Lección 8 El Fin de la Obra

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Descanso temporal

Para descansar algún tiempo antes de su formal entrada en Jerusalén, buscó el Maestro un apartado retiro en las inmediaciones del desierto. En la aldea de Efraín en Perea y por otros puntos del país galileo anduvo Jesús con los Doce, prosiguiendo su obra de curación y enseñanza.

Pero poco tiempo duró aquella tregua de lo inevitable. Determinó Jesús ir directamente a la sede de las autoridades civiles y eclesiásticas que se habían conjurado contra él. Poco antes de la Pascua, reunió a los Doce y fijó la etapa final del viaje. Los peregrinos que se encaminaban a la capital ardían en curiosidad y sobresalto respecto de aquel viaje del Maestro al asiento de sus enemigos. Circulaban rumores de que intentaba concentrar sus fuerzas y expulsar a sus enemigos de sus sitiales de poder. Se sabía que el sanedrín estaba resuelto a castigarlo, y las gentes se preguntaban cómo se había atrevido él a enfrentarse con sus enemigos si no tuviese probabilidades de vencer en la batalla final.

Esta creencia en su determinación motivó un cambio de los sentimientos populares en su favor, y muchos que se habían apartado de él volvieron a su lado, soñando en la victoria y presintiendo de nuevo un inevitable abastecimiento de panes y peces. Le rodearon deseosos de contarse entre la victoriosa hueste. Pero él no los alentó ni les dijo palabra, pues sabía que eran temporales y ocasionales servidores.

Noticioso el vecindario de Jerusalén de que Jesús venía, y movidos de la curiosidad de presenciar su triunfal entrada en la capital, se agolparon alrededor de los suburbios por donde había de pasar. Por fin se oyeron gritos de: «¡Ya llega!», pero con asombro y disgusto vieron las gentes que venía pausadamente montado en un asno, sin ostentación ni pretensiones ni afectadas actitudes. Los vecinos de Jerusalén se dispersaron riéndose y mofándose de él; pero los peregrinos le recibieron entusiastamente y alfombraron de palmas su camino, gritando: «¡ Bendito sea el rey que viene en nombre del Señor!»

El Maestro se encaminó derechamente al Templo para cumplir con las obligadas ceremonias, y tan sorprendidos quedaron los sacerdotes al ver su impávida actitud, que demoraron su intento de prenderle, porque temían un lazo; y procedieron cautelosamente, dándole licencia para salir de la ciudad y pasar la noche en Betania. A la mañana siguiente regresó a Jerusalén y allí estuvo con sus discípulos, asistiendo regularmente al Templo sin cejar en su obra de curación y enseñanza.

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Las autoridades

Entretanto, se acumulaban sobre su cabeza las nubes de la persecución. Uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, que estaba disgustadísimo porque el Maestro no había querido valerse del favor popular para proclamarse el Mesías y el Rey de los Judíos, y temeroso también de verse envuelto en el fracaso que presentía, entró en tratos con los sacerdotes con objeto de traicionar al Maestro y entregarlo en manos de las autoridades, mediante el pago de unas monedas de plata y la inmunidad ulterior de su persona.

Así transcurrió el tiempo, y pasaba Jesús las noches en Betania y los días en el Templo. Finalmente, los sacerdotes tomaron la importante determinación de exigir de Jesús que demostrara tener el título de rabino y el consiguiente derecho de predicar a los ortodoxos miembros de la iglesia. Jesús les respondió haciéndoles a su vez preguntas que ellos no se atrevieron a contestar. Entonces los sacerdotes volvieron a preguntarle sobre puntos doctrinales con el intento de sorprenderle en alguna herejía, con lo que tendrían motivo para arrestarlo. Pero Jesús evadió hábilmente las capciosas preguntas. Después trataron de que dijese algo en contra de las autoridades romanas, pero también eludió aquella red.

Sin embargo, lograron los sacerdotes que atacase su autoridad, pues exclamó con indignado acento:

«¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, opresores del pobre, lobos disfrazados de pastores que devoráis las ovejas que tenéis a vuestro cargo! ¡Ay de vosotros, hipócritas escribas y fariseos!»

Después salió y regresó a Betania para pasar la noche, no sin haber profetizado la destrucción del Templo, del que no quedaría piedra sobre piedra.

