Lección 7 El Principio del Fin

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Deambulando, reuniendo

Por los mismos cauces seguía el ministerio de Jesús. De un lado para otro del país, predicaba y enseñaba por ciudades y aldeas, y se le adherían nuevos prosélitos en la continuación de su obra. Se adaptaba al auditorio, dando a cada cual lo que necesitaba sin cometer el error de hablar de modo que no le comprendieran los oyentes. Daba a las masas las enseñanzas generales que requerían, pero reservaba las enseñanzas internas para el círculo esotérico de los discípulos capacitados para recibirlas. Mostraba en ello un profundo conocimiento de los hombres y la estricta conformidad con las costumbres de los místicos, que nunca cometían la torpeza de enseñar las sublimes matemáticas del conocimiento oculto a los estudiantes que estaban aprendiendo las cuatro reglas de la aritmética vulgar. Recomendó a sus apóstoles que no olvidaran jamás este punto de la enseñanza, y les llegó a decir con mucho énfasis que no echaran nunca perlas a los cerdos.

Una noche cruzaba en barco el lago de Genezaret en compañía de los discípulos que habían sido pescadores, y fatigado de la ruda labor del día se envolvió en sus ropas y quedó profundamente dormido. A poco le despertó una conmoción ocurrida entre los tripulantes y pasajeros, pues había sobrevenido tormenta y el barco se balanceaba a punto de zozobrar, con grave temor de los pescadores que lo gobernaban. Se habían desgarrado las velas, derribando gran parte del mástil, y el barco no obedecía al timón porque se había estropeado la rueda. Los tripulantes, presas de terror y pánico, acudieron a Jesús en súplica de que los salvara del naufragio, diciendo: «¡Maestro, Maestro, sálvanos, que perecemos!»

Levantóse el Maestro, y valido de su oculto poder mandó a los vientos que se calmaran y a las olas que se apaciguasen. Siguió la costumbre de los ocultistas orientales de dar sus órdenes de palabra, no porque las palabras tuviesen alguna virtud por sí mismas, sino porque servían de vehículo a su concentrado pensamiento y enfocada voluntad que empleaba en aquella manifestación de su poder. Conocedores los ocultistas de ese procedimiento, se ríen al leer en los evangelios el cándido relato del suceso, en el que se describe a Jesús como si reprendiese a los desencadenados vientos y calmara con sólo su palabra a las alborotadas olas. Los pescadores testigos de la ocurrencia, cuyo relato difundieron entre las gentes, no comprendían la índole de la manifestación oculta, creídos de que hablaba a los vientos y a las olas como si fuesen entidades personales.

Nada sabían del proceso mental subyacente en las palabras, e ingenuamente se figuraban que Jesús reprendía a los vientos y exhortaba a las olas. Todo ocultista sabe que en el trato con las cosas resulta mucho más fácil el procedimiento si las consideramos como si tuvieran inteligente y positiva existencia.

Obedientes al pensamiento y voluntad del Maestro, abatieron los vientos su furia y cesaron de agitarse las aguas. Poco a poco fue recobrando el barco el equilibrio, la tripulación respiró desahogadamente, recompuso el timón y enderezó el mástil. Mientras trabajaban, se decían maravillados unos a otros: «¿Qué hombre es éste, que aun los vientos y las aguas le obedecen?» Jesús, mirándolos tristemente, exhaló aquel grito del místico que conoce el poder latente en el hombre sobre las condiciones materiales, en espera del ejercicio de la Voluntad, sólo posible en correspondencia a una profunda fe. Así, les respondió diciendo: «¿Por qué teméis, hombres de poca fe?»

Al místico le parece extraño que las gentes lean los relatos evangélicos del citado suceso y otros similares, sin ver en ellos otra cosa que una nueva enumeración de milagros obrados por sobrenatural poder. Pero quien conozca las verdades fundamentales, advertirá que, por incompletos que sean los relatos evangélicos de la taumaturgia de Jesús, están llenos de adelantadas enseñanzas ocultas, tan explícitamente expuestas, que parece como si cualquiera pudiese reconocerlas. Pero todavía está en vigor la vieja rutina, y cada cual entiende en lo que es capaz de entender; cada cual ha de aportar algo al relato evangélico, antes de que pueda entresacar algo de él, porque al que tiene le será dado. Siempre la misma mística verdad manifestada en todo tiempo y lugar. Es una fundamental ley de la mente.

