Capítulo 3 Los nuevos propagandistas

English: Chapter 3

¿Quiénes son los hombres que, sin que nos demos cuenta, nos dan nuestras ideas, nos dicen a quién debemos admirar y a quién debemos despreciar, qué debemos creer acerca de la propiedad de los equipamientos públicos, sobre los aranceles, el precio del caucho, el plan Dawes* o sobre la inmigración? ¿Quiénes nos dictan cómo debemos diseñar nuestras casas, con qué muebles debemos decorarlas, qué comida deberíamos servir en nuestra mesa, qué clase de camisas debemos ponernos, con qué deportes debemos divertirnos, qué obras deberíamos ver, a qué obras de caridad debemos brindar nuestro apoyo, qué pinturas de-bemos admirar, qué hablas debemos afectar, con qué chistes deberíamos reírnos?

* Plan diseñado en 1924 por un grupo de economistas liderado por Charles Dawes, a la sazón miembro de la comisión aliada que supervisaba las reparaciones de guerra y vicepresidente de Estados Unidos entre 1925 y 1929. El plan proponía reducir las obligaciones impuestas a Alemania por el Tratado de Versalles con el objetivo de aliviar su situación económica tras la primera guerra mundial y favorecer las inversiones estadounidenses.

Si nos propusiéramos confeccionar una lista con todos los hombres y mujeres que, por su posición en la sociedad, podríamos llamar, sin temor a equivocarnos, los forjadores de la opinión pública, llegaríamos enseguida a la extensa lista de personas mencionadas en el «Quién es quién». Obviamente, esta lista incluiría al presidente de los Estados Unidos y los miembros de su gabinete, los senadores y representantes del congreso, los gobernadores de los cuarenta y ocho estados, los presidentes de las distintas cámaras de comercio de las cien ciudades más importantes del país, los presidentes de los consejos de nuestras cien empresas industriales más importantes, el presidente de los múltiples sindicatos afiliados a la Federación Americana del Trabajo, el presidente nacional de cada uno de los gremios y cofradías del país, el presidente de cada una de las sociedades raciales o lingüísticas, los cien directores de las revistas y diarios más leídos, los cincuenta escritores más populares, los presidentes de las cincuenta sociedades benéficas más influyentes, los veinte productores de teatro y de cine más destacados, los cien líderes reconocidos de la moda, los más famosos e influyentes pastores de las cien ciudades más importantes, los rectores de nuestras universidades y colegios universitarios y los miembros más destacados de sus facultades, los financieros más poderosos de Wall Street, los deportistas más famosos, etcetera.

Semejante lista comprendería varios miles de personas. Pero no se le escapa a nadie que muchos de estos líderes son a su vez liderados, a veces por personas cuyos nombres apenas se conocen. Muchos congresistas, al dar forma a su programa, siguen los consejos de un jefe de distrito del que han oído hablar muy pocas personas al margen de la maquinaria electoral. Puede que los sacerdotes elocuentes ejerzan una poderosa influencia en sus comunidades, pero a menudo derivan sus doctrinas de una autoridad eclesiástica superior. Los presidentes de las cámaras de comercio modelan el pensamiento de los empresarios locales en lo que concierne a los asuntos públicos, pero sus opiniones se suelen derivar de alguna autoridad nacional. Un candidato a la presidencia de Estados Unidos puede resultar «designado» como consecuencia de una «demanda popular abrumadora», pero es de sobra conocido que su nombre quizá fue decidido por una docena de hombres reunidos alrededor de una mesa en una habitación del hotel.

En algunos casos el poder de quienes mueven los hilos sin ser vistos es flagrante. El poder del gabinete invisible que deliberó alrededor de una mesa de póquer en cierta casita verde de Washington* se ha convertido en una leyenda naciónal. Hubo un tiempo en que un solo hombre, Mark Hanna [Senador, era de McKinley], dictaba las políticas fundamentales del gobierno de la nación. Puede que alguien como Simmons [William Joseph Simmons, KKK] logre, durante unos años, organizar a millones de hombres alrededor de un programa basado en la intolerancia y la violencia.

* La casita verde, situada en la Calle K de Washington, era el lugar de encuentro de congresistas y jefes del crimen organizado durante la presidencia de Warren G. Harding (1921-1923). Allí se negociaban sobornos a cambio de reducciones de condenas o legislaciones favorables a los intereses de la mafia.

