Capítulo 2 La nueva propaganda

English: Chapter 2

Cuando los reyes eran reyes, Luis XIV hizo este humilde comentario: «L’Etat c’est moi». Estaba casi en lo cierto.

Louis XIV

Louis XIV

Pero los tiempos han cambiado. La máquina de vapor, la rotativa y la escuela pública, triunvirato de la revolución industrial, usurparon el poder de los reyes y se lo entregaron al pueblo. De hecho, el pueblo ganó el poder que perdió el rey. Pues el poder económico tiende a arrastrar tras de sí el poder político, y la historia de la revolución industrial atestigua cómo ese poder pasó de manos del rey y la aristocracia a la burguesía. El sufragio y la escolarización universales reforzaron esta tendencia e incluso la burguesía empezó a temer al pueblo llano. Pues las masas prometían convertirse en rey.

Hoy en día, sin embargo, despunta la reacción. La minoría ha descubierto que influir en las mayorías puede serle de gran ayuda. Se ha visto que es posible moldear la mente de las masas de tal suerte que éstas dirijan su poder recién conquistado en la dirección deseada. Pista práctica resulta inevitable en la estructura actual de la sociedad. Sea en política, finanzas, industria, agricultura, caridad, educación o en otros terrenos, cualquier actividad de calado social que se lleve a cabo tiene que servirse de la ayuda de la propaganda. La propaganda es el brazo ejecutor del gobierno invisible.

La alfabetización universal debía educar al hombre llano para que pudiera someter a su entorno. Tan pronto como pudiera leer y escribir, dispondría de una mente preparada para gobernar. Así rezaba la doctrina democrática. Pero en lugar de una mente, la alfabetización universal ha brindado al hombre sellos de goma, sellos de goma tintados con eslóganes publicitarios, con artículos de opinión, con publicaciones científicas, con las banalidades de las gacetillas y los tópicos de la historia, pero sin el menor rastro de pensamiento original. Los sellos de goma de un hombre cualquiera son duplicados idénticos a los que tienen otros millones de hombres, de modo que cuando se expone a esos millones de personas a los mismos estímulos, todos reciben las mismas improntas. Puede parecer exagerado afirmar que la mayor parte del público estadounidense se hace con sus ideas en este mercadeo al por mayor. La propaganda es el mecanismo por el cual se diseminan las ideas a gran escala, en el sentido amplio de un proyecto organizado para extender una creencia o una doctrina en particular.

Soy consciente de que la palabra «propaganda» puede despertar connotaciones desagradables en muchos oídos. Y sin embargo, que la propaganda sea buena o mala dependerá en cualquier caso del mérito de la causa que se alienta y de la exactitud de la información publicada.*

* Wikipedia: "Las campañas más conocidas de Bernay incluyen un esfuerzo de 1929 para promover el tabaquismo femenino al calificar los cigarrillos como "Antorchas de la libertad" feministas, y su trabajo para la United Fruit Company en la década de 1950, relacionado con el derrocamiento orquestado por la CIA de los elegidos democráticamente Gobierno de Guatemala en 1954."

En sí misma, la palabra «propaganda», al igual que casi todo en este mundo, posee ciertos sentidos técnicos que «no son buenos ni malos, y sólo del uso dependen». En el diccionario de Funk y Wagnalls se leen cuatro definiciones del término:

1. Una congregación de cardenales que supervisa las misiones en el extranjero. También el Colegio para la Propaganda con sede en Roma fundado por el papa Urbano VIII en 1627 para la formación de los sacerdotes misioneros; Sagrado Colegio de Propaganda Fide.

2. De lo que se sigue, cualquier institución o plan para propagar una doctrina o sistema.

3. Campaña llevada a cabo sistemáticamente para recabar apoyo público para una opinión o curso de acontecimientos.

4. Los principios propuestos por una propaganda.

La revista Scientific American, en un número recíente, aboga por la restitución de un uso respetable para «aquella hermosa y antigua palabra que es "propaganda"»:

"No hay otra palabra en lengua inglesa cuyo significado haya padecido una deformación tan triste como la palabra «propaganda». El cambio ocurrió sobre todo durante la última guerra, cuando el término cobró un aspecto resueltamente siniestro.

