Capítulo 6 Propaganda y liderazgo político

English: Chapter 6

El GRAN problema político de nuestras democracias modernas consiste en conseguir que nues’-tros líderes ejerzan su liderazgo. El dogma de que la voz del pueblo es la voz de Dios suele convertir a los cargos electos en sirvientes de sus electores privados de voluntad. Sin duda, la esterilidad política de la que se lamentan constantemente algunos críticos estadounidenses se debe en parte a ello.

Ningún sociólogo que se precie puede pensar todavía que la voz del pueblo expresa ideas divinas o particularmente sabias y sublimes. La voz del pueblo da expresión a la mente del pueblo, que a su vez está domeñada por los líderes de grupo en los que cree y por aquellas personas que saben manipular a la opinión pública. Se compone de prejuicios heredados y símbolos, lugares comunes y latiguillos que los líderes de opinión suministran a la gente.

Por fortuna, el político de talento y sincero es capaz de moldear y formar la opinión de la gente sirviéndose de la propaganda como instrumento.

Disraeli prestó voz al dilema cuando afirmó no sin cinismo: «Debo obedecer al pueblo. ¿Acaso no soy su líder?» Y podría haber añadido: «Debo liderar al pueblo. ¿O acaso no soy su siervo?»

Por desgracia, los métodos de nuestros políticos contemporáneos, cuando corresponde tratar con el público, son tan arcaicos e improductivos como los métodos publicitarios de principios del siglo xx lo serían hoy en día. Si bien es cierto que la política fue el primer sector importante de la vida de este país que se sirvió de la propaganda a gran escala, no lo es menos que ha sido el sector que más ha tardado en modificar sus métodos propagandísticos para adaptarlos a las condiciones cambiantes de la mente pública. La empresa estadounidense recurrió en primer lugar a la política para aprender los métodos con los que llamar la atención del público. Pero no dejó de mejorarlos en el transcurso de la lucha competitiva, mientras que la política sigue atada a las viejas fórmulas.

La apatía política del votante de a pie, de la que tanto oímos hablar, se debe sin lugar a dudas a que el político no sabe cómo satisfacer las condiciones de la mente pública. No puede escenificarse a sí mismo ni a su candidatura en unos términos que tengan verdadero sentido para el público. Al actuar con arreglo a la falacia de que el líder debe doblegarse servilmente, priva a su campaña de cualquier interés dramático. Un autómata no puede despertar el interés del público. Un líder, un luchador, un dictador, sí que pueden. Sin embargo, la situación política presente obliga a cualquier candidato a un cargo a someterse al voto de las masas, por lo que la tínica manera de que el líder nato pueda ejercer su liderazgo es recurriendo al uso especializado de la propaganda.

Ya sea que se trate de ganar unas elecciones, dar expresión y popularidad a cuestiones nuevas, o convertir la administración cotidiana de los asuntos públicos en una parte vital de la vida de la comunidad, el uso de la propaganda, cuidadosamente ajustada a la mentalidad de las masas, constituye un complemento esencial de la vida política.

El empresario de éxito de hoy día remeda al político. Ha adoptado los oropeles y el chalaneo de las campañas electorales. Organiza todas las mojigangas. Convoca cenas anuales que son una antología de discursos, banderolas, hinchazón, majestad y pseudo-democracia ligeramente teñida de paternalismo. De vez en cuando reparte honores entre los empleados, al igual que en tiempos clásicos la república recompensaba a los ciudadanos más respetables.

Pero esto no son más que las mojigangas y el redoble de tambores de las grandes empresas, los instrumentos con los que consiguen crear la imagen de servicio prestado al bien común y de ho-ñores prodigados en honor de algún particular. Este no es más que uno de los métodos por medio de los cuales la empresa estimula el fiel entusiasmo de sus directores, trabajadores, accionistas y público consumidor. Es uno de los métodos con los que la gran empresa cumple con su función de producir y vender productos al público. La misión y la contienda de estas empresas se deciden en realidad en el estudio intensivo del público, la fabricación de productos con arreglo a ese estudio y el uso exhaustivo de cualquier medio que permita llegar al público consumidor.

Las campañas políticas de hoy son espectáculos de segunda fila, todo honores, hinchazón, oropeles y discursos. En gran medida, dejan de lado el estudio científico del público y se olvidan tanto de proporcionar al público un partido, un candidato, un programa y una escenificación como de venderle estas ideas y productos.