Irene Castle, bailarina

Irene Castle, bailarina

Son esos personajes los que encarnan para la opinión pública aquel tipo de líder que evoca la expresión «gobierno invisible». Pero sólo de vez en cuando nos paramos a pensar que hay dictadores en otros campos cuya influencia es cuando menos tan decisiva como la de los políticos que acabo de mencionar. Alguien como Irene Castle puede imponer la moda del pelo corto que domina sobre un noventa por ciento de las mujeres que pretenden ir a la moda. Los líderes del estilo de París pusieron de moda la falda corta, de suerte que toda la industria del vestido femenino, con un capital cifrado en centenares de millones de dólares, tuvo que adaptarse a su dictado, aunque sólo veinte años atrás la policía de Nueva York hubiese arrestado y enviado a la cárcel a cualquier mujer que vistiese de esa guisa.

Hay soberanos invisibles que controlan los destinos de millones de personas. La gente de a pie no está al corriente de hasta qué punto las palabras y las acciones de nuestros hombres públicos más influyentes están dictadas por personas taimadas que se mueven entre bambalinas.

Tampoco se percata de que nuestros pensamientos y costumbres están moldeados en gran medida por las autoridades, lo cual es todavía más importante.

En algunos ámbitos de nuestra vida cotidiana, que nos parecen propios de personas independientes, nos gobiernan unos dictadores que ejercen un gran poder. Un hombre que se compra un traje se imagina que elige con arreglo a su gusto y personalidad el tipo de ropa que más le gusta. En realidad, puede que esté obedeciendo las órdenes de un anónimo sastre londinense. Este personaje es el socio silencioso de una discreta sastrería cuyos clientes habituales se cuentan entre lo más granado de la sociedad a la moda y los vastagos de la realeza. Aconseja a nobles británicos y otras personalidades una tela azul en vez de gris, dos botones mejor que tres, o mangas medio centímetro más cortas que la temporada pasada. El distinguido cliente no puede estar más de acuerdo.

¿Pero cómo puede afectarle todo esto al ciudadano común?

El sastre ha sido contratado por una gran empresa estadounidense que produce trajes para hombre con el cometido de enviarles al momento los patrones de la ropa elegida por los mandarines de la moda londinense. Tan pronto como recibe los patrones, con las especificaciones relativas al color, el peso y la textura de la tela, la empresa norteamericana encarga inmediatamente un pedido a los fabricantes de paño por valor de varios centenares de miles de dólares. Los trajes diseñados con arreglo al diseño londinense se publicitan entonces como la última moda. Los hombres elegantes de Nueva York, Chicago, Boston y Filadelfia los visten. Y el ciudadano común, acatando su liderazgo, hace lo propio.

Al igual que los hombres, las mujeres no escapan a las órdenes del gobierno invisible. Un fabricante de seda que se propuso encontrar nuevos mercados para sus productos sugirió a una importante marca de calzado que los zapatos de mujer debían cubrirse de seda para combinar mejor con sus vestidos. La idea cuajó y se transmitió mediante una propaganda sistemática. Se convenció a una actriz famosa para que llevase esos zapatos. El producto se puso de moda. La marca de zapatos disponía de la oferta necesaria para satisfacer la demanda. Y el fabricante de seda tenía la seda suficiente para más zapatos.

El hombre que inyectó la idea en la industria del calzado gobernaba a las mujeres en un ámbito de sus vidas sociales. Varios hombres gobiernan los distintos ámbitos de nuestras vidas. Puede que haya un gobierno en la sombra para la política, otro en las modificaciones de la tasa de descuento de la reserva federal e incluso otro que dicte los bailes para la próxima temporada. Si existiese un gabinete invisible que gobernase nuestros destinos (algo que no es inconcebible en absoluto), trabajaría con el concurso de cierto grupo de líderes los martes y con otro conjunto totalmente distinto los miércoles. La idea de un gobierno invisible es relativa. Puede que haya un puñado de hombres que controlen los métodos educativos de la inmensa mayoría de nuestras escuelas. Pero si lo consideramos desde otro punto de vista, cualquier padre o madre es un líder de grupo con autoridad sobre sus vástagos.

El gobierno invisible tiende a concentrarse en las manos de unos pocos como consecuencia del elevado coste que implica manipular la maquinaria social que controla las opiniones y costumbres de las masas. Anunciarse a gran escala, para unos cincuenta millones de personas, es caro. Alcanzar y persuadir a los líderes de grupo que dictan los pensamientos y las acciones de la gente tampoco es barato.