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Los doce

Aquella noche dió las últimas instrucciones a sus discípulos y les dijo que se acercaba la hora, que no tardaría mucho en morir y que ellos se dispersarían por todo el mundo acosados y perseguidos por su nombre y su causa. Fue aquella una terrible revelación para algunos de ellos, que habían soñado en grandezas terrenales y elevadas posiciones. Entonces Judas, conociendo que había llegado la hora de obrar, se escabulló de la reunión a hurtadillas para verse con el sumo sacerdote y cerrar con él la maquinación que había de hacer de su nombre sinónimo de traidor en el transcurso de los siglos.

El día siguiente, que era miércoles, permaneció en Betania las veinticuatro horas, con el evidente propósito de movilizar sus fuerzas de reserva para afrontar la prueba que le aguardaba. Separóse de sus discípulos con objeto de entregarse a la meditación, y así pasó el resto del miércoles y la mañana del jueves. Pero a prima noche llamó a los Doce para la cena de Pascua, uno de los ritos de tan solemne festividad.

Sin embargo, aquella cena estuvo algún tanto perturbada al principio por una leve contienda entre los discípulos sobre el orden de preferencia de los puestos en la mesa. Judas logró colocarse al lado del Maestro, quien sorprendió a sus discípulos con la insistencia con que quiso lavarles los pies, pues se figuraban que se rebajaría ante ellos. No comprendían el significado oculto de aquella ceremonia, que en las fraternidades ocultas efectuaba el hierofante con los hermanos elegidos para desempeñar un importante cargo o delicada misión, y también al que iba a sucederle en su dignidad. Así lo hizo Jesús, quien después ordenó a sus apóstoles que se lavaran los pies unos a otros en señal de que cada uno de ellos reconocía la misión de los demás.

Entonces, sobrecogido Jesús por lo que sabía que iba a sucederle al día siguiente, exclamó angustiado: «De cierto os digo, que uno de vosotros me ha de entregar». Todos le fueron preguntando: «¿Soy yo, Señor?», a lo que él respondía moviendo negativamente la cabeza. Pero Judas no preguntó nada, sino que, abrumado de confusión, tomó un pedazo de pan del plato del Maestro, quien tomando también otro pedazo de pan que mojó en su plato, se lo dio a Judas, diciéndole firmemente: «Judas, haz cuanto antes tu obra». Y Judas, avergonzado, se marchó de la mesa y de la sala.

Entonces comenzó la notabilísima plática de la última Cena, tal como relatan los evangelios, y se celebró por vez primera la Sagrada Comunión, cuyo místico significado explicaremos ulteriormente.

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Jardín de Getsemaní

Jesús entonó el himno de Pascua, y poco después salieron todos del aposento y de la casa, en dirección del huerto de Getsemaní, en donde separado de sus apóstoles, reducidos a once, se entregó a la oración, rogando al Padre que le diese fuerzas para soportar la prueba final.

En lucha con las dudas, temores y desconfianzas de su humana naturaleza, venció por fin los impulsos de la carne, y prorrumpió en aquel supremo grito: «¡Padre! Hágase tu voluntad y no la mía». Con esto abdicó para siempre del derecho de elección que tenía de impedir los terribles sucesos que se avecinaban. Resignó sus ocultos poderes de defensa y ofrecióse como el Cordero pascual en el altar del sacrificio.

Salió del huerto en donde había operado el más estupendo de sus prodigios, cual era la renunciación, y acercándose a sus discípulos les dijo: «He aquí llegado la hora. El traidor está aquí para cumplir su obra».

Se oyeron entonces rumores de entrechoque de armas y marciales pasos, y al punto apareció una tropa de soldados que acompañaban a una delegación de sacerdotes, precedidos todos por el Iscariote, quien adelantándose hacia Jesús le besó, diciendo: «¡Salve, Maestro!», que era la señal convenida entre Judas y el sumo sacerdote para que los soldados de la escolta prendieran a Jesús, quien respondió al saludo exclamando: «¿Con un beso entregas al Hijo del Hombre?»

En aquel momento llegó a su extremo límite la pena del Maestro. Entonces los soldados le rodearon y se lo llevaron preso, sin que él hiciera la más leve resistencia.

