendiendo el discurso hizo otra de aquellas instantáneas curaciones sólo posibles a los más adelantados adeptos de la medicina espiritual.

Después ocurrió el caso de la Fuente de Betseida, una comarca abundante en aguas medicinales, frecuentada por los enfermos anhelosos de recobrar la salud. Los impedidos por lisiaduras o enfermedad iban a los manantiales llevados por sus parientes o por sus criados, quienes se abrían paso a empujones dejando atrás a los débiles. Andaba Jesús por entre el gentío y llamóle la atención un pobre baldado, tendido en su camilla lejos de las fuentes. No tenía parientes o amigos que lo llevasen ni dinero para pagar a un sirviente, ni tampoco le era posible ir por sí mismo. Llenaba aquel lisiado el aire con los quejidos y lamentaciones de su mala suerte. Acercóse Jesús, y llamándole la atención con enérgica mirada de autoridad y poder, le gritó con imperiosa voz: «Levántate, toma tu lecho, y vete a tu casa». El paralítico hizo con pronta obediencia lo que se le mandaba, y con gran sorpresa suya y de los circunstantes vio que le era posible moverse libremente como un hombre bueno y sano.

Ley Eclesiástica

También esta curación despertó vivísimo interés en las gentes al par que la hostilidad de los sacerdotes. Parece que aquel día era sábado, en el que la ley prohibía curar a los enfermos, y además el paralítico había hecho un trabajo mecánico al cargar a cuestas con el lecho según el mandato del sanador. Los mojigatos, azuzados por los sacerdotes, empezaron a insultar a Jesús y al ya curado enfermo, a la manera de los beatos hazañeros de todos los países y de todas las épocas, incluso la nuestra. Aferrados a la letra de la ley, aquellas gentes desconocían su espíritu, y esclavos del formulismo no echaban de ver el significado subyacente en las fórmulas y ceremonias.

Desafiando la tempestad que sobre él se cernía, salió Jesús impávidamente de Bethesda. Estaba sumido en un mar de contrapuestas voces y opiniones. Por una parte, el sanado enfermo y sus amigos defendían con entusiastas argumentos la legitimidad de la curación; pero contra estos pocos se oponían los mojigatos del lugar, que acusaban al quebrantador del sábado y pedían su castigo. ¿Habían de ser de tal modo conculcadas las antiguas leyes de Moisés por aquel presuntuoso nazareno, cuyas ideas religiosas tan tristemente faltas estaban de ortodoxia? ¡Seguramente no! ¡Era necesario castigar al osado! De nuevo Jesús se vio en riesgo de que lo maltrataran de obra o lo condenasen a muerte, por la animadversión de la mojigatería de los ortodoxos.

Fue siempre Jesús enemigo del estúpido formulismo y de la fanática ignorancia relativa al verdadero concepto de la santificación de las fiestas, desconocido por las gentes de pocos alcances. En la precitada ocasión, como en tantas otras, y más señaladamente cuando sus hambrientos discípulos arrancaron unas cuantas espigas para mitigar el hambre, se opuso Jesús a la estricta e inflexible ley de la observancia del sábado.

Su idea era que «el sábado fue hecho para el hombre y no fue hecho el hombre para el sábado». Nada tenía el Maestro de puritano, y en vista de ésta su actitud respecto del asunto, es sorprendente la que algunos toman en nuestro tiempo en oposición a sus enseñanzas teóricas y prácticas, a pesar de llamarse cristianos.

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Regreso a Galilea

Rechazado una vez más por la ignorancia y mojigatería de las gentes, volvióse a Galilea, el país de sus retiro y descanso y escenario de gran parte de su mejor actividad. Abundaban en Galilea sus adictos y admiradores y no corría tanto riesgo de que lo con, turbaran y persiguieran como en las inmediaciones de Jerusalén. Numerosas gentes esperaban allí su ministerio y por millares se contaban los conversos. La población contenía muchas personas curadas por su poder y su nombre era familiar.

Entonces inicio una nueva etapa de su obra. Había decidido compartir su ministerio con sus doce más adelantados discípulos, pues ya no le era posible dirigir personalmente toda la extensión de la obra. Como acostumbraba en las ocasiones críticas, buscó la soledad para entregarse a la meditación y el fortalecimiento espiritual antes de investir a sus doce apóstoles con la alta autoridad de su misión.

