Lección 4 El Comienzo del Misterio

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Su propia gente

Al regresar Jesús a su país natal después de haber viajado durante algunos años por India, Persia y Egipto, creen los ocultistas que pasó al menos un año en las diversas logias y criptas de los esenios. Ya vimos en la primera lección qué era la Fraternidad de los esenios. Mientras Jesús estudiaba en las cámaras esenias, llamóle la atención la obra de Juan el Bautista, y vio en ella favorable coyuntura para dar principio a la grande obra que se sentía llamado a cumplir en su nación. Soñaba en convertir a los judíos al concepto que él tenía de la Verdad y de la Vida, y determinó hacer de esta obra la magna empresa de su vida.

Difícil es vencer y desarraigar el sentimiento nacionalista, y Jesús consideraba que al fin y al cabo estaba en su patria, entre sus paisanos, por lo que se reafirmaban los lazos de sangre y de raza. Desechó por tanto su primer propósito de vagabundear por el mundo y resolvió plantar en Israel el estandarte de la Verdad, para que de la capital del pueblo escogido se difundiera por el mundo entero la Luz del Espíritu. Hizo esta elección el hombre Jesús, el judío Jesús; y aunque desde un alto y amplio punto de vista no tenía raza ni país ni patria determinada, su naturaleza humana era demasiado robusta, y al ceder a ella sembró las semillas de su ruina final.

Si hubiera pasado por Judea como un misionero transeúnte, según habían hecho otros antes que él, hubiese evitado las iras gubernamentales, pues aunque se concitara la hostilidad y el odio de los sacerdotes, no diera motivo a que le acusaran de pretender la corona de Israel como rey de los Judíos y Mesías que había de ocupar el trono de David, su antepasado. Pero nada nos permite ceder a especulaciones de esta índole, porque ¿quién sabe la parte que el destino o el hado toma en el plan del universo?; ¿quién sabe en dónde termina el libre albedrío y empieza el destino a mover las piezas en el tablero para que el magno juego de la vida universal se cumpla de conformidad con el plan de Dios?

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Juan el Bautista

Ref: Luke 3:1-20

Mientras Jesús estaba con los esenios, según hemos dicho, oyó por primera vez hablar de Juan, de cuyo ministerio decidió aprovecharse como de favorable apoyo para emprender su magna obra. Comunicó a los monjes esenios su determinación de marcharse a donde estaba Juan, a quien de ello avisaron los monjes. Dice la tradición que Juan ignoraba el nombre del que iría a verle, pues sólo le dijeron que un insigne Maestro de extrañas tierras se le uniría más adelante y que debía preparar a las gentes para su venida.

Juan cumplió al pie de la letra estas instrucciones de sus superiores en la Fraternidad esenia, según vimos en nuestra primera lección con referencia al Nuevo Testamento. Exhortó a las gentes al arrepentimiento y a la rectitud de conducta, a que se bautizaran de conformidad con el rito esenio, y sobre todo a que se preparasen para la venida del Maestro. Les decía con vigorosa voz: «Arrepentios porque se acerca el reino de los cielos». «Arrepentios porque viene el Maestro».

Cuando las gentes que en torno de Juan se reunían le preguntaban si era el Maestro, respondía: «No soy el que buscáis. El que viene tras mí, más poderoso es que yo, y de cuyos zapatos no soy digno de desatar la correa. Yo os bautizo con agua, pero él os bautizará con el fuego del Espíritu Santo que está en él». Continuamente los exhortaba a que se preparasen para la venida del Señor. Juan era un verdadero místico que se dedicaba enteramente a la obra por vocación emprendida y se ufanaba de ser el precursor del Maestro, de cuya venida le había informado la Fraternidad.