La política fue el primer gran negocio de Estados Unidos. De ahí que no deje de resultar irónico que el mundo de los negocios haya sido un alumno aventajado de la política pero que esta última no haya aprendido demasiado de los métodos de distribución masiva de ideas y productos propios de las grandes empresas.

Emily Newell Blair [fundadora de la Liga de Mujeres Votantes] relata en The Independent un caso típico de pérdida de tiempo y dinero en una campaña política, una gira de una semana en la que ella misma participó dando conferencias. Calcula que en un viaje de cinco días que cubrió unos mil quinientos kilómetros, ella misma y el senador con el que conferenciaba no se dirigieron a más de 1.105 personas cuyo sentido del voto pudiese cambiar de resultas de sus esfuerzos. Ella cifra el coste de ese llamamiento a los votantes (calculando el valor del tiempo destinado a la gira con una tarifa más bien baja) en 15,27 dólares por cada voto que podría haber cambiado como consecuencia de la campaña.

Según dice, aquello no era más que «una excursión en busca de votos, al igual que una campaña publicitaria de los jabones Ivory es una excursión en busca de ventas». Pero, se pregunta, «¿qué le diría un ejecutivo de la compañía a un director de ventas que envió a un conferenciante caro a describir su producto a no más de 1.200 personas con un coste de 15,27 dólares por cada posible comprador?». Le parece «asombroso que justo aquellos hombres que ganan millones de dólares moldeando con suma inteligencia el deseo de jabón, bonos o coches luego miren para otro lado y contribuyan con importantes donaciones a campañas electorales que son todo menos eficaces o modernas».

Es desde luego incomprensible que los políticos no se sirvan de los sofisticados métodos co-merciales que la industria ha desarrollado. Que un político sepa de estrategia política, pueda desarrollar temas para una campaña, diseñar los ejes esenciales de un programa y concebir políticas de gran calado, no significa necesariamente que se le pueda dar la responsabilidad de vender ideas a un público tan grande como el estadounidense.

El político entiende al público. Sabe qué quiere la gente y qué aceptará. Pero el político no es necesariamente un director general de ventas, o un asesor en relaciones públicas, o alguien que sepa cómo lograr una distribución masiva de ideas.

Como es obvio, a veces un líder político puede ser capaz de reunir todos los atributos del liderazgo, al igual que en el mundo de los negocios no faltan líderes industriales brillantes que sean financieros, directores de fábrica, ingenieros, directores de ventas y asesores en relaciones públicas, todo en uno.

La gran empresa se dirige observando el principio de que es necesario preparar cuidadosamente las políticas empresariales así como proceder con amplitud de miras cuando se pretende vender una idea al inmenso público comprador estadounidense. El estratega político debe actuar de manera semejante. Toda la campaña debería elaborarse con arreglo a unos planteamientos generales básicos. Programas electorales, ideas centrales, promesas, presupuestos, actividades, personalidades, todo debe estudiarse, distribuirse y emplearse extremando la cautela, tal y como ocurre cuando la gran empresa desea que el público actúe conforme a sus designios.

El primer paso que debe darse en una campaña política es definir sus objetivos y plasmarlos sumamente bien en el programa electoral. El líder debe estar seguro de que se actúa con honradez cuando se concibe el programa. El público, por su parte, no debería tomarse a la ligera los compromisos y promesas electorales. De hecho, compromisos y promesas deberían participar del principio de garantía y de la política de devolución del dinero que una institución empresarial honorable incluye en la venta de sus bienes de consumo. Pero el público ha perdido la fe en el trabajo promocional propio de una campaña. No afirma que los políticos sean deshonestos, pero sí dice que las promesas electorales se las lleva el viento. He aquí una realidad de la opinión pública que un partido que quiera alcanzar el éxito no debería pasar por alto.

En la elaboración del programa, el propagandista debería recomendar un análisis del público y de sus necesidades tan científico como sea posible. Un sondeo de los deseos y demandas del público será de gran utilidad al estratega político, porque su labor consiste en proponer un plan de las actividades que el partido y sus cargos electos deberán realizar durante la siguiente legislatura.