"Si consultamos el Standard Dictionary, descubriremos que la palabra se aplicaba a una Congregación o Sociedad de Cardenales para el cuidado y supervisión de las misiones en el extranjero que se instituyó en Roma en 1627. También se aplicaba al Colegio de la Propaganda con sede en Roma que fundó el papa Urbano VIII para la formación de los sacerdotes misioneros. De ahí que en años sucesivos la palabra terminase siendo aplicada a cualquier institución o plan para propagar una doctrina o sistema.

"A juzgar por esta definición, podemos ver que en su sentido verdadero la propaganda es una forma de actividad humana perfectamente legítima. Cualquier sociedad, ya sea social, religiosa o política, que esté animada por ciertas creencias y las exponga a fin de darlas a conocer, sea de viva voz o por escrito, practica la propaganda.

"La verdad es poderosa y deberá imponerse, y si cualquier grupo de gentes cree haber descubierto una verdad valiosa, además del privilegio, tendrá el deber de diseminar esa verdad. Sin duda ese grupo deberá advertir enseguida que la divulgación de la verdad sólo puede llevarse a cabo a gran escala y efectivamente a través de una campaña organizada, de modo que se servirán de la imprenta y el estrado como los mejores medios de darle una amplia circulación. La propaganda deviene perjudicial y reprensible sólo cuando sus autores saben consciente y deliberadamente que diseminan mentiras, o cuando se proponen objetivos que saben perjudiciales para el bien común.

"«Propaganda», en su sentido correcto, es una palabra sin tacha, de honrado linaje, y con una historia distinguida. Que hoy conlleve un sentido siniestro no hace sino mostrar cuánto del niño conserva el adulto medio. Un grupo de ciudadanos habla y escribe en favor de una determinada forma de actuar en una cuestión sometida a debate, con la convicción de que les impulsa el mejor interés de la comunidad. ¿Propaganda? Ni mucho menos. Simplemente, una convincente declaración de veracidad. Pero si otro grupo de ciudadanos expresa un punto de vista opuesto, sin dilación serán tachados con el siniestro nombre de propaganda ...

"«Si es bueno para la oca lo es también para el ganso», dice un sabio y viejo proverbio. Démonos prisa en devolver esta vieja y distinguida palabra al lugar que le corresponde por derecho y restituyamos su digno significado para que puedan utilizarla nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos."

Incluso a las personas mejor informadas les sorprendería conocer hasta qué punto la propaganda determina nuestros asuntos. No obstante, basta con rascar la superficie de un periódico para hacerse una idea de la autoridad de la propaganda sobre la opinión pública. La primera página de The New York Times del día en que escribo estas líneas contiene ocho noticias destacadas. Cuatro de ellas, es decir, la mitad, son propaganda. El lector indolente las considerará como crónicas de sucesos espontáneos. ¿Pero lo son? He aquí los titulares que las presentan:

«Doce naciones advierten a China de la necesidad de reformas reales si quiere recibir ayuda», «Pritchett anuncia que el sionismo fracasará», «Agentes inmobiliarios exigen una investigación sobre el transporte», y «Nuestro nivel de vida es el más alto de la historia, afirma el Informe Hoover».

Examinémoslas en ese mismo orden: el primer artículo da cuenta del informe conjunto de la Comisión de Extraterritorialidad en China en el que se expone la posición de Powers en el embrollo chino. Lo que se dice es menos importante que lo que en realidad es. Fue «hecho público hoy por el Departamento de Estado» con el objetivo de presentar al público estadounidense una imagen clara de la posición del gabinete. La fuente proporciona la autoridad, y el público estadounidense suele aceptar y apoyar las opiniones del Departamento de Estado.