Según dijimos en la primera lección, un día presentóse ante Juan un hombre de juvenil virilidad, de aspecto digno y tranquilo, que lo miraba con los expresivos ojos del verdadero místico. El forastero solicitó de Juan el bautismo; pero al conocer Juan por los signos y símbolos de la Fraternidad la categoría del forastero, no quiso que recibiese de sus manos el bautismo, porque le era superior en grado oculto. Pero Jesús, que tal era el forastero, le replicó diciendo que no reparase en ello, pues convenía que lo bautizase. Así es que Jesús entró en el agua para recibir de nuevo el místico rito y demostrar a las gentes que había ido allí como uno de los tantos.

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El desierto

Entonces ocurrió aquel extraño y conocido suceso en que una paloma, como si del cielo bajara, se posó sobre la cabeza de Jesús, y oyóse una suave voz, cual susurró del viento entre los árboles, que decía: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia». Entonces, Jesús, amedrentado por el extraño mensaje del Más Allá, apartóse de la multitud y se fue al desierto, como si necesitara un retiro donde meditar los sucesos del día y considerar la obra que a la sazón veía confusamente desplegarse ante él.

A los vulgares lectores del Nuevo Testamento, poco o nada les emociona la estancia de Jesús en el desierto, porque la consideran como mero incidente de los comienzos de su ministerio; pero los místicos y ocultistas saben por las enseñanzas de su Orden que Jesús fue sometido en el desierto a varias pruebas ocultas con objeto de vigorizar su poder y atestiguar su resistencia. Según saben los miembros de grados superiores de cualquier orden oculta, el grado conocido con el nombre de la «Prueba del Desierto» se funda en la mística experiencia de Jesús y simboliza las pruebas a que fue sometido. Consideremos este suceso de tantísima significación e importancia para los verdaderos ocultistas.

El desierto a donde Jesús dirigió sus pasos estaba muy lejos del río Jordán en donde recibió el bautismo. Dejando tras sí las fértiles riberas y los campos de cultivo, acercóse al desolado desierto que aun los naturales del país miraban con supersticioso horror. Era uno de los más áridos y fantásticos parajes de aquella fantástica y árida porción del país, llamado por los judíos «la mansión del horror», «el desolado lugar del terror» y «la espantosa región», con otros nombres sugerentes del supersticioso temor que infundió en sus corazones. El misterio de los lugares solitarios planeaba sobre aquel paraje y únicamente los hombres de esforzado corazón se aventuraban en su recinto. Aunque de la índole de los desiertos, abundaba aquel lugar en desnudas y repulsivas colinas, riscos, camellones y despeñaderos. Quien haya visto alguno de los desolados parajes del continente americano, o haya leído las descripciones del Valle de la Muerte o de tierras alcalinas, podrán tener idea de la naturaleza del desierto hacia donde se dirigía el Maestro.

Según adelantaba en su camino, iba poco a poco desapareciendo toda normal vegetación, hasta que sólo quedaron las macilentas malezas peculiares de tan desolados lugares, las formas de vida vegetativa que en su lucha por la existencia habían logrado persistir en tan adversas condiciones para mostrar a los naturalistas la superación de las ordinarias leyes, por ellos conocidas, de la vida vegetal.

Fountain at Engedi

Fountain at Engedi

Poco a poco iba desapareciendo la prolífica vida animal de las tierras bajas, hasta no dejar otro rastro de ella que los buitres cernidos sobre la cabeza y los eventuales reptiles bajo los pies del caminante cobijado por el grave silencio de cuanto le rodeaba, tanto más grave a medida que adelantaba el paso. Hubo un momento de interrupción en la terrible escena al atravesar el último lugar habitado en el camino del corazón del desierto. Era la aldea de Egendi, donde estaban los calizos depósitos de agua que abastecían a las tierras bajas del país. Los pocos habitantes de aquel remoto puesto avanzado de la primitiva civilización, miraban con pavorosa extrañeza al solitario viajero que pasaba sin dirigirles ni una mirada, como si con la vista horadase las áridas colinas que a lo lejos se divisaban y encubrían los recónditos repuestos no hollados por el hombre, pues hasta los más animosos no osaban penetrar allí, atemorizados por los fantásticos relatos que representaban aquel lugar como escenario de las diabólicas orgías de las siniestras y malignas entidades a que san Pablo llama las potestades del aire.