Una gran empresa que quiera vender un producto al público sondea y analiza su mercado antes de dar un solo paso en la producción o venta del producto. Si un sector de la comunidad está absolutamente entusiasmado con la idea del producto, no se gasta ni un céntimo en conseguir re-entusiasmarlo. En cambio, si otro sector del público está irrevocablemente comprometido con otro producto, mejor será no tirar el dinero por una causa perdida. A menudo, el análisis obliga cambios y mejoras básicos en el producto, además de proporcionar indicios sobre cómo presentarlo. Tanto se extrema el celo cuando se trata de analizar mercados y ventas que el presupuesto de ventas anual de una gran empresa incluye el desglose de las tiradas de los distintos periódicos y revistas donde se anuncian sus productos así como un cálculo bastante preciso del número de veces que un sector de la población ha estado expuesto a la publicidad de la compañía. El análisis también da una idea aproximada de si una campaña nacional multiplica mucho o poco los efectos de una campaña de ventas local.

Al igual que en el terreno de la empresa, los costes de una campaña electoral deberían presupuestarse. Hoy día, una gran empresa sabe exactamente cuánto dinero va a gastar en propaganda durante el año siguiente o incluso durante varios años. Sabe que cierto porcentaje de sus ingre-

sos brutos será destinado a publicidad (periódicos, revistas, carteles en las calles), otra parte irá destinada a sondeos por correo y promociones de ventas (como boletines de empresa y material publicitario), y otro porcentaje será para los agentes comerciales que viajan por todo el país para infundir nuevos bríos y estímulos a las campañas de ventas locales.

Convención política, 1924

Convención política, 1924

Las campañas políticas también deberían presupuestarse. La primera cuestión que debe decidirse es la cantidad de dinero que hay que reunir para la campaña. Tal decisión debe tomarse previo análisis minucioso de los costes de la misma. El precedente de la experiencia empresarial debería bastar para que los especialistas pudieran resolver esta cuestión con acierto. Entonces, se pasa a la segunda cuestión de importancia, a saber, decidir la manera más apropiada de reunir el dinero.

Es obvio que la política ganaría mucho en prestigio si las campañas para recaudar fondos se llevasen a cabo públicamente y sin reservas, como las campañas de recogida de fondos para la guerra. Las colectas benéficas podrían representar un ejemplo perfecto para las donaciones políticas. La eliminación del cepillo encubierto podría elevar todo el prestigio de la política en Estados Unidos, y el interés del público sería infinitamente mayor si S' las contribuciones actuales se produjeran en una fase más temprana de la campaña y fuesen asimismo más constructivas.

Una vez más, al igual que en el ámbito de la empresa, en política deberían tomarse decisiones claras sobre cómo gastar el dinero. Cualquier desembolso debería realizarse con arreglo a un presupuesto exacto y pormenorizado, en el que a cada paso de la campaña se le atribuya una importancia relativa y se le asignen unos fondos proporcionales. Anunciarse en revistas y periódicos, carteles y letreros, la explotación comercial de estrellas de cine en películas, discursos, conferencias y encuentros, actos espectaculares y cualquier forma de propaganda deberían considerarse en proporción a su presupuesto y coordinarse siempre con el plan en su totalidad. Ciertos gastos pueden justificarse si representan una pequeña parte del presupuesto y no deben asumirse en absoluto si representan en su conjunto una proporción demasiado importante del mismo.

En este sentido, las emociones por medio de las cuales se llama la atención del público deben figurar en el plan general de la campaña. No es difícil que las emociones sin relación aparente con la campaña puedan ser lacrimógenas y sensible- , ras, pero a menudo se pagan caras y resultan en balde porque la idea no forma parte del todo coherente y consciente que debe conformar el programa.I

La gran empresa se ha percatado de que tiene que utilizar tantas emociones básicas como sea posible. El político, sin embargo, se sirve casi en exclusiva de las emociones que puede convocar con la palabra.

Apelar a las emociones del público en una campaña política no es condenable, en realidad representan una parte indispensable de la campaña. Pero el contenido emocional debe:

  • a) coincidir en todos los sentidos con el plan básico general de la campaña y con todos sus detalles menores;
  • b) adaptarse a los numerosos grupos de público a los que debe dirigirse; y
  • c) ajustarse a los medios de distribución de ideas.