Pasó la noche en una de las colinas cercanas a Cafarnaúm, de la que bajó a la mañana siguiente, fatigado de cuerpo por falta de descanso, pero fortalecido de alma y espíritu.

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Iniciación de los Doce

Entonces reunió a los doce a su alrededor, y en apartada congregación les comunicó algunas profundas verdades y secretos, con determinadas instrucciones relativas a la curación y exhortándoles a mantenerse inquebrantablemente fieles a su persona y su obra.

Los relatos evangélicos dicen muy poca cosa referente a las instrucciones que dio Jesús a los doce apóstoles para su futura misión; y así, no tiene quien los lee idea del admirable desenvolvimiento mental y espiritual manifestado por los apóstoles, durante su transición de humildes pescadores u otros oficios análogos, a sumamente desarrollados instructores de adelantadas verdades espirituales. Especialmente al ocultista le parece asombrosa tan repentina mudanza, porque sabe cuán arduas puede ha de hallar el neófito antes de ser iniciado y los altos grados por que ha de pasar el iniciado antes de alcanzar el de Maestro.

Así es que el ocultista comprende la poderosa labor efectuada por Jesús para aducir y desenvolver las naturalezas espirituales de los apóstoles hasta que fueran dignos de que los eligieran por representantes e instructores.

Las tradiciones ocultas enseñan que Jesús siguió un sistemático curso e instrucción de sus escogidos discípulos, conduciéndolos rápidamente grado tras grado de mística disciplina y conocimiento oculto hasta que por fin fueron capaces de que aquél les impusiera las manos en la ocasión aludida en los precedentes párrafos.

Conviene advertir que Jesús transmitió a los apóstoles el dominio de las ocultas fuerzas de la naturaleza que los capacitaba para obrar curaciones milagrosas similares a las de su Maestro, y no cabe suponer ni por asomo, que un Maestro ocultista de tan alto grado como Jesús facultase a los apóstoles para el ejercicio de tan formidable poder sin darles de antemano las instrucciones necesarias respecto al mejor modo de emplearlo. Semejante facultad no se les podía otorgar sin que comprendieran las verdades fundamentales de la naturaleza, únicamente asequible a los iniciados en las básicas verdades de la ciencia y de las fundamenta, les leyes de la vida.

La tradición nos enseña que Jesús inició a los doce apóstoles en los sucesivos grados de las fraternidades ocultas de las que era Maestro, condensando al efecto en un sencillo y práctico sistema didáctico, gran copia de información oculta y místico saber, que comunicó plenamente a quienes había elegido para ser sus principales colaboradores y que le sucedieran después de su muerte, ya según presentía no lejana.

Todo esto ha de comprender muy bien el estudiante del cristianismo místico, si quiere escrutar los secretos de la primitiva Iglesia cristiana después de la muerte de Cristo.

El admirable avance de la nueva religión no podía provenir del mero impulso de los creyentes en el Maestro. Generalmente sucede que, al morir el jefe de una numerosa organización, se desintegra la masa o disminuye su poder, a menos que antes de morir haya «infundido su espíritu» en algunos discípulos escogidos.

Tal hizo Jesús, aunque sólo podía infundir su espíritu en quienes plenamente hubiesen comprendido los fundamentales verdades y principios de sus enseñanzas.

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Exotérico y esotérico

Había una doctrina esotérica para las multitudes y una doctrina esotérica para los Doce. Muchos pasajes de los evangelios así lo demuestran, y bien lo sabían los primeros Padres de la Iglesia. En la ocasión a que hemos aludido explicó Jesús a los Doce las verdades básicas, y desde entonces los trató más bien como Maestros que como discípulos.

De esta final instrucción derivó el Sermón de la Montaña, el más admirable y completo discurso de Jesús, pronunciado casi inmediatamente después de la elección de los doce apóstoles y dirigido más bien a ellos que a la multitud congregada para escucharle.