Adelante caminaba el Maestro sin apenas fijarse en el desolador espectáculo del paisaje, que ya sólo mostraba sombríos riscos, tenebrosos despeñaderos y desnudas rocas, sin otro alivio de su aridez que los esporádicos mechones de fibrosas hierbas silvestres y fantásticos cardos erizados de protectoras espinas que los defienden de sus enemigos.

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La cumbre

Al fin el caminante llegó a la cumbre de una alta colina, desde donde contempló el escenario que ante su vista se desplegaba, capaz de oprimir el corazón de un hombre vulgar. Tras sí dejaba el país por donde había pasado, que aunque sombrío y árido era un paraíso en comparación del que tenía delante. A su alrededor estaban las cuevas y madrigueras de los forajidos que habían buscado allí la dudosa seguridad contra las leyes humanas; y en la lejanía columbraba el escenario del ministerio de Juan el Bautista, donde imaginativamente veía a las muchedumbres discutiendo sobre la verdad del extraño Maestro anunciado por aquella Voz, pero que había rápidamente desaparecido de la escena huyendo del gentío que forzosamente le hubiese adorado como a Maestro y obedeciendo sus menores mandatos.

Por las noches dormiría en alguna escarpa de la colina o al borde de un profundo precipicio. Pero estas cosas no le conturbaban, y a cada nueva aurora, se adelantaba ayuno hacia el corazón del desierto, guiado por el Espíritu, al lugar donde había de sostener la acerba lucha espiritual que por intuición conocía que le aguardaba.

Las palabras de la Voz le acosaban, aunque no del todo las comprendía porque aún no había movilizado las íntimas reservas de su mente espiritual. ¿Qué significaban aquellas palabras: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia»? Y todavía no llegaba la respuesta al clamor de su alma, que en vano buscaba la explicita solución de aquel enigma.

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La soledad

Y siguió caminando hasta que al fin escaló la escarpada falda de la desnuda montaña de Quarantana, allende la cual presentía que iba a comenzar su lucha. No encontraría nada con que sustentarse y habría de entablar la batalla sin el material alimento que ordinariamente necesita el hombre para mantener su vida y reparar sus fuerzas. Y aún no había recibido la respuesta al clamor de su alma. Las peñas que hallaban sus pies, el cielo azul que sobre su cabeza se extendía y los altos picos de Moab y Gilead, que se erguían en lontananza, no daban respuesta alguna al ardoroso e insistente anhelo de escrutar el enigma de la Voz. La respuesta había de llegar de su interior, de sí mismo únicamente.

Y en el corazón del desierto había de permanecer sin alimento, sin abrigo y sin humana compañía hasta que llegase la respuesta. Por la misma experiencia que el Maestro han de pasar los discípulos cuando alcancen el punto de evolución en que únicamente es posible recibir la respuesta. Han de experimentar el pavoroso sentimiento de «soledad», de hambre espiritual, de espantoso alejamiento de todo cuanto tiene el mundo en estima, antes de que brote la respuesta del interior, del Santo de los Santos del Espíritu.

Para comprender la índole de la lucha espiritual que aguardaba a Jesús en el desierto, la lucha que había de ponerlo frente a frente de su propia alma, es necesario considerar la anhelosa expectación de los Judíos por el Mesías. Las tradiciones mesiánicas habían arraigado hondamente en la mentalidad del pueblo judío, y sólo necesitaban la chispa de una vigorosa personalidad para entusiasmar fervorosamente a Israel y destruir con su fuego las influencias extranjeras que habían amortiguado el espíritu nacional.