Las emociones de la oratoria han perdido lustre tras largos años de abusos. Desfiles, mítines multitudinarios y actos parecidos tienen éxito cuando el público manifiesta un interés desbordado. El candidato que acoge a chiquillos en su regazo y logra que le saquen una fotografía actúa sabiamente desde el punto de vista de las emociones si con este acto escenifica un eje fundamental de su programa electoral. Los besos a los bebés, de ser de alguna utilidad, deben simbolizar una política infantil y estar sincronizados con un eje del programa. Pero la escenificación de actos emocioS' nales sin ton ni son y sin tomar en cuenta su valorcomo parte de la campaña en su conjunto, puede quedar en nada y ser tan inútil como que un fabricante de patines de hielo se anuncie con la imagen de una iglesia rodeada de vegetación primaveral. Es verdad que la iglesia apela a nuestros impulsos religiosos y que a rodo el mundo le gusta la primavera, pero estos impulsos no ayudan en absoluto a vender la idea de que los patines de hielo son divertidos, útiles o que aumentan el goce de vivir del comprador.

La política de hoy día pone el énfasis en la personalidad. Un partido entero, un programa, una política internacional se logran (o no) vender al público sobre la base de ese elemento intangii ble que es la personalidad. Un candidato encantador es la piedra filosofal que puede transmutar un programa electoral insulso en oro contado en votos. Por muy útil que sea un candidato que, por una u otra razón, haya capturado la imaginación de todo el país, el partido y sus objetivos son sin duda más importantes que la personalidad del líder. No es su personalidad, sino su habilidad la que debe cumplir adecuadamente el programa del partido, y es el programa lo que debe resaltarse en un plan de campaña sólido. Incluso a Henry Ford, la personalidad más pintoresca que se pueda encontrar hoy en el mundo de los negocios, se le ha terminado conociendo a través sus productos, y no al revés.

Es esencial que el director de la campaña sepa comprender las emociones en términos de grupos. El público no sólo se compone de demócratas y republicanos. Hoy día, el público en general no muestra demasiado interés por la política y si se pretende concitar su interés por las cuestiones dirimidas en la campaña, éstas tienen que coordinarse con sus intereses personales. El público se compone de grupos que se entrecruzan: económicos, sociales, religiosos, definidos por la educación recibida, por la cultura, la raza, la universidad en la que se ha estudiado, grupos locales, deportivos y centenares más.

Calvin Coolige

Calvin Coolige

Cuando el presidente Coolidge invitó a unos actores a almorzar, lo hizo no sólo porque se percató de que los actores conformaban un grupo, sino porque creía que las audiencias—el enorme grupo de gente a la que le gusta el entretenimiento, la gente que les entretiene y la gente a la que le gusta entretenerse—se alinearían con él.

El proyecto de ley Sheppard-Towner sobre maternidad [fondos federales para la atención prenatal] se aprobó porque la gente que luchó por sacarlo adelante se dio cuenta de que las madres formaban un grupo, los educadores formaban un grupo, los médicos formaban un grupo, todos estos grupos influían a su vez sobre otros grupos, y que considerados en su conjunto todos estos grupos eran lo bastante fuertes y numerosos como para lograr impresionar al Congreso y convencerle de que la gente en su mayoría deseaba que ese proyecto se convirtiese en ley nacional.

En cuanto se hayan definido sus objetivos principales y sus ejes básicos así como a qué grupos se dirigirá, la campaña tendrá que asignar a cada uno de los medios a su alcance la tarea que pueda realizar con la máxima eficacia.

Los medios que permiten llevar una campaña política a los hogares de la gente son numerosos y están bastante bien definidos. Los actos y actividades para poner en circulación las ideas pueden servirse de canales tan variados como puedan serlo los medios que emplean los hombres para comunicarse. Cualquier objeto que presente imágenes o palabras que el público pueda ver, cualquier cosa que produzca sonidos inteligibles, puede utilizarse de una forma u otra.

En la actualidad, los candidatos en campaña se sirven sobre todo de la radio, la prensa, la sala de banquetes, el mitin multitudinario, la tarima de la sala de conferencias y un taburete en el parque como medios para extender sus ideas. Pero todo esto no es más que una pequeña parte de lo que puede hacerse. Hoy día se pueden organizar actos infinitamente más variados para escenificar una campaña y lograr que la gente hable de ella. Exposiciones, concursos, institutos de estudios políticos, la cooperación de instituciones educativas, la colaboración dramática de grupos que hasta la fecha no hayan participado en política activa, entre tantos otros medios, pueden convertirse en el vehículo necesario para presentar las ideas al público.