Por esta razón, se observa una tendencia creciente a la concentración de las funciones de la propaganda en las manos de la figura del especialista en propaganda. Este especialista está asumiendo cada vez más una posición y una función nítidas en la vida de nuestro país.

Las nuevas actividades reclaman nuevas nomenclaturas. El propagandista que se especializa en la interpretación de las empresas y las ideas para el público, y en interpretar el público para los impulsores de esas nuevas empresas e ideas, ha terminado conociéndose con el nombre de «asesor en relaciones públicas».

La nueva profesión de relaciones públicas nace con el aumento de la complejidad de la vida moderna y la consiguiente necesidad de que las acciones de una parte del público sean comprensibles para otros sectores del público. También debe su existencia a la dependencia cada vez más acusada de toda forma de poder organizado con respecto a la opinión pública. Los Estados, ya sean monárquicos, constitucionales, democráticos o comunistas, tienen que contar con el consentimiento de la opinión pública si quieren lograr sus proyectos y, de hecho, un gobierno no gobierna si no es en virtud de la aquiescencia pública. Las industrias, las empresas de servicios públicos, los movimientos educativos, en efecto, cualquier grupo que represente una idea o un producto sólo logra sus propósitos si cuenta con la aprobación de la opinión pública. Debemos buscar al socio no reconocido de cualquier proyecto de importancia en la opinión pública.

El asesor en relaciones públicas es, por lo tanto, el agente que trae una idea a la conciencia del público sirviéndose de los medios de comunicación modernos y de los grupos que conforman la sociedad. Pero es mucho más que eso. Sabe de la importancia del curso de los acontecimientos, las doctrinas, los sistemas y las opiniones, y trata de conseguir el apoyo del público para determinadas ideas. Se ocupa de las cosas tangibles, como los productos manufacturados y los básicos. Su trabajo también está relacionado con las empresas de servicios públicos, los grandes grupos comerciales y las asociaciones que representan a industrias enteras.

Su función principal es la de asesorar a su cliente, no de manera muy distinta a como lo haría un abogado. Este último se fija sobre todo en los aspectos legales del negocio de su cliente. Un asesor en relaciones públicas se concentra, en cambio, en los puntos de contacto del negocio de su cliente con el público. Cada etapa de las ideas, productos o actividades de su cliente que puedan concernir al público o por las que el público pueda interesarse cae bajo el paraguas de sus funciones.

Por ejemplo, si se trata de los problemas específicos de un fabricante, el asesor examinará el producto, los mercados, las reacciones del público ante el producto, la actitud de los empleados hacia el público y el producto, y la cooperación de las empresas de distribución.

Tras haber examinado éste y otros factores, el asesor en relaciones públicas se consagra a moldear las actividades de su cliente para que logren granjearse el interés, la aprobación y la aceptación del público.

Los medios de que se sirve el asesor para informar al público de las actividades de su cliente son tan variados como los propios medios de comunicación: la conversación, los envíos por correo, los teatros y los cines, los periódicos, y tantos otros. El asesor en relaciones públicas no es un publicista sino alguien que recomienda recurrir a la publicidad cuando es preciso. A menudo recibe la llamada de una agencia de publicidad para complementar el trabajo que ésta realiza para un cliente. Su trabajo y el de la agencia de publicidad no entran en conflicto ni se solapan.

El primer cometido del asesor en relaciones públicas consiste, como es natural, en analizar los problemas de su cliente y cerciorarse de que su producto goza de la aceptación del público o existe al menos la posibilidad de lograrla. Es inútil tratar de vender una idea o preparar el terreno para un producto falto de la necesaria solidez.

Imaginemos, por ejemplo, que un orfanato ve con preocupación cómo descienden los donativos y cunde una incomprensible actitud de indiferencia u hostilidad por parte del público. El asesor en relaciones públicas quizá descubra tras analizar los datos reunidos que el público, al corriente de las modernas tendencias sociológicas, critica inconscientemente la institución porque no se organiza según el modelo de la «casa de campo». Recomendará a su cliente modificaciones en este sentido. Otro ejemplo: quizá le recomiende a la operadora de una línea férrea la apertura de un tren rápido para prestigiar el nombre de la empresa y, por lo tanto, el de sus acciones y bonos.