La travesía del lago estuvo acompañada de otra manifestación de oculto poder que los clérigos suelen dejar sin comentario o se esfuerzan penosamente en «explicar» el significado del relato. La moderna tendencia materialista ha invadido hasta las mismas iglesias, de modo que los eclesiásticos procuran evitar la acusación de que creen en «espíritus» y análogos fenómenos del mundo astral.

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Ahuyenta las cosas inmundas

Cuando los navegantes llegaron a la tierra de los Gergesenos, en la opuesta orilla del lago, desembarcaron todos, y Jesús y sus discípulos se dirigieron hacia las poblaciones costeñas. Al pasar por los acantilados de la costa, vieron dos extrañas figuras que los iban siguiendo y farfulleaban entre sí. Eran dos enajenados que, acercándose a la compañía, le suplicó uno de ellos al Maestro, de extravagante manera, que librara a los dos de los demonios que los poseían, y gritaba:

«¡Oh, Maestro, Hijo del Dios vivo! Ten misericordia de nosotros y echa de nosotros las cosas inmundas que tenemos.»

Nada dicen los evangelios respecto a la causa de esta demoníaca obsesión, y los exégetas prefieren prescindir de comentarios o achacarlas a la monomanía de los enajenados, a pesar de la explícita afirmación del relato evangélico y su consiguiente declaración. Pero las tradiciones ocultas refieren que aquellos hombres eran víctimas de obsesión, producida por dos entidades evocadas por necromántico conjuro del plano astral, y que habían tomado posesión de los cuerpos físicos de quienes las habían evocado, y no querían volverse a su propio plano, con lo que determinaban que a los poseidos los tomasen por locos y hubiesen de refugiarse en las cuevas de los acantilados, en donde también sepultaban a los difuntos. No intentamos entrar aquí en pormenores sobre este asunto, sino explicar el oculto significado de este milagro de Jesús, que claramente comprenden todos los ocultistas.

Jesús conocía en todo y por todo la naturaleza de la perturbación y rechazó a las dos entidades astrales por medio de su oculto poder. A los pocos momentos se oyó un grito exhalado en una cercana loma, y apareció una numerosa piara de cerdos que atropelladamente se precipitaron en el mar. El relato evangélico es muy explícito sobre el particular, pues dice que los demonios se trasladaron de los hombres a los cerdos, y espantados estos animales se precipitaron en el agua. Jesús habló clara y positivamente de demonios, llamándolos «espíritus inmundos» y mandándoles que «salieran de los dos hombres»; pero todo ocultista adelantado sabe que los cerdos sirvieron de instrumento intermediario para transportar a las entidades astrales a su peculiar plano de vida. Sin embargo, no es posible dar más explicaciones en un libro de pública lectura. Los enajenados recobraron su normal condición, y los anales ocultos dicen que el Maestro les instruyó respecto de las malas artes que habían seguido hasta entonces y les mandó que desistiesen de sus nefarias prácticas, que tan funestas consecuencias les habían acarreado.

Los teólogos cristianos, con pocas excepciones, desdeñan las frecuentes alusiones del Nuevo Testamento a los «demonios» y «diablos», diciendo que los evangelistas (a quienes por otra parte consideran inspirados) debieron ser crédulos y supersticiosos en cuanto «a la absurda demonología de su época».

No hacen caso de que el mismo Jesús habló repetidamente de dichas entidades y les mandó que salieran del cuerpo de los individuos a quienes habían obsesionado. ¿Se atreverán las iglesias a sostener que también Jesús era un crédulo e ignorante palurdo que compartía las supersticiones populares? Por lo visto, así parece. Debemos exceptuar de esta crítica a la Iglesia Católica, cuyas autoridades han reconocido la verdadera situación de estas cosas y prevenido a sus fieles contra las tenebrosas prácticas de necromancia o evocación de entidades astrales.

La ciencia oculta enseña a quienes la estudian, que hay varios planos de vida, cada uno con sus habitantes. Enseña que en el plano astral hay entidades desencarnadas que no se han de transportar a nuestro plano físico. Y precave a todos contra las negras artes, tan comunes en los tiempos antiguos y medievales, de invocar y evocar a tan indeseables moradores del plano astral. Es deplorable que algunos de los modernos investigadores psíquicos desdeñan tan claras advertencias y se exponen por su insensato capricho a graves consecuencias. Exhortamos al lector a que no ceda al afán de presenciar fenómenos astrales. Un escritor ha comparado el psiquismo con una máquina cuyos engranajes arriesgan arrebatar a quien se acerque. ¡Apartaos de las ruedas!