Comprendía Jesús que los doce apóstoles podrían interpretar aquel sermón en virtud de las esotéricas enseñanzas que les había comunicado, y así fue que prescindiendo del vulgo de los oyentes, dilucidó en aquel sermón las enseñanzas internas en provecho de los elegidos.

Únicamente es posible interpretar el Sermón de la Montaña con la clave interna que abre las puertas de la mente a la comprensión de las enigmáticas sentencias y místico significado de muchos de sus preceptos, según veremos en la lección correspondiente.

Dedicaremos un espacio considerable en una de nuestras últimas Lecciones de esta serie a una consideración del significado interno de este gran sermón y enseñanza, y por lo tanto no entraremos en detalles al respecto en la presente Lección, considerando que es mejor continuar con la historia. de la Obra del Maestro. *

El párrafo anterior fue traducido de la versión en inglés, ya que faltaba en la versión en español.

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La procesión fúnebre

Pocos días después del Sermón de la Montaña, salió el Maestro de Cafarnaúm y fue de poblado en poblado visitando como de costumbre los diversos centros de enseñanza. En el camino realizó Jesús una obra de oculto poder, demostrativa de que era uno de los superiores adeptos de las fraternidades ocultas, porque nadie más hubiera sido capaz de semejante manifestación, pues aun los más encumbrados Maestros orientales rehusaron seguramente emprender la labor que Jesús acometió.

Iba la compañía pausadamente por su camino, cuando cerca de una aldea vieron que venía en su misma dirección un fúnebre cortejo precedido por Un grupo de mujeres que entonaban tristes endechas según costumbre galilea. Seguía el cortejo lentamente su camino. La etiqueta del país exigía que cuantos transeúntes encontraran un entierro a su paso se unieran al acompañamiento y en consecuencia, todos los que iban con Jesús asumieron una actitud de condolencia y muchos tomaron voz en los fúnebres cantos de la comitiva.

Pero Jesús adelantóse hasta la presidencia del duelo, de un modo muy chocante para los estrictos observadores de las fórmulas y costumbres familiares. Colocóse frente al féretro y mandó a los portantes que se detuvieran y lo dejaran en el suelo. Un murmullo de indignación circuló por las filas del acompañamiento y algunos se adelantaron con intento de rechazar al presuntuoso forastero que osaba mancillar la dignidad del funeral en su camino. Pero les contuvo algo que vieron en el rostro de Jesús, y un extraño sentimiento conmovió a los circunstantes porque muchos de ellos reconocieron a Jesús y quienes habían presenciado algunos de sus prodigios propagaron la voz de que algo admirable iba a ocurrir, y así fue que todos se agruparon en torno del Maestro y el ataúd.

El difunto era un joven hijo de una viuda, que en desolada actitud y desesperados ademanes permanecía junto al cadáver como si quisiera protegerlo contra la profanación que recelaba de aquel forastero. Sin embargo, Jesús le echó una mirada de transcendental amor, y con voz vibrante de ternura le dijo: «Madre, no llores; cese tu aflicción». Sorprendida y a la par excitada, la madre miró con ojos suplicantes a quien así le había hablado, y su amor e instinto de madre notó en los ojos de él nueva expresión y el corazón de ella latió con mayor esperanza de algo, sin saber qué fuese. ¿Qué quería decir el Nazareno? Su hijo estaba muerto y ni el mismo Dios había jamás perturbado el profundo sueño del cuerpo que el alma abandonó. Pero, ¿qué significaban aquellas palabras? ¿Qué los latidos de su agitado corazón?

Entonces, con autoritario ademán, apartó el Maestro a las gentes del ataúd hasta que quedaron él, la madre y el cadáver en el despejado espacio del centro. Comenzó a la sazón una insólita y admirable escena. Con los ojos fijos en el rostro del cadáver y en actitud que indicaba un supremo esfuerzo de su voluntad, hizo el Maestro algo que denotaba la acción de las fuerzas superiores sujetas a su mandato. Los apóstoles, ya instruidos por él en ocultismo, reconocieron la índole de la manifestación y palideció su rostro, porque echaron de ver que no sólo derramaba su fuerza vital en el cadáver para saturarlo de prana, sino que también trataba de llevar a cabo una de las más difíciles operaciones ocultas, cual era la de atraer del plano astral el alma del difunto e infundida de nuevo en el cuerpo vigorizado con vital energía. Comprendieron los apóstoles que el Maestro, por su supremo esfuerzo de su voluntad, estaba revertiendo el proceso de la muerte. Y con exacta apreciación de la verdadera naturaleza del prodigio que ante ellos se operaba, se estremecían todos sus cuerpos y se les entrecortaba el aliento.