Cualquier opción que se tome debe sincronizarse perfectamente con todas las demás formas de llamar la atención del público. Las noticias llegan al público a través de la palabra impresa (libros, revistas, cartas, posters, circulares y carteles), las imágenes (fotografías y películas), y el oído (conferencias, discursos, bandas de música, radio, canciones de campaña). El partido político debe utilizar todos estos medios si quiere tener éxito. Un método para llamar la atención del público es solamente uno de muchos posibles y en esta época en la que mil y un movimientos e ideas luchan por despertar el interés del público es preferible no jugárselo todo a una carta.

Se sobrentiende que los métodos de propaganda sólo pueden ser efectivos si el votante toma sus decisiones en función de los prejuicios y deseos que corresponden a su grupo. Cuando se dan lealtades y adhesiones, como en el caso del liderazgo ejercido por un jefe, éstas operarán de suerte que cancelen el libre albedrío del votante. En la estrecha relación que se da entre el jefe y sus electores estriba, desde luego, la fortaleza de su posición en política.

El político puede evitar convertirse en rehén de los prejuicios de grupo del público si aprende a moldear la mente de los votantes de conformidad con sus propias ideas sobre el bienestar social y el servicio público. Lo importante para el estadista de nuestro tiempo no es tanto saber cómo agradar al público sino saber arrastrarlo. En teoría, la educación del público podría llevarse a cabo mediante libritos eruditos que explicasen los entresijos de las cuestiones públicas. En la práctica, sólo puede lograrse saliendo al encuentro de las condiciones de la mente pública, creando circunstancias que pongan en marcha hilos de pensamiento, escenificando personalidades, o poniéndose en contacto con los líderes de grupo que controlan las opiniones de sus públicos.

Pero la campaña electoral no es más que una anécdota en el conjunto de la vida política. El proceso de gobernación es continuo. Y el uso experto de la propaganda es más útil y fundamental, aunque menos llamativo, como un instrumento para la administración democrática que como herramienta para cosechar votos.

El buen gobierno se puede vender a una comunidad como puede venderse cualquier otro bien de consumo. A menudo me pregunto si los políticos del futuro, como responsables de conservar el prestigio y la efectividad de sus partidos, no procurarán formar políticos que sean al mismo tiempo propagandistas. Hablé no hace mucho con George Olvany. Me comentó que varios profesores de Princeton se asociaban a Tammany Hall. [1] Si estuviera en su lugar, me hubiese llevado a algunos de los jóvenes más brillantes y los hubiera puesto a trabajar en las producciones teatrales de Broadway o como aprendices de los propagandistas profesionales antes de ganarlos para la causa del Partido Demócrata.

[1. Organización política corrupta del Partido Demócrata que controló la ciudad de Nueva York durante los siglos XIX y XX, hasta 1960. George Olvany fue su presidente entre 1925 y 1929. Tuvo un papel decisivo como poder en la sombre del Partido Demócrata hasta la década de i960.]

Si el político de hoy actúa con lentitud cuando trata de asumir los métodos que son de uso corriente en el mundo de los negocios, quizá se deba a que tiene un acceso franco a los medios de comunicación de los que depende su poder.

El periodista le busca cuando necesita noticias. El político, por su parte, a menudo puede censurarlas efectivamente, ya que está en su mano facilitar la información o retenerla. De modo que el periodista, pese a ser independiente, depende todos los días del año y año tras año de ciertos políticos que le proporcionan las noticias, por lo que se ve obligado a trabajar en buena armonía con sus fuentes.

El líder político debe ser un creador de circunstancias y no sólo una criatura sujeta a procesos mecánicos de estereotipia «impresión mecanizada.

Supongamos por un momento que un líder político está disputando unas elecciones con una programa basado en la reducción de los aranceles. Podrá servirse de un mecanismo moderno como la radio para divulgar sus puntos de vista, pero con casi total seguridad empleará unos métodos que ya en tiempos de Andrew Jackson * eran antiguos y que en el mundo de los negocios ya han caído en desuso.