Este milagro de Jesús suscitó viva agitación, y le acusaron de ir por el país llenando de malignos espíritus los ganados de los campesinos y ocasionando su ruina. Los sacerdotes excitaban estos morbosos sentimientos de las gentes y fomentaban su desconfianza, el odio y recelo que los timoratos empezaban a demostrar al Maestro. Se estaban sembrando en el pueblo las semillas del Calvario, con el horrendo fruto en ellas aún embrionario. El odio y la mojigatería eran la esencia de la semilla y del fruto.

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La niña no está muerta

Jesús regresó a Cafarnaúm, y de nuevo invadieron la ciudad multitud de gentes deseosas unas de enseñanzas y otras de curación. La fama de su maravilloso poder terapéutico había cundido por doquiera, y de muy lejos venían los enfermos conducidos en literas para que los tocase la mano del Maestro.

Por entonces se llegó a él un príncipe de la sinagoga llamado Jairo, quien tenía una hija de doce años gravemente enferma y desahuciada de los médicos.

Cuando Jairo vio a su hija a las puertas de la muerte, apresurose a ir donde el Maestro predicaba, y arrojándose a sus pies le suplicó que curase a su amada hija antes de que transpusiera el sombrío portal de lo desconocido. Compadecióse Jesús de la grandísima pena de aquel padre, e interrumpiendo su enseñanza encaminose a casa de Jairo. Con la mente saturada de salutíferos pensamientos y henchido su organismo de las energías vitales que necesitaba para su labor, notó que alguien le tocaba la orla del vestido en busca de curativas fuerzas, y exclamó: «¿Quién es el que me ha tocado; porque he conocido que ha salido poder de mí».

Cerca ya de casa de Jairo, salieron corriendo los criados con ensordecedores gritos y lamentos, diciendo que la niña había muerto mientras esperaban la llegada del sanador. Abatidísimo quedó Jairo al escuchar tan funesta noticia, que desvanecía su mejor fundada esperanza. Pero Jesús le exhortó a tener confianza, y acompañado de sus discípulos Juan, Pedro y Santiago, entró en la cámara mortuoria. Después de apartar a un lado a la llorosa familia y a los vecinos acudidos a consolarla, les dijo: «La niña no está muerta, sino duerme».

Un grito de indignación lanzaron los circunstantes mojigatos al oír estas palabras del Maestro. ¿Cómo se atrevía a escarnecer la presencia de la difunta, abandonada de los médicos y sobre cuyo cadáver habían ya empezado los sacerdotes a practicar los ritos fúnebres? Pero sin escucharlos, pasó el Maestro las manos por la cabeza de la niña y estrechó entre las suyas las del cadáver. Ocurrió entonces una cosa extraña. El pecho de la niña empezó a moverse y se colorearon de rosa sus mejillas. Después movió brazos y piernas, abrió los ojos con expresión de asombro y miró al Maestro sonriendo dulcemente. Entonces, Jesús, con aire de suavísima ternura, salió del aposento, ordenando que le trajesen de comer a la niña.

Comenzaron en seguida las acostumbradas discusiones. Unos dijeron que el Maestro había resucitado a otro muerto, mientras que otros porfiaban que la niña estaba cataléptica y hubiera vuelto en sí de todos modos. ¿No había dicho el mismo Maestro que estaba dormida?

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Influencia creciente

Pero el Maestro no hizo caso de las disputas y se restituyó al campo de su labor, que continuó como de costumbre, enviando a sus apóstoles a otros lugares del país, previas instrucciones respecto a la terapéutica ocultista. Mucho éxito tuvieron los esfuerzos de los apóstoles y de todas partes llegaron excelentes noticias de su labor. Las autoridades reconocieron la creciente influencia del joven Maestro, cuyas acciones vigilaron desde entonces con más ahínco los espías. Tuvo por aquel tiempo Herodes noticia de las enseñanzas del Maestro, en las que reconoció la misma tónica que en las de Juan el Bautista, que había sido condenado a muerte, y comprendió por ello que aunque los hombres murieran, subsistía vivo el espíritu de sus enseñanzas.