Únicamente cuando se acercaron a prenderle, les preguntó: «¿A quién buscáis?» Y el capitán de la escolta respondió: «A Jesús Nazareno.» El Maestro repuso serenamente «Yo soy.» Pero los discípulos intentaron defender a Jesús, y Pedro cortó con su espada la oreja de uno de la tropa, criado del sumo sacerdote. Sin embargo, Jesús mandó a sus discípulos que desistieran de toda resistencia, y acercándose al herido, le colocó la oreja en su lugar y quedó sano instantáneamente. Después les dijo a sus discípulos que con sólo orar al Padre tendría en su apoyo más de doce legiones de ángeles. Dicho esto mandó al jefe de la escolta que le condujera donde fuese. Quiso entonces despedirse por última vez de sus discípulos, y al volver la cabeza vio que todos como un solo hombre habían huido y le habían abandonado en aquella hora de prueba. Pero así debe estar toda alma humilde en los momentos de suprema lucha: a solas con su Creador.

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Cautivo

La escolta emprendió el camino de Jerusalén, llevando a Jesús, el Maestro de todo Poder, como manso y humilde cautivo, sometido de grado a los decretos de la divina Voluntad. Lo condujeron al palacio del sumo sacerdote, donde el sanedrín está reunido en sesión secreta, esperando la llegada del preso. Y allí, atado de manos como un vulgar delincuente, compareció ante aquellos tiranos eclesiásticos, para que lo juzgaran, el que con un solo esfuerzo de su voluntad hubiera desmenuzado la fábrica del palacio y herido de muerte a cuantos estaban entre sus paredes.

Aquello no era más que el prólogo. Durante las ocho horas siguientes fue sometido a seis distintos juicios, si cabe llamar así a tan inicuo e insidioso proceso. Entre los rudos golpes y las soeces injurias que sobre él descargó el odio eclesiástico, mantuvo Jesús incólume su dignidad de Maestro. Falsos testigos al efecto sobornados, le acusaron de todo linaje de crímenes y herejías.

Después, el sumo sacerdote Caifás le preguntó: «¿Eres tú el Cristo?» Y Jesús, que hasta entonces nada había respondido contra las falsas acusaciones, exclamó: « Tú lo has dicho.» Al oír esto el sumo sacerdote, rasgó sus vestiduras en muestra de piadosa indignación y dijo: «¡Ha blasfemado!»

Desde aquel momento ya no había posibilidad de escape para el Maestro. Se había condenado virtualmente con sus propias palabras. Ya no podía retractarse ni demorar la sentencia. Brutalmente lo empujaron fuera de la sala, consintiendo que la chusma del palacio le abofetease y escarneciera a mansalva. Insultos, maldiciones, befas, vituperios y golpes cayeron como granizada de fuego sobre él, sin que exhalara ni una queja, porque sus pensamientos habían abandonado todas las cosas terrenas y vibraban en planos de existencia muy superiores a las viles ilusiones de los hombres.

Con la mente fija en lo Real, se había desvanecido de su conciencia lo Ilusorio.

Por la mañana del día siguiente a la noche de su prisión, llevaron a Jesús a la presencia de Poncio Pilatos, gobernador roma, no de Judea, para que lo juzgase la autoridad civil. Pilatos no estaba dispuesto a condenar a Jesús, porque creía que todo aquello estaba motivado por discrepancias teológicas y eclesiásticas con las que nada tenía que ver la autoridad civil. Su esposa le aconsejó que no se mezclara en la contienda, pues miraba ella con secreta simpatía al Maestro. Pero Pilatos se vio acometido por la sólida influencia del sacerdocio judío, a cuyo poderío no debía oponerse según las instrucciones recibidas de Roma. Además, los sacerdotes habían dado carácter político a sus acusaciones contra Jesús, diciendo que intentaba provocar una rebelión y proclamarse rey de los judíos, a más de haber alterado el orden público e incitado al pueblo a que no pagase los tributos impuestos por las autoridades romanas. La causa era dudosa y Pilatos no sabía qué hacer. Entonces un sacerdote sugirió la idea de que, como Jesús era galileo, debía comparecer ante el tribunal de Herodes, en cuya jurisdicción había cometido los principales crímenes, Pilatos cedió gozosamente a esta insinuación para zafarse de toda responsabilidad en el asunto. Así fue transferida la causa a Herodes, quien por entonces estaba de visita en Jerusalén. Llevaron a Jesús a la presencia de Herodes, y después de sufrir por parte de este tirano toda suerte de escarnios y humillaciones, lo mandó de nuevo a Pilatos, para que lo juzgase.