* Presidente de Estados Unidos entre 1829 y 1837.

Dirá por la radio: «si me votáis, votaréis por la rebaja de los aranceles, porque los aranceles aumentan el coste de las cosas que compráis». Es cierto que podrá disfrutar de la gran ventaja de poder hablar directamente a cincuenta millones de oyentes. Pero el suyo es un enfoque pasado de moda. Está discutiendo con la audiencia. Está luchando en solitario contra la resistencia de la inercia.

En cambio, si fuese un propagandista, aunque también utilizase la radio, se serviría de ella como instrumento de una estrategia bien planeada. Al hacer campaña por una rebaja de los aranceles, no se limitará a decirle a la gente que los aranceles altos incrementan el precio de las cosas que compran, sino que creará las circunstancias adecuadas para que su opinión quede bien escenificada y resulte evidente. Quizá organice una exposición sobre los aranceles en veinte ciudades al mismo tiempo con piezas que ilustren el coste adicional derivado de los aranceles vigentes. Encargará la inauguración de las exposiciones a destacados hombres y mujeres favorables a la rebaja arancelaria pero indiferentes a la suerte de su carrera política personal. Se ocupará quizá de formar grupos que se manifiesten por una rebaja de los aranceles por ver sus intereses especialmente afectados por el alto coste de la vida. Escenificará la cuestión, quizá logrando que algunos hombres destacados boicoteen las prendas de lana y vayan a los más selectos actos sociales enfundados en trajes de algodón hasta que se rebaje el tipo arancelario aplicado a la lana. Quizá podrá recabar la opinión de trabajadores sociales para averiguar si los altos precios de la lana ponen en peligro la vida de los pobres en invierno.

Sea como fuere que dramatice la cuestión, conseguirá concitar la atención del público por la cuestión antes incluso de dirigirse a la gente directamente. Entonces, cuando el líder político hable por la radio a sus millones de oyentes, ya no tendrá que intentar empapuzar con sus ideas a un público con otras cosas en la cabeza al que posiblemente le molestaría una nueva petición de atención; al contrario, no hará más que dar respuesta a preguntas espontáneas y expresión a las demandas emocionales de un público ya sujeto a cierto interés por el tema.

La importancia de tomar en consideración el público mundial en su conjunto antes de planear un acontecimiento importante queda demostrada por el buen hacer de Thomas Masaryk, hoy presidente de la República de Checoslovaquia, entonces todavía presidente provisional.

Checoslovaquia se declaró oficialmente Estado independiente el lunes 28 de octubre de 1918, y no el domingo 27 de octubre de ese mismo año. El profesor Masaryk comprendió que la opinión mundial recibiría más información y se mostraría más receptiva ante el anuncio de la independencia de la república en la mañana de un lunes que en un domingo, porque la prensa le dedicaría menos espacio en las páginas dominicales.

Discutiendo el asunto conmigo antes de hacer el anuncio, el profesor Masaryk me dijo: «Si cambio la fecha del nacimiento de Checoslovaquia como una nación libre, estaré haciendo historia para los telégrafos». El telégrafo hace la historia así que decidió cambiar la fecha.

Este incidente ilustra la importancia de la técnica en la nueva propaganda.

Se podrá objetar por supuesto que la propaganda a veces tira piedras sobre su propio tejado cuando su mecanismo resulta obvio a ojos del público. Mi opinión es que no se dará el caso. La única propaganda que tenderá a debilitarse a sí misma a medida que el mundo vaya ganando en sofisticación e inteligencia, es aquella propaganda incierta o antisocial.

Una vez más, se plantea la objeción de que la propaganda se utiliza para fabricar nuestras personalidades políticas más influyentes. En efecto, se plantea la cuestión de si el líder político hace propaganda o es la propaganda quien hace al líder. Circula ampliamente la impresión de que un buen agente de prensa puede hinchar a un don nadie hasta convertirlo en un gran hombre.

La respuesta es la misma que se daba a la vieja cuestión de si los periódicos hacen a la opinión pública o si sería esta última la que hace a los periódicos. Es necesario que el líder o la idea encuentren un terreno abonado para tener éxito. Pero el líder también tiene que sembrar alguna suerte de semilla vital. Si se prefiere con otra metáfora, tiene que darse una necesidad mutua para que cualquiera de los dos pueda resultar positivamente efectivo. La propaganda no sirve de nada al político a menos que éste tenga algo que decir y que el público, consciente o inconscientemente, quiera oírlo.