El anuncio del doctor Pritchett, miembro del consejo de administración de la Fundación Carnegie por la Paz Internacional, intenta presentar una descripción objetiva del establecimiento de esta colonia judía en medio de un mundo árabe inquieto. Cuando el doctor Pritchett pudo convencerse mediante su propia investigación de que a largo plazo el sionismo «traería más inquina e infelicidad tanto a los judíos como a los árabes», la Fundación Carnegie difundió ese punto de vista con todo el peso de su autoridad para que el público lo escuchase y se convenciera. La declaración del presidente de la Junta de agentes inmobiliarios de Nueva York, al igual que el Informe Hoover, representan tentativas parecidas de encaminar el público hacia una opinión determinada.

No cito estos ejemplos para crear la impresión de que hay algo siniestro en la propaganda. Si lo hago, es porque deseo demostrar que la dirección que se da a los acontecimientos es muy consciente y que detrás de estos mismos acontecimientos se ocultan siempre personas con una gran influencia sobre la opinión pública. Llegados a este punto, trataremos de definir la propaganda.

La propaganda moderna es el intento consecuente y duradero de crear o dar forma a los acontecimientos con el objetivo de influir sobre las relaciones del público con una empresa, idea o grupo.

La práctica de crear circunstancias e imágenes en las mentes de millones de personas es muy común. Hoy en día, prácticamente no se lleva a cabo ninguna empresa de importancia sin su concurso, con independencia de si la empresa consiste en construir una catedral, financiar una universidad, comercializar una película de cine, poner en circulación una importante emisión de bonos o elegir al presidente. En ocasiones, es un propagandista profesional quien crea el efecto deseado sobre el público; en otras, es un aficionado a quien se encarga el trabajo. Lo importante es que la propaganda es universal y continua, y que se salda con la imposición de una disciplina en la mente pública tanto como un ejército impone la disciplina en los cuerpos de sus soldados.

Walter Lippmann

Walter Lippmann

Tan ingente es el número de mentes que se pueden disciplinar, y tan obstinadas se vuelven cuando se les ha impuesto la disciplina, que un grupo a veces ofrece tanta resistencia que los empeños de legisladores, directores de periódicos o maestros resultan inútiles. El grupo se aferrará a su estereotipo, tal y como lo expresa Walter Lippmann, y logrará que aquellos seres presuntamente poderosísimos, los líderes de opinión, queden convertidos en simples pecios a la deriva. Cuando un brujo imperial del Ku Klux Klan [Partido Demócrata, ver más abajo], figurándose quizá que se acerca al ideal soñado, fantasea con la imagen de una nación poblada en toda su extensión por nórdicos nacionalistas, el hombre de a pie del más rancio [mal traducido] antiguo abolengo americano, sintiéndose arrinconado y descabalgado de su posición y prosperidad legítimas por los nuevos linajes inmigrantes, recoge la imagen, se viste con ella porque le sienta bien, y la convierte en la suya propia. Se compra el atuendo de la sábana y la funda de almohada y se reúne con sus iguales, que se cuentan por millares, hasta formar un grupo tan enorme y poderoso que puede decantar elecciones estatales y poner palos en las ruedas de una convención nacional.*

Ku Klux Klan (Demócratas) demostrando en Wisconsin, USA, 1924

Ku Klux Klan (el Partido Demócrata) demostrando en Wisconsin, USA, 1924

* Bernays alude aquí al papel desempeñado por el segundo Ku Klux Klan en la política estadounidense de la década de 1920. Contaba entonces con más de cuatro millones de miembros liderados por el brujo imperial, William Simmons. La organización secreta, que afirmaba la supremacía de la raza blanca y aterrorizaba a quienquiera que no se ajustase al modelo nórdico protestante, a saber, negros, judíos y católicos, amén de dominar la administración de algunos estados del Sur, tuvo una influencia decisiva en y la convención demócrata que debía elegir su candidato presidencial a las elecciones de 1924.

En nuestra organización social actual, la aprobación del público resulta crucial para cualquier proyecto de gran calado. De ahí que un movimiento digno de todos los elogios pueda fracasar si no logra imprimir su imagen en la mente pública. La beneficencia, así como los negocios, la política o la literatura, ha tenido que adoptar la propaganda, pues hay que disciplinar al público para que gaste su dinero del mismo modo que hay que disciplinarlo en la profilaxis de la tuberculosis. El Comité Americano para el Socorro del Oriente Próximo, la Asociación para la Mejora de la Situación de los Pobres de Nueva York, por ejemplo, y otros, tienen que trabajar sobre la opinión pública como si quisieran vender tubos de pasta de dientes. ¿Nos sentimos orgullosos de la caída en los índices de mortalidad infantil? Pues eso también es obra de la propaganda.