Si los fabricantes de corsés quisieran volver a poner de moda su producto, el asesor, sin lugar a dudas, señalaría que el proyecto es descabellado, habida cuenta de que las mujeres se han liberado definitivamente de los viejos corsés. Aun así, sus asesores para cuestiones de moda podrían informarle de que quizá se pudiera seducir a las mujeres con la idea de algún tipo de faja que eli-^ minase los aspectos más perjudiciales para la salud del corsé.

Su siguiente cometido consiste en analizar al público de su cliente. Estudia los grupos a los que se debe llegar, y los líderes que puedan servirle como medio para acercarse a esos mismos grupos. Grupos sociales, económicos, geográficos, de edad, grupos definidos por la doctrina, la lengua o la cultura representan todos ellos las divisiones a través de las cuales deberá dirigirse al público en nombre de su cliente.

Sólo tras haber completado este doble análisis y haber recopilado todos los resultados, llega el momento de abordar el siguiente paso: la formulación de políticas que gobiernen las prácticas generales, los procedimientos y los hábitos del cliente en todos aquellos ámbitos en los que su actividad le ponga en contacto con el público. Y sólo cuando se alcanza un acuerdo sobre estas políticas, llega el momento de dar el cuarto paso.

Las funciones del asesor en relaciones públicas fueron reconocidas por vez primera, quizá, en los primeros años del siglo xx, cuando se revelaron los escándalos de las empresas aseguradoras que coincidieron en el tiempo con el descubrimiento de los finanzas corporativas por parte de la prensa popular. Los grupos de interés padecieron las iras del público y entendieron en seguida que habían perdido todo contacto con la gente a la que pre-

tendían prestar sus servicios, por lo que reclamaron el consejo de los expertos en la materia para que les mostrasen las mejores maneras de comprender al público y de mostrarse ante él.

La compañía aseguradora Metropolitan Life, alentada por el más fundamental interés personal, emprendió una campaña meditada y bien dirigida para cambiar la actitud del público hacia las aseguradoras en general y hacia sí misma en particular, en aras de su propio provecho y el del público.

Trató de alcanzar una posición de dominio en el mercado intentando convencer al público de que comprase sus pólizas. Llegó al público en cada punto de su existencia individual y colectiva. Ofreció a las comunidades exámenes médicos y el asesoramiento de expertos. A la gente le proporcionó creencias sobre la salud y consejos en materia de higiene. Incluso la sede de la empresa se convirtió en un punto de referencia en la ciudad digno de ser visto y recordado: permitía, en otras palabras, que el proceso asociativo siguiese su curso. Y de este modo la compañía logró la aprobación general del público. El número y el monto de sus pólizas crecía sin freno, al igual que sus contactos cada vez más estrechos con la sociedad.

Bastó una década para que numerosas grandes empresas contaran entre sus empleados con un asesor en relaciones públicas, con ese u otro

membrete, ya que se habían percatado de que dependían de la simpatía del público para consolidar sus ganancias. Había dejado de ser cierto que no era «asunto público» cómo se llevaban los asuntos de la empresa. Se vieron obligadas a convencer al prójimo de que las necesidades del público tanto como la honradez y la justicia guiaban sus principios. Así, si una empresa descubre que sus políticas laborales alimentan el rencor de la sociedad, introducirá una política más progresista con el único objetivo de mejorar su imagen pública y conseguir la aprobación de la gente. Igualmente, si la dirección de unos grandes almacenes, tras mucho buscar las causas del descenso de las ventas, descubre que éste se debe a que sus dependientes tienen fama de rústicos, no dudará en proporcionarles una formación básica en buenos modales y tacto en el trato.

El experto en relaciones públicas puede conocerse como director o asesor en relaciones públicas. A menudo se le llama secretario, vicepresidente o director. A veces se le conoce como director del consejo o jefe de sección. Pero sea cual fuere el cargo que le distingue en la empresa, su función está bien definida y sus recomendaciones ejercen una influencia decisiva sobre la conducta del individuo o el grupo con el que trabaja.