En el corazón de todo judío digno de este nombre estaba grabada la idea de que el Mesías nacería de la estirpe de David y vendría a ocupar el legítimo puesto como Rey de los judíos. Oprimido estaba Israel por sus conquistadores y sujeto a un yugo extranjero; mas cuando el Mesías viniese a librar a Israel, todos los judíos se levantarían unánimes para expulsar a los invasores Y conquistadores extranjeros, y sacudir el yugo de Roma, Israel a ocupar su sitio entre las naciones de la tierra.

Jesús conocía muy bien esta esperanza nacional, porque desde niño se la habían infundido en su ánimo. Había meditado frecuentemente sobre ella durante su peregrinación y permanencia en países extraños. Sin embargo, las ocultas tradiciones no le señalaron como Mesías hasta que regresó a su patria después de los años de estudio y servicio en las naciones extranjeras. Creía que la idea de ser el tan esperado Mesías la había insinuado algún instructor esenio, durante la temporada que con ellos estuvo antes de presentarse ante Juan el Bautista.

Se le dijo que los maravillosos sucesos que habían acompañado a su nacimiento le destinaban a desempeñar importantísima parte en la historia del mundo. Así pues ¿no era razonable creer que dicho papel había de ser el de Mesías venido para sentarse en el trono de David, su padre, y realzar a Israel de su oscura posición a la de refulgente estrella en el firmamento de las naciones? ¿Por qué no había de ser él quien condujese al pueblo escogido a su propio lugar?

Jesús empezó a meditar en estas cosas.. No tenía en absoluto ambiciones personales, pues se inclinaba por natural impulso a la vida de un asceta ocultista; pero la idea de redimir y regenerar a Israel era capaz de inflamar la sangre de todo judío, aunque careciese de ambiciones personales.

Siempre había creído Jesús de uno u otro modo que era diferente de los demás hombres y que le esperaba una magna obra, aunque no comprendía cuál fuese su propia naturaleza ni la índole de la obra que había de realizar. Así no es extraño que las manifestaciones de los esenios le moviesen a reflexionar detenidamente sobre la idea que le expusieron. Además, el maravilloso suceso de la paloma y la Voz cuando le bautizó Juan, parecía confirmar la idea de los esenios. ¿Era él verdaderamente el tan esperado libertador de Israel? Seguramente debía averiguado y arrancar la respuesta de lo más recóndito de su alma. Por esto buscó refugio en el desierto, con el intuitivo presentimiento de que en la soledad y la desolación pelearía su batalla y recibiría la respuesta.

Comprendía que estaba en una importantísima fase de la obra de su vida y le era preciso formularse allí mismo y una vez por todas, la pregunta: «¿Quién soy?» Así es que se apartó de las admiradoras y adorantes multitudes de los partidarios de Juan, en busca de la soledad de los áridos parajes del desierto, en donde presentía colocarse frente a frente de su propia alma y recibiría la respuesta.

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La lucha

Ref: Lucas 4:1-13

En el más recóndito paraje del corazón del desierto luchó Jesús espiritualmente consigo mismo durante muchos días sin alimento ni abrigo. Terrible fue la lucha, como digna de tan grande alma. Primeramente hubo de combatir y dominar las insistentes necesidades del cuerpo.

Refiérese que el punto culminante de la lucha física llegó un día en que la mente instintiva que preside las funciones fisiológicas le exigió desesperadamente el sustento del cuerpo con todas las fuerzas de su naturaleza, y sugirióle la idea de que si mediante ocultos poderes era capaz de convertir en pan las piedras, que las convirtiese y corriera para satisfacer el hambre, cosa severamente condenada por los verdaderos místicos y ocultistas.

La voz del Tentador le gritaba: «Di que estas piedras se conviertan en pan». Pero Jesús resistió la tentación, aunque sabía que por el poder de su concentrado pensamiento no tenía más que forjar la imagen mental de la piedra como si fuese pan y después querer que se materializara el pan. El milagroso poder con que ulteriormente convirtió el agua en vino y más tarde empleó en multiplicar los panes y los peces, lo capacitaba en aquel momento para satisfacer las ansias de su cuerpo y quebrantar el ayuno.