La propaganda nos rodea por los cuatro costados y no cabe duda de que altera las imágenes mentales que nos formamos del mundo. Incluso si esta afirmación parece demasiado pesimista—lo cual estaría por ver—no es menos cierto que refleja una tendencia real incuestionable. De hecho, el uso de propaganda va en aumento en la misma medida en que se reconoce su eficacia cuando se trata de recabar el apoyo del público.

Como es evidente, de ello se deriva que quien pueda ejercer la influencia necesaria, al menos durante un tiempo y con un objetivo en concreto, podrá liderar sectores enteros del público. Antaño quienes gobernaban también guiaban, lideraban. Definían el curso de la historia simplemente actuando a su antojo. Pero hoy en día los sucesores de los soberanos, los líderes que alcanzan el poder en virtud de su posición o habilidad, ya no pueden proceder del mismo modo. Tienen que lograr la aprobación de las masas, por lo que recurren a la propaganda, una herramienta que resulta cada vez más poderosa cuando se trata de lograr esa aprobación. Por lo tanto, la propaganda ha llegado para quedarse.

Fue desde luego el éxito sobresaliente de la propaganda durante la guerra [primera guerra mundial] lo que abrió los ojos de unas pocas personas inteligentes enclavadas en todos los ámbitos de la vida y les permitió vislumbrar las posibilidades de disciplinar la mente pública. El gobierno estadounidense y muchos organismos patrióticos desarrollaron una técnica nueva a ojos de la mayoría, que estaba acostumbrada a una propaganda que se limitaba a solicitar la aceptación del público. Durante la guerra, no sólo se apeló al individuo por todos los medios—visuales, gráficos y auditivos—para reclamar su apoyo para la patria, sino que además se logró la cooperación de los hombres clave en cada grupo, personas a las que les bastaba una palabra para transmitir su autoridad a centenares, miles o centenares de miles de seguidores. De ahí que automáticamente también brindasen su apoyo asociaciones comerciales y patrióticas, hermandades, grupos socíales o locales, cuyos miembros extraían sus opiniones de sus líderes y portavoces habituales o de las publicaciones periódicas que solían leer y creer.

Al mismo tiempo, los manipuladores de la opinión patriótica se sirvieron de los clichés mentales y de los hábitos emocionales del público para producir reacciones colectivas contra las atrocidades, el terror y la tiranía supuestos del enemigo. Era de esperar que tras la guerra esas mismas personas inteligentes se preguntaran si no era posible aplicar técnicas similares a los problemas de los tiempos de paz.

De hecho, la práctica propagandística desde el final de la guerra ha asumido formas muy diferentes de aquellas que imperaban hace veinte años. No nos equivocamos si entendemos que esta nueva técnica merece por derecho propio el nombre de nueva propaganda.

La nueva propaganda no sólo se ocupa del individuo o de la mente colectiva, sino también y especialmente de la anatomía de la sociedad, con sus formaciones y lealtades de grupos entrelazadas. Concibe el individuo no sólo como una célula en el organismo social sino como una célula organizada en la unidad social. Basta tocar una fibra en el punto sensible para obtener una respuesta inmediata de ciertos miembros específicos del organismo.