Muchas personas todavía creen que el asesor en relaciones públicas no es más que un propagandista. Nada más lejos de la verdad. Ahí donde muchos suponen que empiezan sus actividades, en realidad no han hecho más que terminar. Tras examinar a fondo el público y el cliente y haber formulado las políticas a seguir, su trabajo puede darse a menudo por concluido. En otras ocasiones la labor del asesor en relaciones públicas tiene que ser continuada para resultar efectiva. Pues en muchos casos sólo un cuidadoso sistema que proporcione información constante, pormenorizada y fiable logrará que la gente se percate de la valía de las actividades de un comerciante, un educador o un estadista. El asesor en relaciones públicas debe ejercer una vigilancia constante ya que, de lo contrario, una información imprecisa o falsa procedente de fuentes desconocidas puede tener graves consecuencias. Basta un simple rumor falso en un momento crítico para hundir el valor en bolsa de una empresa y arrojar millones de pérdidas entre sus accionistas. Si cierto aire de secretismo y misterio se apodera de los movimientos financieros de una empresa, ello puede alimentar entre la gente una sensación de sospecha generalizada capaz de actuar como un lastre invisible en todos sus negocios con el público. El asesor en relaciones públicas debe hallarse en condiciones de enfrentar efectivamente los rumores y las sospechas, tratando de atajarlos en sus mismas fuentes, yendo su encuentro sin perder un instante armado con

información más correcta o completa trasladada por los canales que considere más efectivos o, mejor aún, forjando unas relaciones de confianza en la integridad de la empresa que corten de raíz cualquier posibilidad de que arraiguen los rumores y las sospechas.

Entre sus funciones puede contarse la de descubrir nuevos mercados, cuya existencia nadie haya sospechado siquiera.

Si aceptamos las relaciones públicas como una profesión, también debemos esperar que ésta se rija por unos ideales y una ética profesional. El ideal de la profesión es pragmático. Consiste en lograr que el productor, sea éste un congreso que produce leyes o un fabricante que produce bienes de consumo, comprenda qué quiere el público y conseguir a su vez que éste comprenda los objetivos del productor. Con respecto a la industria, el ideal de la profesión es limitar las pérdidas de dinero o de tiempo consecuencia de que la industria haga o produzca cosas que no sean del gusto del público o de que éste no entienda qué se le ofrece. Por ejemplo, las compañías telefónicas mantienen unos enormes departamentos de relaciones públicas para explicar sus actividades y evitar así que la energía se consuma en la fricción de los malentendidos. Una descripción detallada, por ejemplo, del cuidado infinito y científico que la empresa pone en elegir los nombres de los clientes en las

centralitas para que sean claramente comprensibles y distinguibles, contribuye a que el público valore el empeño de la empresa por brindar un buen servicio y anima a los usuarios a colaborar con las operadoras pronunciando con claridad los nombres cuando hacen una llamada. Las relaciones públicas pretenden producir un acuerdo entre educadores y educados, entre el gobierno y el pueblo, entre las instituciones de caridad y sus patrocinadores, entre nación y nación.

La profesión de asesor en relaciones públicas está desarrollando rápidamente un código ético que aventaja al que rige la profesión médica o la abogacía. En parte, este código le viene impuesto por las propias condiciones de su trabajo. Aunque reconozca, al igual que el abogado, el derecho a que cada cual dé su mejor perfd ante la gente, rechaza sin embargo un cliente del que piense que no es honrado, un producto que crea fraudulento, o una causa que le parezca antisocial. Entre otras razones, ello se explica porque, aunque actúe como un sofista, el asesor en relaciones públicas no está disociado de su cliente en la mente del público. Otra razón es que si bien pleitea como el abogado ante un tribunal—el tribunal de la opinión pública, en este caso—, no es menos cierro que trata de influir sobre las deliberaciones y las acciones judiciales al mismo tiempo. En la justicia, juez y jurado mantienen el equilibrio decisivo del poder. En la opinión pública, el asesor en relaciones públicas es juez y parte, porque en su defensa del caso el público puede leer su opinión y su veredicto.

No aceptará un cliente cuyos intereses colisionen con los de otro cliente. No aceptará un cliente cuyo caso crea desahuciado o cuyo producto le parezca incomerciable.

Debería ser franco en sus negocios. Hay que repetir una vez más que su oficio no consiste en engatusar o engañar a la gente. Si terminase cosechándose esa fama, su utilidad para la profesión habría tocado a su fin. Cuando distribuye material publicitario por correo debe indicar claramente su origen. El director de periódico, al corriente de quién se lo envía y de su finalidad, deberá decidir si lo acepta o rechaza en función de su importancia como noticia.

 

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