Seguidos de las turbas, condujeron de nuevo a Jesús al palacio de Pilatos, quien se enojó muchísimo por haberle cargado Herodes con aquella responsabilidad, y recurrió a un expediente de inhibición, apoyado en la costumbre judía, respetada por los gobernadores romanos, de indultar a un criminal en atención a la solemnidad de la Pascua. Así es que anunció su deseo de indultar a Jesús, de conformidad con la costumbre; pero las autoridades judías le respondieron que no consentían el indulto de Jesús, sino que se indultara a un famoso criminal llamado Barrabás. Viéndose Pilatos incapaz de contrariar los deseos del sacerdocio judío, con hondo disgustó por su parte, indultó a Barrabás y condenó a muerte a Jesús. En el palacio resonaban las vociferaciones de la turba que, excitada por los sacerdotes, prorrumpía en gritos de «¡Crucificadle! ¡Crucificadle!» Pilatos se presentó ante los sacerdotes y el populacho, y lavándose las manos en una jofaina a estilo oriental, les dijo a los judíos: «Inocente soy yo soy yo de la sangre de este justo; allá vosotros». Y la turba respondió a gritos: «Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos».

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Crucifixión

Entre tanto habían azotado cruelmente a Jesús con los bárbaros instrumentos de tortura de aquel tiempo. Su lacerado y sangrante cuerpo desfallecía abatido por la pérdida de sangre. A guisa de befa le clavaron en la cabeza una corona de espinas que le taladraban el cráneo. Se le negaron los acostumbrados días de respiro entre la sentencia y la ejecución, pues determinaron los sacerdotes que muriese aquel mismo día. Le cargaron con la cruz a cuestas, obligándole a llevarla a pesar de que estaba abrumado de fatiga. En el camino vaciló y cayó tres veces, incapaz de soportar tan pesado madero. Por fin llegó la triste comitiva al monte Gólgota, lugar de la ejecución, y clavaron en la cruz al Hombre de las Aflicciones, y después de clavado lo levantaron en alto, para que muriese tras lenta y horrible agonía. A uno y otro lado fueron ajusticiados dos ladrones, sus compañeros en el sufrimiento.

Rechazó el brebaje que se acostumbraba dar a los crucificados para anestesiados, pues prefirió morir en completa posesión de sus facultades. Sobre su cabeza pusieron en la cruz, por orden de Pilatos, una inscripción que decía «Rey de los judíos», en sardónica ironía contra los que le habían forzado a condenado a muerte.

Al colocar la cruz levantada sobre el suelo, exclamó el Maestro a voz en grito: «¡Padre! Perdónalos, porque no saben lo que hacen».

Vilipendiado por las turbas sufrió las horribles agonías de la cruz, y uno de los crucificados criminales le insultó diciéndole que por qué no se salvaba él y los salvaba a ellos. También los del populacho le preguntaron cómo era que habiendo salvado a otros no podía salvarse a sí mismo. Pero él, que con su oculto poder hubiera operado el milagro que le pedían, no respondió palabra y esperó el fin.

Acometido por el delirio de la muerte, clamó al Padre, preguntándole por qué le había abandonado en su aflicción. Pero se acercaba el fin. Levantóse entonces una extraña tempestad. Oscurecióse el cielo, fulguró el rayo, calmóse el viento y un pavoroso silencio sobrecogió toda la escena iluminada por cárdena claridad. Tembló súbitamente la tierra con espantables gemidos y terrible fetidez de azufre. Se estremecieron y vacilaron los cimientos de Jerusalén, y los muertos salieron de sus abiertas tumbas. El velo del Templo se rasgó por la mitad.

Los gritos de la gente que de un lado a otro huía despavorida con mortal terror, llamaron la atención de algunos hacia la cruz, y el centurión que había presidido el suplicio, al ver que Jesús había muerto, postróse ante la cruz exclamando: «¡Verdaderamente este hombre era justo!»