Pero incluso si aceptamos que determinado tipo de propaganda falta a la verdad y es deshonesta, no por ello podemos rechazar los métodos de la propaganda de plano. Pues siempre se utilizará alguna forma de propaganda ahí donde un líder necesite llamar la atención de sus electores.

A menudo se critica de la propaganda que tienda a convertir al presidente de los Estados Unidos en alguien tan importante que termina por encarnar la idea del culto al héroe, cuando no del culto a la divinidad. No tengo inconveniente en admitir que tal cosa es cierta en parte, pero ¿cómo vamos a poner coto a un estado de cosas que refleja de manera tan fiel los deseos de ciertos sectores del público? El pueblo estadounidense no se equivoca cuando intuye la importancia del poder ejecutivo. Si el público se inclina a convertir al presidente en un símbolo heroico del poder, ello no puede achacarse a la propaganda, ya que estriba en la misma naturaleza del cargo de presidente y de su relación con el pueblo.

Semejante estado de cosas, pese a que se hinche en cierto modo la figura del hombre para que encaje en el cargo, es quizá más saludable que una situación en que no se utilice propaganda alguna o, de utilizarla, no se adapte a su exacta finalidad. Considérese el ejemplo del príncipe de Gales. Este joven cosechó montañas de artículos en la prensa y muy poca gloria en su visita a Estados Unidos simplemente porque le aconsejaron muy mal. A ojos del público estadounidense apareció como un joven elegante, encantador, amante del deporte y del baile, acaso un poco frívolo. Nada se hizo para sumar dignidad y prestigio a esta impresión hasta el final de su estancia, cuando realizó un viaje en el metro de Nueva York. Bastó este audaz descenso a la democracia y a ese asunto serio que es la vida tal y como se encarna en los hábitos cotidianos de los trabajadores para despertar de nuevo el interés por la visita del príncipe. De haber sido bien aconsejado, quizá hubiera logrado una mejor respuesta llevando a cabo aquellos estudios serios de la vida americana que sí realizó otro príncipe, Gustavo de Suecia. Como consecuencia de la falta de una propaganda bien dirigida, el príncipe de Gales se convirtió a ojos del pueblo americano no en aquello que efectivamente es, un símbolo de la unidad del Imperio Británico, sino en parte integrante de los círculos deportivos de Long Island y de las hermosas muchachas de las sala de bailes. Gran Bretaña perdió una oportunidad de oro de fomentar la simpatía y la comprensión entre ambos países cuando no logró comprender la importancia de elegir bien al asesor en relaciones públicas de su alteza real.

Los actos públicos del jefe del ejecutivo estadounidense deben administrarse escénicamente, valga la expresión. Pero se trata de representar y poner en escena al hombre en su función de representante del pueblo. La técnica del globo sonda, que el político emplea, según cree, para no perder el contacto con la gente, no es más que una vieja práctica política que hunde sus raíces en la inclinación del líder popular a seguir los dictados.^ del pueblo más a menudo que a liderarlo. No hay duda de que el político no le pierde ojo a la realidad. Se podría decir incluso que tiene un ojo clínico. Mira el terreno y atisba en lontananza las perturbaciones venideras del universo político.

Pero a menudo no sabe interpretar las perturbaciones, no sabe comprender si son superficiales o fundamentales. De modo que lanza su globo sonda. Puede lanzar, por ejemplo, una entrevista anónima en algún periódico. Aguarda entonces las reverberaciones procedentes del público, un público que se expresa mediante mítines multitudinarios, resoluciones, telegramas o incluso mediante manifestaciones tan obvias como los editoriales de la prensa partidista o independiente. Luego, sobre la base de estas repercusiones, adopta públicamente las decisiones políticas que se propuso en un primer momento, o las descarta o las modifica para conformarlas al total de la opinión pública que le haya llegado. Este método se basa en los antiguos negociadores que se utilizaban en tiempos de guerra para tantear la disposición del enemigo a firmar la paz o para sondear cualquiera de las múltiples tendencias populares. Es el método que suelen emplear los políticos antes de comprometerse con una nueva legislación y los gobiernos antes de comprometerse con una política interior o exterior determinada.