Entonces exclamaron los circunstantes: «¿Qué le dice este hombre al cadáver? ¡Levántate, joven! ¡Abre los ojos! ¡Respira desahogadamente! ¡Levántate! ¿Se atreverá este forastero a desafiar los decretos del propio Dios?»

Pero el cadáver abrió los ojos y miró asombrado en su derredor. Aún no se había oscurecido del todo su brillo. El pecho se agitaba pesadamente con entrecortada respiración, como si de nuevo luchara por la vida. Después levantó los brazos, movió las piernas y púsose en pie derecho, balbuceando ininteligibles palabras, hasta que, vuelto completamente en sí, se arrojó al cuello de su madre sollozando de placer. El muerto vivía. El cadáver había vuelto a la vida.

La gente retrocedió poseída de pavoroso terror a la vista del espectáculo y la fúnebre comitiva se dispersó en todas direcciones, hasta quedar solos la madre y el hijo llorando de alegría y olvidados del Maestro y sus discípulos en su intenso desborde de amor.

Jesús y los suyos siguieron adelante en su camino, pero la fama del milagro cundió de ciudad en ciudad, hasta llegar a Jerusalén. Las gentes se admiraban o dudaban, según el temperamento de cada quien, mientras que las autoridades políticas y eclesiásticas se preguntaron de nuevo unas a otras si aquel hombre no era un peligroso enemigo del orden social.

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Cena con el fariseo

En una de sus andanzas, invitó a Jesús a que se aposentara en su casa un conspicuo vecino de la ciudad en que predicaba. Era de la clase de los fariseos, caracterizado por su extremada devoción y apego a las fórmulas y ceremonias y una mojigata insistencia sobre la observancia de la letra de la ley. Eran los fariseos el ultra ortodoxo núcleo de un ortodoxo pueblo, y andaban tan erguidos que se doblaban por lo tiesos, y daban gracias a Dios por no ser como los demás hombres. Eran los pietistas miembros de la iglesia y de la sociedad, y su nombre es aún hoy día sinónimo de «fingida piedad».

No se sabe con qué motivo invitó aquel fariseo al Maestro para que comiese en su casa. Probablemente le movió a ello la curiosidad, combinada con el deseo de sonsacar de su huésped afirmaciones de que después pudiera valerse contra él.

De todos modos, Jesús aceptó la invitación y notó que el dueño de la casa no le hizo objeto de ciertas ceremonias acostumbradas entre los judíos al recibir a un huésped de la misma categoría. No le ungieron la cabeza con el aceite ceremonial, como era costumbre en casa de su posición cuando se quería tratar a un huésped como si fuera de la familia. Claramente se advertía que lo miraban con curiosidad, como una «rareza» más bien que como a un amigo, y que por pura curiosidad lo habían invitado. Pero Jesús nada dijo ni se dio por entendido de la omisión.

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La mujer unge con aceite

La comida transcurrió sin incidente notable, y reclinados después cómodamente los comensales a estilo oriental, discutieron sobre diversos temas, cuando una mujer irrumpió presurosa en la sala del banquete. De su traje se colegía que era una de las tantas mujeres livianas que hormigueaban por las ciudades orientales. Iba vistosamente ataviada, con la cabellera flotante sobre los hombros, al estilo de las mujeres de su condición en aquella tierra. Fijó la mujer los ojos en el Maestro y dirigióse pausadamente hacia él, no sin enojo del dueño de la casa que temía una escena, porque probablemente el Maestro reprendería a la mujer por haberse atrevido a acercarse a él, quien era un instructor espiritual.