El mundo de los negocios brinda ejemplos gráficos de la fuerza que los grupos de presión—por ejemplo, los fabricantes textiles que pierden cuota de mercado—pueden ejercer sobre el público. El problema surgió no hace mucho, cuando los fabricantes de terciopelo se vieron a las puertas de la ruina porque su producto hacía tiempo que estaba pasado de moda. Los análisis mostraron que era imposible volver a poner de moda el terciopelo en Estados Unidos. ¡Búsqueda anatómica del punto vital! ¡París! ¡Desde luego! Pero sí y no. París es la cuna de la moda. Lyon lo es de la seda. Se tenía que atacar en el mismo origen. Se trataba de no dejar nada al azar, servirse de las fuentes habituales de la distribución de la moda e influir en el público desde esas mismas fuentes. Se organizó un servicio para la moda en terciopelo abiertamente financiado por los fabricantes. Su primer cometido consistía en ponerse en contacto con los fabricantes de Lyon y los modistas de París para descubrir qué estaban haciendo, animarlos a actuar en favor del terciopelo y ayudarles a explotar correctamente sus productos. Se contrató a un parisino inteligente para que se encargase del trabajo. Visitó a los diseñadores Lanvin y Worth, Agnés y Patou, entre otros, y les convenció de que utilizasen terciopelo en sus vestidos y sombreros. Fue él quien se ocupó de que la Condesa de Esto y la Duquesa de lo Otro se pusieran el vestido o el sombrero. Y en cuanto a la presen-ración de la idea al público, bastó con mostrar al comprador estadounidense o, mejor, a la mujer elegante las creaciones en terciopelo en el mismo taller parisino del modista o del sombrerero. Y las mujeres elegantes compraron el terciopelo porque les gustaba y porque estaba de moda.

Los directores de las revistas estadounidenses v los periodistas del mundo de la moda, hallándose ellos también sometidos a esta situación objetiva (aunque creada), se hicieron eco de ella en sus noticias, las cuales, a su vez, sometían al comprador y al consumidor a las mismas influencias. De suerte que lo que empezó siendo un arroyuelo de terciopelo terminó convertido en una inundación. La demanda creada deliberadamente en París creció hasta alcanzar las costas americanas. Unos grandes almacenes que pretendían liderar el mercado de la moda anunciaron vestidos y sombreros de terciopelo armados con la autoridad de los modistas franceses e incluso hicieron públicos algunos de los telegramas que había recibido de estos últimos. Los ecos del nuevo estilo se propagaron por todo el país y llegaron a oídos de los responsables de centenares de grandes almacenes que querían, a su vez, empuñar el cetro de la moda. Los informes precedieron a los comunicados, los telegramas precedieron a las cartas remitidas por correo, y he aquí que la viajera estadounidense desembarcó vestida de terciopelo de los pies a la cabeza para alborozo de los fotógrafos enviados al puerto.

Las circunstancias así creadas tuvieron su efecto: «La volátil moda ha mudado al terciopelo», rezaba el comentario de un periódico. Y la industria estadounidense contó de nuevo por miles a sus trabajadores.

Si consideramos la constitución de la sociedad como un todo, más a menudo de lo que se pueda pensar, la nueva propaganda sine para focalizar y satisfacer los deseos de las masas. Por muy extendido que esté, si se quiere trasladar un deseo de reformas al terreno de los hechos, es preciso articularlo antes y lograr que ejerza una presión suficiente sobre los órganos legislativos indicados. Quizá se cuenten por millones las amas de casa que son de la opinión de que la comida manufacturada puede resultar perjudicial para la salud y que debería prohibirse. Pero es muy poco probable que sus deseos individuales puedan sustanciarse en reformas legales efectivas a menos que sus exigencias pronunciadas entre dientes puedan organizarse, se les preste voz y se dirijan al legislador o al congreso federal en la forma adecuada para producir los resultados deseados. A sabiendas o sin saberlo, estas mujeres recurrirán a la propaganda para organizar su demanda y conseguir que surta efecto.

Pero es obvio que las minorías inteligentes son las que se sirven de la propaganda continua y sistemáticamente. El proselitismo activo de estas minorías, que saben conjugar los intereses egoístas y el interés del público, está en el origen del progreso y el desarrollo de Estados Unidos. La energía activa de unas pocas mentes brillantes representa el único medio de que el público general pueda conocer nuevas ideas y actuar de conformidad con ellas.

Son grupos pequeños de personas los que pueden y logran hacernos pensar a los demás lo que se les antoja sobre un tema determinado. Pero toda propaganda suele tener a sus valedores y detractores, igualmente deseosos de convencer a la mayoría.

 

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