Únicamente el adelantado ocultista que conoce la tentación de emplear sus poderes en personal provecho, puede comprender la naturaleza de la lucha que Jesús hubo de librar y de la que salió victorioso. Como oculto Maestro que era, desplegó todas sus fuerzas internas para vencer al Tentador.

Pero todavía otra tentación mayor iba a ponerlo en extrema prueba. Acometióle la idea del mesianismo y del reinado sobre los judíos, a que ya hemos aludido. ¿Era el Mesías? Y si lo era, ¿cuál había de ser la norma de su vida y acciones? ¿Estaba destinado a despojarse de las ropas y el bordón del asceta e investirse la regia púrpura Y empuñar el cetro? ¿Había de abandonar las funciones de guía e instructor espiritual y ser el rey y gobernante de Israel? Estas preguntas dirigía a su alma en demanda de respuesta.

Y las tradiciones místicas nos informan que su espíritu respondió mostrándole dos imágenes mentales con la seguridad de que podría escoger a su albedrío una de ambas y realizarla.

La primera imagen le representaba fiel a sus instintos espirituales y leal a su misión, pero que lo convertiría en el «Hombre de las Aflicciones». Se vio continuando en la tarea de sembrar las semillas de la Verdad, que siglos después germinarían, florecerían y fructificarían para nutrir al mundo, pero de que momento atraerían sobre su cabeza el odio y la persecución de las terrenas potestades.

Vio las sucesivas etapas que iban acercándose al final, hasta que se vio coronado de espinas y muerto como un criminal en la cruz entre dos facinerosos de la peor calaña. Todo esto vio y su esforzado corazón afligióse morbosamente al pensar en el ignominioso fin de todo aquello, en el aparente fracaso de su terrena misión. Pero refiérese que algunas de las poderosas entidades que moran en los planos superiores de existencia le rodearon y le dieron con sus palabras aliento y esperanza para decidirse. Se halló literalmente en medio de la hueste celestial que le inspiraron con su presencia.

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Sueños de poder

Después de que esta imagen mental y la hueste de protectores invisibles desaparecieron, la segunda imagen comenzó a dibujarse ante la visión del solitario morador del desierto. Se vio bajando de la montaña y anunciándose como el Mesías, el rey de los judíos, venido a conducir a su pueblo predilecto a la victoria y a la liberación.

Se vio aclamado como el Prometido de Israel, y la multitud se agrupaba bajo sus banderas. Se vio al frente de un conquistador ejército que marchaba hacia Jerusalén. Se vio empleando sus formidables poderes ocultos para leer el pensamiento del enemigo y conocer así sus intenciones y movimientos y los medios de vencerle. Se vio armado y sustentado milagrosamente a sus batalladoras huestes. Se vio despedazando al enemigo con sus fuerzas y poderes ocultos. Vio sacudido el yugo de Roma y sus falanges fugitivas que transponían las fronteras en terrible y vergonzosa derrota.

Se vio escalando el trono de David, su abuelo. Se vio estableciendo un reino de tipo supremo, que haría de Israel la principal nación del mundo. Vio extendida la esfera de influencia de Israel en todas direcciones hasta Persia, Egipto, Grecia y aun hasta la un tiempo temida Roma, convertidas en naciones tributarias. Se vio en un día de festejada victoria, llevando atado en la trasera de su triunfal carroza al César romano como esclavo del rey de Israel. Vio su regia corte sobrepujando a la de Salomón y constituida en centro del mundo. Vio en Jerusalén la capital del mundo y él, Jesús de Nazaret, hijo de David, el rey, su gobernante, su héroe, su semidiós. La imagen representaba la apoteosis del éxito humano de él y de su amado pueblo judío.

Vio después que el Templo era el centro del pensamiento religioso del mundo, y que la religión de los judíos, modificada de conformidad con sus adelantadas opiniones, sería la religión de todos los hombres, y él sería el favorito intérprete del Dios de Israel. Todos los sueños de los patriarcas hebreos se realizarían en su persona, el Mesías del Nuevo Israel, cuya capital sería Jerusalén, la reina del mundo.