Pero la mujer se adelantó en sus pasos hacia el Maestro, hasta que postrada ante él y con la cabeza apoyada en sus pies, prorrumpió en amarguísimo llanto. Había escuchado algún tiempo antes la predicación del Maestro, y las semillas de sus enseñanzas habían arraigado y entonces florecido en su corazón, por lo que venía a manifestar su adhesión y rendir una ofrenda al reverenciado Maestro. Estaba allí en presencia de él, en prueba de regeneración espiritual y de su propósito de comenzar una nueva vida. Sus lágrimas habían bañado los pies del Maestro, y los secó con su abundosa cabellera, besándoselos después en señal de fidelidad y adoración.

Prendíale del cuello una cadenilla de la que colgaba una cajita llena de perfumado aceite de esencia de rosas, que ella estimaba en mucho como todas las mujeres de su clase. Rompió el sello de la cajita y derramó el óleo perfumado sobre las manos y los pies del Maestro, quien lejos de rechazar la ofrenda, la aceptó a pesar de su procedencia. El dueño de la casa tuvo entonces pensamientos no muy halagüeños para la cordura de su huésped, y apenas podía disimular la burlona sonrisa que pugnaba por aparecer en sus labios.

Jesús se volvió hacia el fariseo y le dijo, sonriente: «Simón, estás pensando y diciéndote mentalmente: "Este si fuera profeta, conocería quién y qué clase de mujer es la que a él se llega y no la rechaza y aparta de sí?"» El fariseo quedó penosamente confuso porque el Maestro había leído palabra por palabra en su pensamiento según el método telepático de los ocultistas. Después, con amable ironía, llamó Jesús la atención del fariseo sobre la circunstancia de que aquella mujer le había prestado el servicio que él como dueño de casa no cuidó de prestar. ¿No le había bañado y ungido los pies, como el dueño de la casa hubiera hecho si lo considerara digno de este honor? ¿No había ella estampado en sus pies el beso que la etiqueta requería que el dueño estampara en la mejilla del visitante de su casa? En cuanto a la índole de la mujer, la había reconocido y perdonado, diciendo que mucho se le perdonó por haber amado mucho. Y volviéndose a la mujer, le dijo: «Ve en paz, porque perdonados te son tus pecados». Y marchóse la mujer con el rostro transfigurado y firmemente resuelta en su corazón a mudar de vida, porque el Maestro la había perdonado y bendecido.

Pero por aquella acción se concitó Jesús el odio del fariseo y sus amigos. Se había atrevido a reprenderle en su propia casa, y por añadidura se había arrogado la sacra facultad de perdonar los pecados, que era privativa del sumo sacerdote del Templo en la práctica de ciertas ceremonias y sacrificios en el lugar santísimo. Había desafiado los valiosos derechos y funciones sacerdotales en la propia casa de un fariseo, de uno de los más acérrimos defensores del formulismo y de la autoridad.

Este incidente demostró no sólo la amplitud de ideas de Jesús y su universal amor, sino también su valentía en desafiar al odiado formulismo aun en la misma casa de sus obstinados defensores, y su actitud respecto a la mujer, que el pueblo judío tenía en muy poca estimación. No se la juzgaba digna de asistir a las sinagogas y era depresivo para un hombre mencionar a sus parientes femeninos en una reunión, pues consideraban a la mujer en todos respectos muy inferior al hombre y la trataban como cosa casi inmunda en sus más sagradas funciones naturales.

Sobre todo con las mujeres caídas tenía Jesús muy compasiva consideración, pues comprendía la seducción de que habían sido víctimas y lo aflictivo de su situación en la sociedad. Lamentaba la «doble norma de virtud» que consentía los devaneos del hombre sin menoscabo del respeto social, mientras que a la mujer que incurría en el mismo desliz se la vilipendiaba y trataba como un desecho social. Siempre estaba Jesús dispuesto a levantar su voz en defensa de las infelices extraviadas, movido por el sentimiento de injusticia con que los hombres las trataban. Así lo demostró cuando, insidiosamente invitado a que juzgase a la mujer adúltera, exclamó: «Quien de vosotros esté limpio de pecado, que arroje la primera piedra.» No fue extraño que la despreciada mujer le besara los pies y le ungiera con su preciosísimo óleo. Era amigo de todas las de su desdichada condición.

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