Es un método que no tiene mucha justificación. Si un político es un verdadero líder será capaz de liderar al pueblo mediante el uso habilidoso de propaganda en lugar de seguir al pueblo sirviéndose del torpe instrumento empírico del probar y fallar.

El enfoque del propagandista es diametralmente opuesto al del político según lo acabamos de describir. Todo el fundamento de una propaganda lograda descansa en tener un objetivo y perseguirlo hasta alcanzarlo mediante un conocimiento exacto del público y la modificación de las circunstancias para manipularlo y arrastrarlo.

«La función del estadista», dice George Bernard Shaw, «consiste en expresar la voluntad del pueblo como un científico».

El líder político de hoy día debería estar formado en las técnicas de la propaganda tanto como en economía política e instrucción cívica. Si se conforma con no ser más que el fiel reflejo de la inteligencia media de su comunidad, podría dedicar su tiempo igual de bien a cualquier otro empleo. Si vivimos en una democracia en la que las multitudes y los grupos siguen a quienes reconocen como sus líderes, ¿por qué no deberían los jóvenes que se forman para serlo aprender también las técnicas del liderazgo y no sólo su idealismo?

«Cuando el intervalo entre las clases intelectuales y las clases prácticas es demasiado grande», dice el historiador Buckle, «aquéllas no tienen influencia alguna y éstas no cosecharán ningún beneficio».

La propaganda permite tender un puente por encima de este intervalo en una civilización tan compleja como la nuestra.

Sólo mediante el uso competente de propaganda, nuestro gobierno—considerado como el órgano administrativo continuo del pueblo—podrá conservar aquella relación íntima con el público que es indispensable para una democracia.

Como señaló David Lawrence en un reciente discurso, nuestro gobierno de Washington necesita un gabinete interpretativo inteligente. Es cierto que existe hoy una División de Información que depende del Departamento de Estado, la cual fue dirigida en un primer momento por un experimentado director de periódico. Pero luego el cargo Ríe desempeñado por hombres que procedían del cuerpo diplomático, hombres que tenían un conocimiento muy escaso del público. Si bien es cierto que algunos de estos diplomáticos lo han hecho muy bien, el señor Lawrence afirmó que a largo plazo el país saldría beneficiado si las funciones del cargo estuvieran en manos de un tipo de persona diferente.

Creo que debería existir un secretario de Estado adjunto que esté familiarizado con el problema de proporcionar información a la prensa, alguien a quien el secretario de Estado pueda consultar y que tenga una autoridad suficiente para convencer a su superior de que haga públicas aquellas informaciones que se ocultan sin razón.

La función del propagandista tiene mucho más calado que limitarse a actuar como un expendedor de información. El gobierno de los Estados Unidos debería crear una secretaría de relaciones públicas que estuviera integrada en el gabinete del presidente. La función del secretario consistiría en dar a conocer correctamente los objetivos e ideales de Estados Unidos por todo el mundo así como mantener a los ciudadanos de este país al corriente de la actividad gubernamental y las razones que la impulsan. En pocas palabras, debería interpretar al pueblo para el gobierno y al gobierno para el pueblo.

Un servidor público de esa naturaleza no sería ni un propagandista ni un agente de prensa, en el sentido habitual de los términos. En realidad, sería un técnico instruido que podría ser de gran ayuda en el análisis del pensamiento y las tendencias del público para así mantener informado al gobierno acerca del público y al público acerca de su gobierno. Las relaciones de Estados Unidos con Sudamérica y Europa mejorarían mucho si se fuese en esa liderazgo administrada por una minoría inteligente que sepa cómo disciplinar y guiar a las masas.

¿Se serviría este gobierno de propaganda? Definámoslo, si así se prefiere, como un gobierno que se serviría de la educación. Pero la educación en el sentido académico de la palabra, no basta.

La propaganda tiene que ilustrarse mediante la creación de circunstancias, resaltando actos significativos y escenificando asuntos de importancia. Los estadistas del futuro estarán en disposición de concentrar la mente pública en puntos cruciales de la política y podrán asimismo disciplinar a una masa de votantes vasta y heterogénea en aras de una comprensión más clara y de una acción más inteligente.

 

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