El Maestro Jesús había dejado el cuerpo que de morada le sirviera durante treinta y tres años. Sus devotos adherentes embalsamaron el cadáver y lo sepultaron en secreto lugar.

Llegamos ahora a un punto en que las tradiciones y enseñanzas ocultas difieren del relato evangélico. Sin embargo, la diferencia es más aparente que real, porque las narraciones sólo varían en cuanto al punto de vista y grado de comprensión de los instructores.

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Resurrección

Aludimos a los sucesos pertinentes a la resurrección de Jesús.

Conviene advertir que el Maestro había anunciado a sus discípulos que «al tercer día resucitaría de entre los muertos y aparecería de nuevo entre ellos». A la ordinaria comprensión le indican estas palabras que el Maestro volvería a ocupar su cuerpo físico y reaparecer de este modo. El relato evangélico así lo entiende, y sin duda lo afirmó en tal sentido a fin de que las mentes vulgares más fácilmente lo comprendieran.

Pero las ocultas tradiciones enseñan que tres días después de su muerte se apareció Jesús a sus discípulos y estuvo con ellos algún tiempo instruyéndoles en los profundos misterios de la doctrina secreta; y los místicos han sostenido y enseñado siempre que se les apareció en cuerpo astral y no en la ya desechada forma física.

Para las gentes vulgares el cuerpo físico lo es todo, según demostramos en la primera lección, y de aquí la popular creencia de que en el último día resucitará todo el linaje humano en sus cuerpos físicos, pues no lo hubieran entendido las gentes dicho de otro modo.

Mas para los ocultistas y místicos que conocen la verdad respecto de los sutiles vehículos del alma, semejante resurrección física en una grosera y anticientífica idea, y saben que según las enseñanzas esotéricas Jesús usó el cuerpo astral por vehículo de su reaparición.

Dice el relato evangélico que, por instigación de los sacerdotes, puso Pilatos una guardia de soldados romanos en el sepulcro de Jesús y lo mandó sellado para impedir que los discípulos vinieran por la noche a llevarse el cadáver y derramaran después la voz de alarma de que había resucitado; pero que, no obstante estas precauciones, resucitó Jesús en su cuerpo físico, y los discípulos se atribularon por creer que alguien había robado el cuerpo de su Maestro.

Las tradiciones ocultas enseñan diversamente que los más fieles amigos de Jesús, ayudados por un conspicuo judío, secretamente discípulo, recabaron del condescendiente Pilatos una orden reservada para quitar el cuerpo de la cruz y sepultado en un secreto y seguro pasaje, donde se convirtió en el polvo a que todo lo mortal ha de volver. Aquellos fieles amigos sabían que la resurrección del Maestro no tenía nada que ver con su mortal cuerpo físico. Sabían que el inmortal espíritu del Maestro aparecería revestido de la envoltura astral para manifestarse a sus sentidos físicos. Todo ocultista lo comprenderá así sin necesidad de mayor explicación. A los demás les recomendamos que lean cuanto se ha escrito acerca del cuerpo astral y sus características, pues no pertenece a este libro la exposición de los fenómenos relativos al cuerpo astral del hombre.

La primera persona que vio al Maestro en forma astral fue María de Magdalena, discípula y admiradora de su Señor. Llorando estaba junto al sepulcro cuando al alzar los ojos vio que se acercaba una figura humana. No la reconoció de pronto, porque no estaba familiarizada con las formas astrales; pero al oírse llamar por su nombre la miró más detenidamente al acercarse y entonces reconoció las facciones del Maestro.

También las tradiciones ocultas corroboran algunas de la primitiva iglesia cristiana, especialmente la que durante los tres días siguientes a la escena del Calvario se aparecieron en Jerusalén y sus alrededores muchos difuntos que habían muerto poco tiempo atrás, y que en forma astral visitaron los lugares de su vida anterior y los vieron sus parientes y amigos.