Y todo esto por el mero ejercicio de sus ocultos poderes dirigidos por Su Voluntad. Refieren las tradiciones que, atraídas por el formidable poder de esta segunda representación imaginativa, le rodearon todas las potentes ondas mentales emitidas en las diversas épocas del mundo por los hombres ambiciosos de poderío. Estas ondas envolvieron la mente de Jesús como densa niebla con vibraciones casi irresistibles. También acudieron las huestes de almas desencarnadas de cuantos en la vida terrena habían ambicionado o ejercido el poder, y todos se esforzaban en infundir en su ánimo el deseo de poderío. Nunca en la historia de la humanidad se congregaron de tal modo las Potestades tenebrosas para asediar la mente de un mortal. ¿Hubiera sido extraño que aun tal hombre como Jesús sucumbiera?

Pero no sucumbió. Movilizando en su auxilio las fuerzas internas, arremetió contra las expugnantes hordas y con un esfuerzo de su voluntad desvaneció la imagen y ahuyentó a los tentadores sepultándolos en el olvido, al exclamar indignado: «No tentaras al Señor tu Dios».

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El descenso

Así fracasó la tentación del desierto y Jesús recibió la respuesta de su alma, y bajó de la montaña llevando a cuestas las persecuciones de los hombres, la visión de los tres años de trabajo y sufrimiento y de su muerte. Sabía perfectamente bien lo que le esperaba. ¿No había visto la primera imagen mental?

Jesús había escogido su misión.

Bajó el Maestro de la montaña y abandonando el desierto volvióse a donde Juan estaba con sus discípulos. Allí descansó algún tiempo, se refrescó con el sustento corporal y concentró sus energías para su magna obra.

Los discípulos de Juan rodearon a Jesús creídos de que era el Mesías venido para conducirlos a la victoria. Pero él les desengañó diciéndoles que no pretendía la corona real, y tranquila y sencillamente les preguntó: «¿Qué queréis de mí?» Muchos se marcharon avergonzados y volvieron a juntarse con la multitud; pero unas cuantas almas humildes se quedaron y después vinieron algunas más hasta formar un corto grupo de doctrinas, que fueron los primeros discípulos cristianos. Estaba el grupo compuesto principalmente de pescadores y hombres de oficio igualmente humilde. No había nadie de categoría y posición social. Sus discípulos eran de la «clase popular», la que siempre ha proporcionado los primeros fieles de toda gran religión.

Pasado algún tiempo, se marchó Jesús de aquel lugar seguido por sus discípulos, que aumentaban en cada punto donde se reunían. Algunos desertaban muy luego, pero otros sustituían a los descorazonados de poca fe. Fue creciendo el grupo constantemente hasta llamar la atención de las autoridades y el público. Jesús no cesaba de decir que no era el Mesías; pero se esparció la voz de que en realidad lo era, y las autoridades emprendieron entonces aquel sistema de espionaje y vigilancia que le siguió los pasos durante tres años y que al fin terminó con su muerte en la cruz.

El sacerdocio judío alentaba las sospechas contra Jesús, pues odiaba al joven instructor cuya oposición a la tiranía y formalismo sacerdotal era notoria.

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La boda

Llegaron un día los discípulos a un lugar de Galilea, donde Jesús les dió sus acostumbradas enseñanzas. Cerca del punto de reunión había una casa en que se hacían los preparativos de un festín de bodas. La ceremonia matrimonial ha tenido siempre suma importancia entre los judíos, sobre todo en lo referente a la dote que los padres de la novia le concedían. Los parientes lejanos y cercanos acudían a la fiesta, y como Jesús era pariente lejano de la novia lo invitaron al banquete.