No es extraño que el cruel tetrarca exclamase con angustioso terror: «¡Este es el espíritu de Juan, a quien hice decapitar, que ha salido del sepulcro para vengarse de mí!» Las autoridades dieron cuenta a Roma de que había aparecido un joven fanático, a quien muchos consideraban como el Mesías y futuro rey de los judíos, que tenía millares de prosélitos por todo el país. A su debido tiempo llegaron órdenes de Roma para que se vigilase cuidadosamente a aquel hombre, quien sin dada trataba de sublevar al pueblo, y que lo encarcelasen o lo condenaran a muerte en cuanto hubiera pruebas lo bastante convincentes.

Por entonces estaba Jesús en un pueblecito de pescadores llamado Betsaida, a orillas del lago, a unos diez kilómetros de Cafarnaúm. Embarcóse en un bote para ir a un paraje de la costa donde pensaba descansar algunos días; pero al desembarcar estaba aquel paraje ocupado por una multitud anhelosa de enseñanza y curación. Prescindiendo de su fatiga mental y física, satisfizo las necesidades de aquellas gentes, entregándose con fervor y celo a la doble obra de instruir y curar. Había unas cinco mil personas reunidas en su derredor, y a la caída de la tarde circuló la voz de que tenían hambre y no había en el campo suficientes vituallas para saciar la de todos. Promovióse por esta causa un gran tumulto y se oyeron algunas que otras maldiciones. Olvidadas las necesidades espirituales, clamaban imperiosamente por la satisfacción de las corporales. ¿Qué hacer?

Llamó Jesús a los encargados de distribuir los víveres que había en el campo, y mucho fue su disgusto al saber que todo el repuesto consistía en cinco panes y dos peces. Los discípulos no llevaban dinero con qué comprar subsistencias, porque vivían de la hospitalidad del país y de las ofrendas de los fieles; y así es que le aconsejaron al Maestro que despachase a la multitud, diciendo que cada cual fuese a Betsaida en busca de sustento. Pero Jesús no quiso hacer semejante cosa, sobre todo teniendo en cuenta que abundaban entre el concurso los paralíticos traídos desde muy lejos por sus parientes y amigos, y que aún no estaban curados, y decidió emplear su poder en alimentar a aquella gente.

Ordenó a sus discípulos que distribuyeran a la multitud en grupos de quince personas en disposición de comer, y después mandó que le trajeran los cinco panes y dos peces, sobre los que impuso las manos, los bendijo, y encargó a sus discípulos que los distribuyeran entre la multitud. Los discípulos se miraron unos a otros con aire de extrañeza, creídos de que su Maestro se había vuelto loco; pero conforme iban sacando panes y peces se multiplicaban asombrosamente, de modo que las cinco mil personas saciaron el hambre, y con las sobras se llenaron muchos cestos repartidos entre los más pobres para que se los llevaran a casa y comieran al día siguiente.

Pero se movió un alboroto, porque aquellas gentes, con el estómago satisfecho, creyeron que Jesús tenía sobrado poder para mantenerlos siempre gratuitamente, y empezaron a dar entusiastas gritos de: «¡El Mesías! ¡El rey de los judíos! ¡El Proveedor del Pueblo! ¡El Hijo de David! ¡El gobernante de Israel!» La multitud se exaltó con estos gritos, y algunos de los más osados o quizá mercenarios espías que procuraban poner a Jesús en un compromiso político, lanzaron la idea de que todos como un ejército en formación y con Jesús al frente fuesen de ciudad en ciudad hasta sentado en el trono de Israel en Jerusalén. Conocedor Jesús del peligro que semejante propósito entrañaba para su misión, procuró disuadir de aquel disparate a aquellos fanatizados capitostes, y receloso de que las autoridades interviniesen en vista del tumulto, ordenó que los Doce se fueran en el bote a la margen opuesta del lago; pero él se quedó con la multitud para afrontar el recelado peligro.