Después se apareció Jesús en cuerpo astral a sus discípulos. Refiere la tradición que dos de los once lo encontraron en la tarde del domingo de Pascua, el mismo día en que se apareció a la Magdalena. Por extraño que parezca, no lo reconocieron de pronto aunque anduvo con ellos por el camino por donde iban y comieron con él en la misma mesa de la casa donde se hospedaron. Esta falta de reconocimiento no tiene ordinaria explicación, ni los exégetas han intentado explicarla; pero las ocultas enseñanzas dicen que por prudencia no materializó enteramente Jesús su cuerpo astral, y por consiguiente no estaban distintamente señaladas sus facciones; pero que en la comida, al partir el pan, se materializó del todo y los discípulos lo reconocieron fácilmente. Sin dificultad comprenderán esta afirmación los ocultistas que hayan visto materializarse un cuerpo astral. En cambio, la ortodoxa suposición de que Jesús resucitó en cuerpo físico es incompatible con la falta de reconocimiento por parte de los dos discípulos que le habían acompañado siempre antes de su muerte. Basta la más leve reflexión para demostrar cuál de ambas afirmaciones, si la evangélica dogmática o la ocultista, es más lógica y veraz.

Jesús permaneció visible a sus escogidos discípulos durante cuarenta días, como lo comprueban centenares de testigos personales. Hay varias tradiciones místicas acerca de algunas de sus apariciones. No mencionadas en los evangelios. Una de ellas afirma que se apareció a Poncio Pilatos, perdonándole por la parte que había tomado en la tragedia del Calvario. Otra tradición asegura que Herodes lo vio en su dormitorio; otra, que se presentó en el Templo, delante de los príncipes de los sacerdotes, quienes aterrorizados se postraron ante él de hinojos, y otra dice que se apareció a los once mientras estaban retirados en cámara cerrada, y después de decides: «La paz sea con vosotros, amados míos», se desvaneció de su vista.

Los evangelios relatan otra aparición a los once, cuando el incrédulo Tomás quiso asegurarse de la identidad del Maestro poniendo sus dedos en los estigmas, que reproducía el cuerpo astral según las conocidas leyes que rigen este fenómeno.

Estas idas y venidas de Jesús, las súbitas apariciones y desapariciones, la manifestación reiterada de su forma astral sólo a quienes deseaba que lo vieran y su ocultamiento de los que no habían de conocer su vuelta, demuestran concluyentemente la naturaleza del vehículo que usó para manifestarse después de su muerte. No habría duda alguna sobre el particular entre las gentes si conociesen las leyes relativas a los fenómenos del mundo astral.

Los relatos evangélicos denotan que los discípulos reconocían que Jesús no era un «espíritu» en el sentido de aérea e insustancial forma. Ellos percibían su cuerpo y lo veían comer; pero, ¿qué importa esto? Las leyes de la materialización de las formas astrales posibilitan que, en determinadas condiciones, la forma astral se materialice de suerte que no sólo sea perceptible por la vista, sino también por el tacto. Los anales de la Sociedad de Investigaciones Psíquicas de Inglaterra [1] corroboraron sin género de duda los fenómenos familiares a los ocultistas adelantados.

[1. https://www.spr.ac.uk/ ]

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La Ascensión

Un día se apareció Jesús a sus discípulos, quienes le acompañaron a un monte donde les habló de la obra que habían de llevar a cabo en el mundo, y después se despidió de ellos, y fue poco a poco desapareciendo de su vista. El relato evangélico lo describe ascendiendo en los aires hasta perderse de vista, pero el relato místico nos dice que su forma astral se fue desmaterializando poco a poco, hasta que los discípulos dejaron de verla. Desprovista el alma de Jesús de toda envoltura y forma material, ascendió a los superiores planos de existencia.

En vista de esta explicación, ¿no parece tan grosero como pueril el vulgar relato? ¿Puede alguien que esté familiarizado con las leyes y fenómenos de los planos allende el Velo creer que un cuerpo físico ascienda a las esferas en donde no existen las ordinarias formas de materia? Semejantes ideas sólo concuerdan con mentes que para concebir la inmortalidad creen necesaria la «resurrección del cuerpo» de las almas salidas de este mundo. Para el ocultista el cuerpo físico es tan sólo un temporal vehículo del alma que oportunamente lo desecha, pues nada tiene que ver con la real existencia del alma, la cual se desprende de la envoltura física como la mariposa del capullo cuando lo rompe para desplegar sus alas en nuevo ambiente.