Los invitados fueron acudiendo y cada cual dejaba sus sandalias en el patio y entraba en la casa descalzo, después de haberse lavado cuidadosamente los pies y tobillos según la costumbre todavía predominante en los países orientales. Acompañaron a Jesús algunos de sus fieles discípulos, y su madre y hermanos estaban también entre los parientes convidados a la comida de bodas.

La presencia de Jesús despertó mucho interés y suscitó varios comentarios en los demás comensales. Para unos, era sencillamente un instructor religioso de paso, de los frecuentes en aquella tierra, mientras que para otros era un inspirado profeta que traía a los judíos un admirable mensaje, como ya lo había llevado a los persas, egipcios e indos. También había quienes lo consideraban mucho más aún, y los susurros de «es el Mesías», «el rey de Israel» circularon entre los presentes y motivaron interés, inquietud o disgusto, según las opiniones de cada quien. Pero sus ademanes, actitudes, expresiones y movimientos llamaban la atención de todos, y todos comprendían que era una prestigiosa individualidad. Los curiosos relatos acerca de sus peregrinaciones por tierras extrañas acrecentaban el interés que despertaba su presencia.

El presentimiento de que algo extraordinario iba a suceder se apoderaba del ánimo de los comensales, como suele suceder en semejantes casos. María miraba anhelosamente a su hijo, porque advertía en él una extraña mudanza más allá de su comprensión.

Hacia el final del banquete, corrió en voz baja por entre los más cercanos parientes la noticia de que estaba a punto de acabarse el vino, pues los comensales habían sido en mayor número del calculado. Semejante contratiempo era para una familia lo mismo que una desgracia, y unos a otros se miraban anhelosamente.

Dice la tradición que María y otro pariente solicitaron en aquel trance el auxilio de Jesús. No aparece muy claro lo que de él se esperaba, pero es probable que instintivamente reconocieran todos su grandeza y le consideraran como el jefe natural de la familia, ya que era su más insigne miembro. De todos modos, lo cierto es que solicitaron su ayuda. No sabemos qué argumentos emplearon ni qué razones adujeron, pero fuese lo que fuese lograron que accediese a la solicitación, aunque no sin advertirles que sus poderes no habían de emplearse en fruslerías como aquellas que no eran de su incumbencia.

Sin embargo, el amor que a su madre profesaba y el deseo de recompensada de la devoción y fe que en él tenía, prevalecieron contra la natural repugnancia del místico a ser «milagrero» y exhibir sus ocultos poderes en un festín de bodas. Había aprendido Jesús de los Maestros de la lejana India, la tierra de los prodigios, el procedimiento sencillísimo de convertir el agua en vino, que fuera risible juego para el más humilde yogui indio. Así le pareció la cosa de poca importancia sin asomo de prostitución de los ocultos poderes, y cedió al requerimiento de auxilio.

Fue entonces Jesús al patio en donde había gran número de tinajas llenas de agua y clavando en ellas una tras otra su aguda y ardiente mirada y pasando rápidamente la mano sobre ellas, forjó la imagen mental que precede a semejantes manifestaciones del oculto poder, y usando de su voluntad según saben usada los ocultistas avanzados, materializó prontamente los elementos del vino en el agua de las tinajas, y he aquí realizado el milagro.

Un estremecimiento de excitación sobrecogió a la concurrencia y todos acudieron a gustar el vino elaborado por su oculto poder. Al enterarse del caso, los sacerdotes fruncieron el ceño con disgusto y las autoridades dijeron despectivamente que Jesús era un charlatán, un descarado impostor, un tramposo y otros dicterios que siempre se lanzan después de un suceso de esta índole.

Jesús se marchó tristemente apenado. En la India hubiera promovido tan sólo breves comentarios una tan sencilla operación ocultista, mientras que en su propio país lo consideraban unos como admirable prodigio y otros como una trampa de charlatán prestidigitador.

¿Qué clase de gente eran aquellas a las que había decidido comunicar el Mensaje de Vida? Y suspirando profundamente, salió de la casa y volvióse a su campamento.

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