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Caminando sobre el agua

Retiróse a las cercanas colinas y estuvo toda la noche en meditación. Al día siguiente por la mañana temprano notó que se había levantado tempestad en el lago, y que sin duda estaría en peligro el débil bajel en que iban sus discípulos, quienes de un momento a otro podían naufragar y ahogarse. Deseaba juntarse con ellos para confortarlos; pero como no había ningún barco en la costa, se lanzó intrépidamente de pies al agua y sobre ella anduvo veloz hacia el punto en donde conjeturaba que debía estar el barco. Consciente del poder de levitación de que se valía para contrarrestar la fuerza de gravedad, se encaminaba rápidamente hacia sus discípulos, y al llegar cerca de ellos, creyeron que era un fantasma aquella blanca figura deambulante sobre las aguas y se sobrecogieron de temor. El Maestro les gritó: «Soy yo, no temáis».

Entonces le dijo Pedro: «Señor, si eres tú, manda que yo vaya a ti sobre las aguas». El Maestro le dijo sonriente que hacia él viniera como deseaba; y Pedro, cuyas potencias latentes empezaba a actualizar la fe que tenía en su Maestro, echó pies al agua y anduvo algunos pasos; pero perdiendo de pronto la fe y el valor, perdió también el poder y se hubiera hundido a no cogerle el Maestro de su mano y entrar ambos en el barco. Los tripulantes acogieron a Jesús con vivo entusiasmo e hicieron rumbo a la costa cerca de Cafarnaúm.

En el intento de Pedro de andar sobre el agua, tenemos vivísimo ejemplo de la conocida influencia de la actitud mental de fe en la manifestación del oculto poder. Todos los ocultistas saben que sin implícita fe en su interno poder no logrará manifestado en acción. Saben que con la fe pueden obrar milagros sin ella imposibles. Mientras Pedro mantuvo su fe, fue capaz de contrarrestar la acción de ciertas leyes de la naturaleza por medio de la de otras no tan bien conocidas; pero tan pronto como el temor suplantó a la fe, desvanecióse su poder. Este es un invariable principio ocultista, y el relato del incidente de Pedro contiene todo un volumen de enseñanza oculta para quien sea capaz de leerlo.

Llegados en salvo a la costa del lago, prosiguió Jesús su obra, pues siempre acudía multitud de gente a su alrededor. Pero en la opuesta costa del lago, la muchedumbre saciada con los multiplicados panes y peces se mantenía en levantisca actitud, vociferando que su caudillo los había abandonado negándoles los panes y peces cuya provisión esperaban que había de continuar. También lamentaban que no prosiguiera el reinado, de los milagros, y por todo ello empezaron a denigrar al Maestro a quien la noche antes habían aclamado. Así, Jesús experimentó, como todos los insignes instructores, la ingratitud del veleidoso pueblo. Los buscadores de panes y peces con qué vivir sin trabajar y los milagreros constantemente renovados, han sido siempre la perdición de los egregios instructores de la Verdad. Cuantos anhelen ser instructores han de advertir que las multitudes que hoy reverencian a un Maestro espiritual, con la misma facilidad lo despedazarán mañana.

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Fariseos y escribas

Malas consecuencias tuvo la compasiva equivocación de Jesús al valerse de sus ocultos poderes para alimentar el gentío, porque bien sabía que era aquello contrario a las reglas consuetudinarias de las fraternidades ocultas. Los formalistas escribas y fariseos, enterados del suceso, se llegaron al Maestro para acusarlo de haber violado una de las fórmulas y ceremonias prescritas por las autoridades eclesiásticas, que exigían de los fieles que se lavasen las manos antes de toda comida. También le acusaron de herejía y de falsas enseñanzas que incitaban a las gentes a prescindir de las acostumbradas ceremonias y observancias. Indignado, Jesús replicó a sus acusaciones con enérgicas y justas invectivas, diciéndoles: «Sois hipócritas que guardáis los mandamientos de los hombres y quebrantáis los de Dios. Os laváis las manos, pero no el alma. Sois ciegos que guiáis a otros ciegos y caéis juntos en hoyos de inmundicia. Lejos de aquí vosotros y vuestra hipocresía». Pero no cesaron los comentarios hostiles a su acción, y disgustado de la aridez del suelo en que había sembrado las preciosas semillas de la Verdad, reunió a sus discípulos y trasladóse a Tiro y Sidón, pacífica comarca donde podría reposar y meditar nuevos planes y obras. Ya veía el principio del fin.