Las ideas sobre la inmortalidad del cuerpo físico son producto de materialistas mentes no acostumbradas a pensar en los planos superiores de vida e incapaces de comprender lo que sean. Terrenos y mundanales son estos conceptos e ideas, y en cuanto el cristianismo las repudie como inútiles cascarones, experimentará la reviviscencia de la genuina espiritualidad que tan necesaria juzgan las almas devotas y por la que fervorosamente ruegan.

Están las iglesias tan aferradas al concepto materialista, que ningún predicador se atreverá ni a insinuar siquiera la existencia de planos de vida superiores al físico, porque lo acusarían de «espiritista» o de creer en fantasmas y aparecidos. En nombre de la Verdad preguntamos: ¿es la enseñanza de que el hombre es un ser espiritual incongruente con la doctrina de Cristo y los relatos evangélicos? ¿Debemos repudiar esta creencia y suplantada por un paganizante credo en la resurrección del «cuerpo físico» de los muertos, en la inmortalidad del desintegrado cuerpo mortal de largo tiempo desechado? ¿Cuál es la enseñanza verdaderamente espiritual? ¿Cabe alguna duda respecto de cuál lo sea en una mente que quiera pensar por sí misma? Deplorable es que las iglesias ortodoxas no se rindan a la verdad y cesen de excomulgar a quienes afirman la existencia del alma independientemente del cuerpo físico.

¿De qué serviría el alma si para que los muertos gocen de inmortalidad necesitan que resuciten sus cuerpos físicos? ¿En dónde están ahora las almas que esperan la resurrección de sus cuerpos en el último día? ¿Están las almas de los muertos unidas a sus cuerpos?

Si no lo están, forzosamente han de vivir independientemente del cuerpo, y si así es, ¿por qué han de verse obligadas a recobrar sus desintegrados cuerpos si no los necesitaron durante su vida desencarnada? ¿Qué les sucederá a los que en vida tuvieron cuerpos deformes, contrahechos o enfermizos? ¿Se les forzará a vivir eternamente en ellos? ¿Habrán de recobrar los viejos y achacosos sus desgastados cuerpos? Si no, ¿qué necesidad tienen de cuerpo físico en la vida futura? ¿Tienen los ángeles cuerpo físico? Si no lo tienen, ¿por qué han de necesitarlo las almas en los planos superiores? Si reflexionamos sobre estas cuestiones nos convenceremos de cuán materialista es el vulgar concepto cristiano comparado con el del cristianismo místico, que enseña la evolución espiritual desde los planos inferiores a los superiores de la existencia allende el débil concepto de los hombres de hoy día.

Enseñan las tradiciones ocultas que, durante los cuarenta días de la aparición de Jesús en cuerpo astral, comunicó muchas verdades superiores a sus discípulos, y aun dicen que sustrajo a algunos de ellos de sus cuerpos físicos y les mostró los planos superiores de existencia. También les informó acerca de la verdadera naturaleza de la misión que le había traído al mundo, que entonces veía más claramente por haberse desvanecido la nube de su cuerpo mortal.

Díjoles qué la positiva obra de sus discípulos era sembrar las semillas de la Verdad sin esperanza de inmediatos resultados, pues el fruto no madurará hasta pasados dos mil años. El transcurso de los siglos había de ser como la preparación del terreno para la magna obra de la Verdad y que en lejanísimo tiempo llegada la fructificación.

También les habló de su segunda venida, cuando la real Verdad de sus enseñanzas fuese evidente para la humanidad y la iluminase la verdadera Luz del Espíritu, pues su obra mantendría viva la llama del Espíritu, que iría pasando de generación en generación a sus discípulos.

Estas y otras muchas cosas les enseñó antes de ascender a los planos superiores.

Y los místicos enseñan que todavía vive Jesús en el mundo entre todas las almas vivientes de la tierra, esforzándose en conducirlas al reconocimiento de su verdadero ser, del interno Espíritu. Está siempre con nosotros como un Espíritu residente, un Consolador, un Protector, un Hermano mayor.

¡No se ha ido de nosotros! ¡Está aquí ahora y siempre con nosotros en positiva comunión espiritual!

¡Verdaderamente resucitó el Señor de la mortal forma a la inmortal existencia espiritual!

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