Para comprender la situación del Maestro en aquel entonces, conviene advertir que siempre había actuado entre las masas populares, que eran sus más entusiastas admiradores. Así es que, mientras estuvo atrincherado en el corazón del pueblo, las autoridades civiles y eclesiásticas no se atrevieron a atacarle, temerosas de una grave sublevación; pero una vez lograron malquistarlo con las gentes, arreciaron la persecución y las quejas contra él, consiguiendo al menos convertirlo en un impopular vagabundo. Lo expulsaron de las grandes ciudades, de modo que se vio precisado a peregrinar por las comarcas menos pobladas del país, y aun allí los espías y agentes de la autoridad le acosaban y tendían lazos por ver si le ponían en algún compromiso legal.

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Jesús se revela a sí mismo

Por entonces reveló a sus apóstoles las circunstancias de su divino origen, que ya conocía claramente, y les dijo qué destino le esperaba por haberlo libremente escogido. Añadió que no confiasen en cosechar desde luego los frutos de su obra, porque él no hacía más que sembrar las semillas que tardarían siglos en fructificar. Les reveló el místico secreto de la naturaleza de su obra tal como se revela y sigue revelando hasta hoy día a los iniciados de la oculta Fraternidad. Pero ni aun aquellos discípulos escogidos acabaron de comprender la verdadera importancia de sus enseñanzas, y una vez afligióse al escuchar una discusión tenida entre ellos acerca de los altos cargos que esperaban desempeñar.

Conoció Jesús que le había llegado la hora de trasladarse a Jerusalén para afrontar allí el suceso culminante y coronario de su extraordinaria misión. Y como bien sabía que con semejante proceder ponía su cabeza entre las quijadas del león de las autoridades civiles y eclesiásticas, asentó firmemente sus pies en el camino de Jerusalén, la ciudad capital y centro de la influencia eclesiástica. Aquel camino fue muy duro de recorrer, porque según se acercaba a la capital crecía el número de sus enemigos y era más acerba su oposición. En una aldea le negaron el derecho de hospitalidad, infamia casi desconocida en los países orientales. En otro lugar le arrojaron un pedrusco que lo hirió gravemente. Las gentes se revolvían contra él y le pagaban con insultos y maltratos sus compasivos servicios. Tal es la suerte de todo instructor de la Verdad que echa las sagradas perlas de la sabiduría a los cerdos de multitudes indignas. Repetidas veces lo han experimentado así, cuantos quisieron trabajar por el bien del mundo. ¡Y todavía oímos las quejas de los que deploran que las enseñanzas esotéricas están reservadas a unos cuantos y preguntan que por qué no se han de difundir entre las gentes! El poste de la hoguera, el potro, la lapidación, la prisión celular, la cruz y los modernos sucedáneos de estos suplicios responden calladamente a la pregunta en cuestión.

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Lázaro

Caminando hacia Jerusalén, llegaron Jesús y sus escogidos discípulos a Perea, distante algunas leguas de Betania. En este último punto residía una familia amiga de Jesús, compuesta de dos hermanas, María y Marta, y de un hermano llamado Lázaro. Llegó a Perea un propio procedente de Betania con la noticia de que Lázaro se estaba muriendo, y suplicaban sus hermanas que fuese a sanarlo. Pero Jesús no quiso ir y dejó pasar algunos días en hacer caso del aviso. Por fin decidió ir a Betania, porque según dijo a sus discípulos, ya había muerto Lázaro. Al llegar a Betania vieron que, en efecto, estaba Lázaro muerto y sepultado.

Los de Betania recibieron a Jesús con enfurruñada hostilidad, como si dijesen: «Ya está otra vez este herético impostor. No se abrevió a venir en auxilio de su moribundo amigo. Le falló su poder y ahora está desacreditado y desenmascarado». Marta reconvino amistosamente a Jesús por su indiferencia y demora, y él respondió que Lázaro resucitaría, a lo que ella no dio crédito alguno. Después vino María, cuyo dolor era tan intenso y vivo que arrancó lágrimas aun de los propios ojos de Jesús, que eran ya incapaces de llorar por haber visto tanto humano sufrimiento.

Preguntó Jesús que en dónde habían enterrado a Lázaro, y lo condujeron a la tumba, seguido de un tropel de gente curiosamente anhelosa de presenciar otro prodigio del hombre a quien temían a pesar de aborrecerlo y vituperarlo. Llegado Jesús delante de la fría sepultura mandó a los hombres que levantasen la losa. Titubearon los hombres, porque sabían que el cadáver estaba en la tumba y aún se notaba el característico olor de los cadáveres en corrupción. Pero el Maestro insistió en el mandato y entonces los hombres levantaron la losa, quedando Jesús frente a la abierta sepultura.

Permaneció durante algunos minutos en actitud meditabunda, con notorios indicios de enérgica concentración mental. Sus ojos tomaron extraña expresión y todo su cuerpo denotaba que ponía en acción toda la energía de su interno poder. Desechaba de su mente cuantos pensamientos la habían llenado en las pasadas semanas, a fin de enfocarla en un sólo punto y concentrarse para la obra que iba a efectuar.

Entonces, movilizando sus fuerzas de reserva, con un potente esfuerzo exclamó: «¡Lázaro! ¡Lázaro! ¡Ven fuera!»

Los circunstantes se sobrecogieron de horror al escuchar la evocación de un difunto ya medio corrompido, y se oyeron algunas voces de protesta; pero Jesús, sin hacer caso de nadie, exclamó de nuevo: «¡Lázaro! ven fuera! ¡Yo te lo mando!»

Y entonces apareció en la boca del sepulcro la espectral figura de Lázaro envuelto en el sudario, del que luchaba por desprenderse y ver la luz. ¡Verdaderamente era Lázaro! Al rasgar el sudario, todavía manchado con las suciedades de la corrupta materia, vieron todos que las carnes del resucitado estaban limpias y puras como las de un niño. Jesús había obrado un prodigio mucho mayor de cuantos hasta entonces habían asombrado al mundo.

La excitación causada por esta incomprensible maravilla llegó a Jerusalén cuando ya se creía que el Maestro estaba recluido en su propia insignificancia, y puso de nuevo en actividad a las autoridades, que determinaron acabar de una vez para siempre con aquel pestilente charlatán. ¡Nada menos que resucitar un cadáver putrefacto! ¿Qué nuevas imposturas no maquinaría para alucinar a las crédulas gentes y volverlas a reunir en torno de su rebelde estandarte? Aquel hombre era indudablemente peligroso y debía ponérsele en el acto donde no pudiera dañar.

A las pocas horas de recibirse en Jerusalén la noticia de la resurrección de Lázaro, se reunió en sesión el sanedrín, el supremo concilio eclesiástico de los judíos, convocado urgentemente por sus directores para tomar enérgicas medidas contra aquel impío y herético impostor, cuyos ataques a la religión y el orden social se habían tolerado por demasiado tiempo. Se le había de parar manos y pies antes de que sublevara al pueblo una vez más. Los sacerdotes advirtieron a las autoridades romanas de que el peligroso hombre que se acercaba a la ciudad pretendía ser el Mesías, y sus propósitos eran derrocar primero a las autoridades del Templo y después proclamarse rey de los judíos y ponerse al frente de un movimiento revolucionario con intento de desafiar y vencer a los de la misma Roma.

Toda la máquina política se puso en movimiento, y los ministros de la ley se prepararon para prender a Jesús y sus discípulos en cuanto hiciesen la más mínima cosa que los delatara como enemigos de la sociedad, de la religión y del Estado. Las autoridades romanas se pusieron alerta al recibir el aviso de los sacerdotes judíos, determinadas a sofocar la rebelión en cuanto apuntase. El sumo sacerdote Caifás convocó a todos los sacerdotes y acordaron que sólo la muerte de aquel falso Mesías podría acabar con la agitación que amenazaba destruir su poder y autoridad. Así quedó echada la suerte.

Entretanto, Jesús descansaba en Betania rodeado del gentío que acudía a ver a Lázaro y a renovar su adhesión al Maestro, a quien tan vilmente habían abandonado. Eran adoradores del dios éxito, y los últimos milagros habían reavivado su desfalleciente y debilitada fe, y acudían con presuroso entusiasmo a alabar y bendecir al Maestro, al mismo que ayer habían vilipendiado y contra el que mañana vociferarían: «¡Crucificadle!» Porque tal es la psicología de las multitudes. De los que seguían a Jesús, ninguno se abrevió a confesar su adhesión en la hora de prueba; y aun huyeron al vedo en manos de sus enemigos. Y por ellos vivió y sufrió y enseñó el Hijo del Hombre. Ciertamente, su vida fue el más estupendo milagro de todos.

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